La luz de las cosas
Martes 01 de diciembre de 2015
Tres poemas de la italiana Antonella Anedda (Roma, 1958), cuya obra fue traducida y antologada al cuidado de Jorge Aulicino y publicada por Hilos editora: una obra donde "las cosas, inhabitables en esencia, son permanentemente habitadas".
Por Antonella Anedda. Traducción de Jorge Aulicino.
"Una de las obsesiones de Anedda es mencionar la topografía: la otra, los días, horas y estado del clima, como si el poema fuera producto sincrónico con esos datos (...) Otra de sus obsesiones es el nombre y la sombra. Esto es, aquellos miles de millones perdidos en la historia, muertos sin nombre, en guerras que continúan sin fin, como si la especie humana debiera negarse a sí misma. (...)
Aunque el propósito de esta poesía no es rendir testimonio de las bondades del mundo, hay lugares y momentos -los verá el lector- de íntima reconciliación a lo largo de los poemas. Y aunque no es esta una poesía de la felicidad (...) tampoco es una poesía desarrapada y amarga. Es una poesía tersa, si se quiere, y, por sobre todo, sensorial, como si estuviera en secreta posesión de la natural inocencia de los acontecimientos naturales y aun, a veces, sociales".
Del prólogo de Jorge Aulicinoa
a
De Noches de paz occidental (1999)
a
I
a
Veo desde la oscuridad
como desde el más radiante balcón.
El cuerpo es el hacha: se abate sobre la luz
alejándola en silencio
hasta el paso más desnudo - el negro
de un tiempo que compone
en el espacio trillado por mis pies
una tierra lentísima
- prometida.
*
XIV
a
Bendita tú en la distancia
la más inocente de las cosas lejanas
refugio de mesa y manzana
una esfera, un piano y contra la alta llama del fuego
las dos formas familiares que cavan la nitidez de un vano.
a
Nada en realidad nos llama
pero nos acercamos a los objetos
como si fueran los ecos de una voz
el anuncio indefenso de otras vidas.
El agua negra, la silueta del perro contra el muelle.
Nadie puede llamarlos recuerdos y silbar de veras como entonces
pero vemos los tres cuartos, el disparo
de quien todavía vivía
y por un momento los armarios nos envían
un fuego errante la estrella incierta de un rostro.
a
Nada ha terminado nada es incluso profundo.
Hay sólo el rumor de una cal imprevista
y esa gritería entre los helechos que azotan las espaldas
gritería que no entendemos como les sucede en lo oscuro a los perseguidores.
a
Árboles, cuerpos, ráfagas contra los muros.
Basta un gesto: el revés de un codo que apaga una vela.
a
De golpe somos aquello que temblaba.
*
1999
a
Busca entre las cosas que amas la que morirá primero
el pedregullo que alzarás sobre el siglo que se desmorona.
No es necesario apurarse
sino mover la cabeza frente al dos que asoma
pararse entre las cifras - un agua
que espuma sobre las escaleras antes de invadir la casa -
hacer del mil un monte -modesto- como el Sinaí
y de los tres nueves, una estrella
en la oscuridad de la mañana.
a
No hay salvación en el demorarse de un milenio
simplemente los sonidos se levantan más densos en el viento
un susurrar de pájaros y de foresta.
Busca entre las cosas que amas la que morirá primero
combate no obstante el temblor.
Pero hablamos de velas, de auspicios imperfectos
sobras que abrazamos con fervor
y la lengua es la misma que se trae al emigrar de las islas:
una nube
en la garganta
que oscurece la dicción de los objetos.
a
De El catálogo de la alegría (2003)
*
Lo que del amor queda
a
Todo era bello aquella mañana, sin color. No fue más así ni antes ni después.
a
Cómo lo visible dispara de golpe lo invisible
cómo el espectro de tu rostro deja un halo sobre la caoba de los muebles.
a
Cuánto, mi amor que no eres amor resiste
el lugar que nos reunió:
minaretes con torres de recuerdo, grava
para decir cómo comenzó la historia, cómo se pierde
cómo ahora es una sombra ática, altísima, parada sobre su estela.
a