Tres poemas de María Teresa Andruetto
De su último libro, Cleofé
Jueves 08 de marzo de 2018
Compartimos tres piezas de la escritora cordobesa, que además estará participando en el próximo Filba Nacional en La Cumbre.
Nacida en Aº Cabral en 1954, María Teresa Andruetto será una de las participantes del próximo Filba Nacional y aquí comparte con los lectores del blog tres poemas de su último libro, Cleofé, publicado por Caballo Negro.
La construcción de la identidad individual y social, las secuelas de la dictadura y el universo femenino son algunos de los ejes de su obra. Publicó los libros de poemas Pavese/Kodak, Beatriz, Sueño americano y Cleofé, los libros de ensayo Hacia una literatura sin adjetivos y La lectura, otra revolución, las novelas Tama, La mujer en cuestión, Lengua Madre y Los Manchados, los libro de cuentos Cacería y No a mucha gente le gusta esta tranquilidad, las nouvelles Stefano, Veladuras y La niña, el corazón y la casa y numerosos libros para niños. Obtuvo, entre otros premios, Novela Fondo Nacional de las Artes, finalista del Premio Rómulo Gallegos, Premio Iberoamericano a la Trayectoria en Literatura Infantil SM 2009, Hans Christian Andersen 2012 y Konex de Platino 2014. Traducida a diversas lenguas, su obra ha servido de base para la creación de otros artistas, se realizaron a partir de ella libros objeto, cortometrajes, espectáculos poético-musicales, coreografías, espectáculos de narración oral escénica y adaptaciones teatrales. En su interés por la escritura de otras mujeres codirige una colección de rescate de narradoras argentinas.
El paraíso es un árbol
De chica imaginaba el paraíso
como un árbol más grande que los reales,
con sus flores lilas, allá arriba. Melia
azedarach, cinamomo, agriaz,
había muchos en mi pueblo, enhebrábamos
collares con los estigmas de sus flores
y hacíamos tortitas con bumbulas amarillas.
Lila de Persia, orgullo de la India
con frutos purgantes, abortivos. Frente a la escuela,
había un patio repleto de esos árboles,
una mañana corrió entre los niños la noticia
y cruzamos hacia el cerco de ligustros
intentando ver la cuerda, el sitio oscuro,
hasta que la maestra nos devolvió a los gritos
al mástil, el himno, la bandera. Cuando voy
a la casa de mi madre, veo esos árboles
de frutos venenosos, vuelvo al vecino
que perdió una noche su sentido de vivir
y se colgó en el patio de la casa
esquina, la que tenía un bar
y un almacén.
Balidos
Balaban las madres
bajo los nubarrones de la víspera,
dóciles, fáciles de guiar. También
yo entré al corral. Ellas desconcertadas,
él con su ojo de águila. Lo vi manotear
a tontas y a locas. Le tocó a la cara
mocha, con algo de corriedale.
Un manotazo al cuero, a la enrulada
lana un manotazo. Después fue
atarle nomás las patas y colgarla
para que desangre. Prepará el mate,
dijo, y yo me distraje para no verla
cabeza abajo, la sangre en tierra,
la baba colgando, los perros
disputándose las tripas, bajo
el agudo balido de las madres.
Sólo escucho a la niña
Aprendí mucho de ellas, dice mi hija
por teléfono y comienza a nombrar
a abuelas, madres, tías… en la casa
que queda al pie del cerro, me enseñaron
a bordar, pirograbar, a hacer flores
de papel para los muertos. Me contaron
historias de mujeres, amores de ellas
mismas: alguien le decía mi tusquita,
otro entró a la historia del boxeo,
un cantor cantaba soy del treinta,
un gringo que pasaba por los campos,
una de ellas sedujo a un hombre joven,
otra se olvidó un día del marido,
y otra… las nombro como un mantra,
dice, Francisca, Cleofé, Petrona, Arcadia.
Laureana, Gregoria, Gioconda,
Juana, brotan sus nombres en el teléfono,
mientras la niña tapa con balbuceos
su voz de madre. Y entonces ya no escucho
sino a esa niña que habla con la fuerza
de lo que nace, como debe ser.