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Poesía

Tres poemas de María Teresa Andruetto

De su último libro, Cleofé

Compartimos tres piezas de la escritora cordobesa, que además estará participando en el próximo Filba Nacional en La Cumbre.

Nacida en Aº Cabral en 1954, María Teresa Andruetto será una de las participantes del próximo Filba Nacional y aquí comparte con los lectores del blog tres poemas de su último libro, Cleofé, publicado por Caballo Negro.

La construcción de la identidad individual y social, las secuelas de la dictadura y el universo femenino son algunos de los ejes de su obra. Publicó los libros de poemas Pavese/Kodak, Beatriz, Sueño americano y Cleofé, los libros de ensayo Hacia una literatura sin adjetivos y La lectura, otra revolución, las novelas Tama, La mujer en cuestión, Lengua Madre y Los Manchados, los libro de cuentos Cacería y No a mucha gente le gusta esta tranquilidad, las nouvelles Stefano, Veladuras y La niña, el corazón y la casa y numerosos libros para niños. Obtuvo, entre otros premios, Novela Fondo Nacional de las Artes, finalista del Premio Rómulo Gallegos, Premio Iberoamericano a la Trayectoria en Literatura Infantil SM 2009, Hans Christian Andersen 2012 y Konex de Platino 2014. Traducida a diversas lenguas, su obra ha servido de base para la creación de otros artistas, se realizaron a partir de ella libros objeto, cortometrajes, espectáculos poético-musicales, coreografías, espectáculos de narración oral escénica y adaptaciones teatrales. En su interés por la escritura de otras mujeres codirige una colección de rescate de narradoras argentinas.

 

 

El paraíso es un árbol

De chica imaginaba el paraíso

como un árbol más grande que los reales,

con sus flores lilas, allá arriba. Melia

azedarach, cinamomo, agriaz,

había muchos en mi pueblo, enhebrábamos

collares con los estigmas de sus flores

y hacíamos tortitas con bumbulas amarillas.

Lila de Persia, orgullo de la India

con frutos purgantes, abortivos. Frente a la escuela,

había un patio repleto de esos árboles,

una mañana corrió entre los niños la noticia

y cruzamos hacia el cerco de ligustros

intentando ver la cuerda, el sitio oscuro,

hasta que la maestra nos devolvió a los gritos

al mástil, el himno, la bandera. Cuando voy

a la casa de mi madre, veo esos árboles

de frutos venenosos, vuelvo al vecino

que perdió una noche su sentido de vivir

y se colgó en el patio de la casa

esquina, la que tenía un bar

y un almacén.

 

 

Balidos

Balaban las madres

bajo los nubarrones de la víspera,

dóciles, fáciles de guiar. También

yo entré al corral. Ellas desconcertadas,

él con su ojo de águila. Lo vi manotear

a tontas y a locas. Le tocó a la cara

mocha, con algo de corriedale.

Un manotazo al cuero, a la enrulada

lana un manotazo. Después fue

atarle nomás las patas y colgarla

para que desangre. Prepará el mate,

dijo, y yo me distraje para no verla

cabeza abajo, la sangre en tierra,

la baba colgando, los perros

disputándose las tripas, bajo

el agudo balido de las madres.

 

 

Sólo escucho a la niña

Aprendí mucho de ellas, dice mi hija

por teléfono y comienza a nombrar

a abuelas, madres, tías… en la casa

que queda al pie del cerro, me enseñaron

a bordar, pirograbar, a hacer flores

de papel para los muertos. Me contaron

historias de mujeres, amores de ellas

mismas: alguien le decía mi tusquita,

otro entró a la historia del boxeo,

un cantor cantaba soy del treinta,

un gringo que pasaba por los campos,

una de ellas sedujo a un hombre joven,

otra se olvidó un día del marido,

y otra… las nombro como un mantra,

dice, Francisca, Cleofé, Petrona, Arcadia.

Laureana, Gregoria, Gioconda,

Juana, brotan sus nombres en el teléfono,

mientras la niña tapa con balbuceos

su voz de madre. Y entonces ya no escucho

sino a esa niña que habla con la fuerza

de lo que nace, como debe ser.

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