La pasión según HH
Jueves 22 de mayo de 2014
Una lectura de La obscena señora D de Hilda Hilst.
Por Valeria Tentoni.
“Las cosas no existen. / Lo que existe es la idea / melancólica y suave // que hacemos de las cosas”, escribió Hilda Hilst en uno de sus poemas. “Me vi apartada del centro de algo que no sé nombrar (…) yo en busca de la luz en una ceguera silenciosa, sesenta años buscando el sentido de las cosas”, dejó en el inicio de La obscena señora D. Fue publicada por primera vez en 1982 y se la lee como una obra narrativa, aunque en el prólogo de las traductoras Teresa Arijón y Bárbara Belloc se advierta es una incursión “más exactamente en la escritura sin corte de verso”. El libro está dedicado a Ernest Becker, escritor y antropólogo, quien planteaba el problema de la conciencia de la finitud en los seres humanos: “La idea de la muerte, el miedo a la muerte, acechan al animal humano como ninguna otra cosa”, escribió en La negación de la muerte. “Un día voy a comprender, Ehud / ¿comprender qué? / eso de la vida y la muerte, esos porqués”, se promete la Señora D, quien ha decidido vivir en el vano de la escalera y ahora, que su marido está muerto, ha perdido interlocutor.
Hilst nació en Jaú, São Paulo, el 21 de abril de 1930. Su mamá quería que fuese bailarina pero ella, en cambio, quería “escribir algunas cosas”. Además del volumen comentado, El Cuenco de Plata acaba de publicar Cartas de un seductor. A la biblioteca Hilst pertenecen títulos como Poemas malditos, gozosos y devotos, El cuaderno rosa de Lory Lambi o Presagio, su primer libro de poemas editado en 1950, aunque Francisco Véjar advierte que ella reconocía su debut casi diez años después con La pauta del silencio. Hilst pasó casi toda su vida en la Casa del Sol, una vivienda colonial que alzó en un extenso y selvático terreno de su madre cerca de Campinas a la que se mudó con treinta y tantos años y de donde no se iría hasta el final de sus días, en 2004. En ese aislamiento escribió más de cuarenta libros: poesía, piezas de teatro y crónicas. También criaría perros abandonados (llegó a tener 60 a la vez), y consultaría una biblioteca personal de más de 5000 volúmenes. Eder Chiodetto la entrevista en 2002 y recibe por explicación: “Me encerré en esta casa a los 33 años para crear una obra literaria. Fue en el auge de mi belleza. Renegué de mi agitada vida social, enamorados, familia, todo. Fue una actitud radical. Me entregué por entero. Cuando era joven ya escribía bien. Los críticos decían que no era posible que una mujer bella y joven escribiera de esa forma. Ahora que estoy vieja y fea, dicen que mis textos son de difícil acceso, que soy una loca”. Realismo mágico es otra de las etiquetas que se han fijado sobre su obra, aunque quizás corresponda una más larga: “Cómo no escribir como si una selva brotase entre las palabras cuando se vive en un lugar así, entre árboles y flores que parecen salidos del Codex Seraphinianus”.
Su alterego en la novela que comentamos, Hillé, la obscena señora D, es identificada “con D de derelicción”. El “abandono de una cosa con ánimo de poner fin a la propiedad que se ostentaba sobre ella”, ilumina la Real Academia Española sobre el concepto jurídico que un acto unilateral del dueño produce. Pero en esa definición quizás falte insistir sobre el punto más inquietante de esa acción del derecho real: la cosa que se abandona no pasa a formar parte de un patrimonio distinto. Por lo menos no hasta que se produzca una nueva apropiación. No cambia de dueño: queda sin dueño, disponible en el desamparo. Hilst estudió abogacía, pero abandonó el derecho rápidamente por lo que llamó “razones de incompatibilidad”, según se advierte en la solapa de la edición de El cuenco de plata –que también incluye en su catálogo a otros dos escritores poderosos que fueron abogados: Clarice Lispector y Juan Filloy. La primera, como Hilst, prácticamente tampoco ejerció. Filloy, en cambio, se pasó la vida con un pie en cada mundo (aunque al cordobés cabría mejor pensarlo como un ciempiés si es que se quiere comprender su personalidad multidireccional).
