La filosofía poética de Montale
Por Miguel Fochesatto
Miércoles 08 de setiembre de 2021
"Indudablemente Montale es uno de los poetas más respetables del siglo XX": rescatamos un perfil del poeta italiano, quien "con su poesía nos invitaba a la decencia", a cargo de Miguel Fochesatto.
Por Miguel Fochesatto.
Cada vez que el tiempo me lo permite, vuelvo a leer una de las primeras páginas de mi agenda, un texto que copié de un prólogo de Jorge Luis Borges para una colección de cien obras que él creía de lectura imprescindible.
En este prólogo –donde, además, se declara como un excelente lector o, en todo caso, uno sensible y agradecido– nos dice que un libro es una cosa entre las cosas, un volumen perdido entre los volúmenes que pueblan el indiferente universo hasta que da con su lector, con el hombre destinado a sus símbolos. Ocurre entonces la emoción singular llamada belleza, ese misterio hermoso que no descifran ni la psicología ni la retórica. "La rosa es sin porqué", dijo Angelus Silesius. Siglos después Whisler declararía "el arte sucede". Borges termina con una expresión de deseo: Ojalá seas el lector que este libro aguardaba.
Ese texto me vino a la memoria cuando caminaba, como acostumbro, por mi lugar de trabajo. "Pensando la librería", como diría un viejo librero, rodeado de tantos libros en las mesas, en las estanterías. Libros viejos y libros nuevos, de autores clásicos y modernos, de muchos autores jóvenes que seguramente serán futuros clásicos... De repente me di cuenta de que estaba contento, agradecido de estar dentro de ese mundo tan particular: estar ahí en ese momento era una especie de privilegio. Un privilegio no desprovisto de cierta responsabilidad, de cierto sacrificio, pero que trae consigo una recompensa cercana a la dicha que tiene que ver con el conocimiento, el saber. Un saber que a veces en alguna medida se nos regala al darnos cuenta de que hay diferentes formas o maneras de pensar, de sentir, de vivir nuestra vida. Thomas Bernhard decía: me preparo para mí mismo, mi objetivo es el conocimiento y todo esto no es más que una preparación para mi objetivo.
No olvido que Arthur Shopenhauer decía que hay tres clases de escritores: los que escriben sin pensar, los que piensan para escribir y los que escriben porque han pensado. Quizás, haya más, pero a esta altura de la vida me estoy quedando con los últimos. Estoy eligiendo para leer a los que escriben porque han pensado, a esos escritores que están firmemente convencidos de que sin conocimiento son muy pocas –casi nulas– las posibilidades de ser alguna vez hombres libres.
Pero son muy pocos los que son capaces de instalarse en estas cimas de la desesperación, como señalaría Cioran. Porque nuestro punto de partida no es muy agradable, es nuestra sordidez, nuestro maldito Yo que nos limita, que nos miente, que prefiere que permanezcamos en la ignorancia, que suframos inútilmente y que nos llenemos de odio. Ese Yo casi siempre es predeterminado por fuerzas externas a nosotros mismos: fuerzas culturales, sociales, psicológicas, históricas, que le dan forma y lo definen. Los pensadores indios lo llamaban en sanscrito El ahankara: el hacedor de Yo. Para muchos es más cómodo y confortable "formar parte de", que enfrentarse al hecho irrefutable y contundente de que uno en realidad está solo, y aceptar de una vez por todas y para siempre que estamos enfermos de una necesidad tremenda de creer en algo o en alguien.
Me parece que en muchas ocasiones uno es un gran desconsiderado hacia sí mismo y, por consiguiente, hacia todo el resto. Bergson señalaba que el peor enemigo del hombre es el hombre mismo, es el hombre contra sí mismo, viviendo la vida de otros, un hombre extraordinariamente mezquino: tanto y tal es el miedo que tenemos al conocimiento de nosotros mismos. Preferirnos la distracción a comprometernos, preferimos apenas mojarnos los pies en la orilla que a sumergirnos en las profundidades de nuestro ser.
La vida puede ser maestra y no una infinita y prolongada repetición de estupideces, cualidad tan nefasta y perniciosa. Freud la calificaba como la única enfermedad incurable. O sea: la estupidez es incurable. Yo pienso que una de nuestras mayores estupideces –y no es un problema menor– es el hecho que nos dejamos seducir: nos encanta. Me animaría a decir que compramos casi todo lo que nos venden, nos enamora que nos vendan, que solucionen nuestros problemas a muy corto plazo, si es posible con recetas indoloras. Somos abiertamente cómplices. No tenemos la más mínima vergüenza, ni hablar de remordimientos. Somos compradores compulsivos. Compramos –ni más ni menos– condicionamiento: en todos los aspectos de nuestra querida vida es más económico que pensar por nosotros mismos.
