Filba

Los dos lados de un vidrio

Por Alejandra Kamiya

"Me doy cuenta de que tal vez yo ya no sabría ser libre, como los pájaros de las pequeñas jaulas del pueblo. Ahora recuerdo: aquellos pájaros encerrados, cantaban".

Por Alejandra Kamiya. Foto Walter Sangroni.

 

Cuando era chica pasábamos los fines de semana en una quinta en las afueras de Buenos Aires. Cada sábado íbamos al pueblo a hacer compras y yo me detenía en una esquina en la que vendían cañas de pescar, carretillas, enanos de jardín, herramientas, baldes. En las paredes, dentro del local y también por fuera, había jaulas muy pequeñas. Pájaros encerrados que me daban una gran tristeza.

Un sábado le pregunté a mi madre si podíamos comprarlos y soltarlos. Ella me dijo que muchos no iban a sobrevivir, que ya no sabían cómo ser libres. En el momento en que empezaba a sentir el roce de la posibilidad de una solución me vi de repente encerrada en un problema aún mayor, como si hubiera caído en una trampa.

De eso me acordé cuando vi la nube encerrada en una caja.

Flotaba sola, quieta, casi muerta. Pero si yo hubiese abierto la caja de vidrio, la nube no hubiera sido arrastrada por el viento fuera del museo, no hubiera cambiado de forma sobre alguien que la mira con los brazos cruzados debajo de la cabeza, no hubiera llovido amorosamente sobre ningún campo. Se habría quedado quieta, exactamente igual que con la caja puesta.

Mi padre, como buen extranjero, investiga esta ciudad. Le gustan, por ejemplo, sus estatuas. Una vez me dijo que tal vez los porteños tienen tantas estatuas porque no pueden ver montañas. Investigando estatuas llegó a un depósito, creo que en el Jardín Botánico, en el que encontró la estatua, bellísima, de un esclavo negro. Estaba ahí porque le habían robado la cadena.

Cuando me contó, dijo que alguien lo había liberado y nos reímos. El esclavo, sin cadena, había seguido tan bello y quieto como antes.

En un libro de Rachel Cusk el moderador de un debate literario se sienta a conversar con ella, le cuenta que trabaja en una editorial, que su jefe va a estar ausente y él va a tener que trabajar más. Dice que a veces su hermana le deja a su hija, la sobrina del moderador, para que la cuide, y se queja de estas dos cosas. Rachel Cusk le dice que en vista de cómo habla de su libertad y la diligencia con la que la defiende, le gustaría saber en qué la usaría.

El moderador no puede responder.

De pie frente a la nube quieta, me doy cuenta de que el vidrio no es para ella: es para mí. Me encierra afuera, soy yo la que no puede, no ella. Soy yo la que no sabe de qué lado del vidrio está la libertad y de qué lado su ausencia. La libertad y su ausencia pueden parecerse y aún ser opuestas. La diferencia se hace visible en el sentido.

Me doy cuenta de que tal vez yo ya no sabría ser libre, como los pájaros de las pequeñas jaulas del pueblo. Ahora recuerdo: aquellos pájaros encerrados, cantaban.

 

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