Pero si estamos interesados en aprender –pensaba recorriendo las estanterías y las mesas repletas de libros–, si somos capaces de abrirnos a lo nuevo, quizás tengamos la suerte de que podamos vislumbrar mundos tan nuevos e inimaginables que nos sorprendería ni siquiera haber sospechado de su existencia. Pero en mi caso, a pesar de estar tan contento y tan agradecido, también creo que es bueno recordar y tener en cuenta que cuando uno lee no tiene que pensar con el cerebro ajeno, sino también con el propio. Ser partícipe de una pasividad activa. No hay que tragarse como un sapo todo lo que se escucha, si no uno termina atragantándose, indigestado.
Yo siento que el poeta, ensayista y crítico de música Eugenio Montale, a quien leo desde hace mucho tiempo, puede generar una tremenda fuerza. Una fuerza que quizás muy pocos poetas puedan brindar para tomar distancia de todo condicionamiento, de toda degradación dominante. Con un lirismo casi perfecto nos entusiasma en el escepticismo, con una poesía breve y concisa –donde cosas y hechos externos son signos y analogías del mundo interno– nos conmina a no ceder. Esta dicotomía entre el hombre exterior y el hombre interior tiene una presencia muy clara en su obra.
A pesar de la visión crítica y desesperanzada del hombre contemporáneo, del pesimismo, de la afirmación de que el hombre está preso, sin libertad, se puede decir sin temor a equivocarse que Montale fue un hombre que lo dio todo. Que fue extraordinariamente generoso para entregar su conocimiento fundamentalmente a través de la poesía, sabiendo que el camino es áspero y está lleno de malicia, que habrá muchas caídas y tropiezos por doquier. El hombre está aislado, está vacío. Pero el hombre interesado en desarrollar todo su potencial tiene la posibilidad real de encontrarse a sí mismo. Es casi un deber del ser.
Me tomé el atrevimiento de escoger dos poemas que, me parece, ilustran lo antes dicho –uno se titula "La vida oscila" y el otro "La verdad"– junto a tres fragmentos muy significativos de dos poemas extensos.
La vida oscila
La vida oscila
entre lo sublime y lo inmundo
con cierta propensión
a lo segundo.
Sabremos algo más
después de las últimas elecciones
que se harán allá arriba
o abajo o en ningún lugar
pues ya fuimos elegidos
todos
y quien no lo fue
está mucho mejor aquí,
y cuando se da cuenta
ya es demasiado tarde
les jeux sont faits
dice el crupier por última vez
y con su cucharón
barre las cartas.
La verdad
La verdad está en las roeduras
de polillas y razones,
en el polvo que sale de los muebles con moho
y en la corteza de los quesos bien curados.
La verdad es lo que queda, el sedimento,
no la asquerosa logorrea de los dialécticos.
Es una telaraña, puede durar,
no la destruyan con la escoba.
Es burla de escoliastas la idea de que todo se mueve,
la idea de que después de un principio viene un después
hace agua por todas partes. Saludemos
a los ineptos que no se embarcan. Sin ellos
nos irá mejor o nos irá peor
pero al menos podremos respirar.
…
El Creador fue increado y eso
no me atormenta. Si así no fuera
estaríamos todos a sus pies
(por decir algo)
infelices y adorantes.
…
He descubierto ahora que vivir
no es cuestión de dignidad o de otra
categoría moral. No depende,
no dependió de nosotros. La dependencia
a veces nos exalta, no nos alegra nunca.
…
También ha desaparecido el vacío
donde una vez podíamos refugiarnos.
Ahora sabemos que aún el aire
es una materia que nos grava.
Una materia inmaterial, lo peor
que nos podía tocar.
…
Eugenio Montale era intenso, innovador. Le encantaban las metáforas. Asumió siempre su compromiso y las consecuencias que derivan de ello, dueño de un sentido profundo y universal. El ser poeta para él era sinónimo de una responsabilidad tremenda. Era de una fortaleza admirable, podríamos aprender mucho de él. Dejaba traslucir que no tendría que haber barreras entre el inconsciente y el consciente: que uno tiene la capacidad de fluir, de llegar a ser más auténtico. Fundamentalmente no ceder, con su poesía nos invitaba a la decencia.
Montale nació en Génova el 12 de octubre de 1896 y falleció el 12 de septiembre de 1981 en Milán. Junto a Giuseppe Ungaretti fueron los dos poetas más importantes de la posguerra. Sobre Ungaretti decía:
"Él solo, en su tiempo, logró aprovechar la libertad que ya estaba en el aire, los otros no supieron qué hacer con ella, y cambiaron de oficio o gimieron incomprendidos."
Así era él, sin vueltas. Nunca escatimaba elogios para quien realmente lo merecía.
Su decencia, honestidad y sinceridad, en definitiva: su calidad de ser, serán inolvidables. Indudablemente Montale es uno de los poetas más respetables del siglo XX.