Lispector y Hilst comparten, todavía, algunos puntos más. En no pocas de las notas que se le dedican a Hilst se sugiere que presentarla tan cerca de la autora de La hora de la estrella podría borronear los contrastes que la destacan en la literatura brasileña (a Hilda todo entrevistador que la tuvo delante le preguntó por Clarice). Entiendo que es de una necedad más perniciosa que salvadora pasar por agua hermandades que no por involuntarias van a volverse inexistentes. En particular, La obscena señora D puede pensarse en juego con La pasión según G.H. En ambos casos, una trama en apariencia simple y una narradora femenina habilitan profundas reflexiones metafísicas sobre la vida, la muerte, el cuerpo y lo repugnante (algo interesante de leer en clave con El ocultamiento de lo humano de la ensayista norteamericana Martha Nussbaum).
“Vivir no es ser valiente, la valentía es saber que se vive”, escribe Lispector para ese personaje que es una mujer rica y aburrida, quien queda sola en la casa y decide meterse a fisgonear en el cuarto de la criada ausente. Y como quien busca encuentra, ella ahí encontrará una cucaracha que terminará llevándose a la boca. La experiencia trascendental que se relata en ese marco supone, como en la obra de Hilst al llevarse a la boca “el cuerpo de Cristo”, la comisión de un exceso que resulta delictual. Justamente, el personaje de Lispector se pregunta si no estará “huyendo hacia un Dios” por no soportar su propia humanidad. Sabe que está “comiéndose a sí misma” cuando come la cucaracha (“Dios es uno con su iglesia”).
“Tragaba el cuerpo de Dios cada mes, no como quien traga arvejas o roscas o sables, engullía el cuerpo de Dios como quien sabe que engulle lo Máximo, el Todo, lo Inconmensurable”, aparece en las primeras páginas de Hilst. “Por no creer en la finitud, me perdía en el absoluto infinito”, sigue.
Escribe Lispector, pero valdría en ambos casos: “Vivir la vida en lugar de vivir la propia vida está prohibido. Y ese pecado tiene un castigo fatal: la persona que osa entrar en ese secreto, al perder su vida individual, desorganiza el mundo humano”. “La escritora construyó textos al mismo tiempo estables e inestables (…) La inestabilidad propuesta de manera consciente por Hilda Hilst no registra un universo caótico; al contrario de eso, el caos sirve para dinamizar el orden, para crear textos con formas y ritmos múltiples, huyendo de la monotonía y de la simplicidad la mayoría de las veces, sabiéndoles valorizar cuando asumen una función en el texto”, explica Cristiane Grando.
De esas dos comuniones con la totalidad –que incluyen, por tanto, a esas partes del ser que tanto Hillé como G.H. preferirían no haber dado entidad con sus vidas– resulta lo obsceno, lo terriblemente desvergonzado. ¿Y qué fue lo primero que ganaron Adán y Eva al comer del árbol prohibido? La vergüenza.
Tamaño movimiento de vida –rebelarse contra la propia vida, en el sentido que Lispector da, para irse hacia la vida– ofende por desaforado, porque no respeta norma, regla, límite, constricción. “Nadie sabe hasta hoy qué es lo obsceno. Obscena para mí es la miseria, el hambre, la crueldad. Nuestra época es obscena”, se preguntaría en sus notas Hilst. Grando encontó en su prosa poética que “lo sagrado y lo profano, la trascendencia y la sexualidad frecuentan el mismo espacio textual”.
La obscena señora D también podría leerse en juego con Reina Amelia, de Marosa di Giorgio. También fue la primera incursión de la uruguaya en eso que insisten en llamar narrativa. Por mi parte, insisto: la condición de poeta no es algo que se pueda suspender. No creo que sea posible para nadie que sea poeta escribir ninguna cosa sin que esa música, ese ácido melifluo se aparezca entre los moldes para producir la juntura, o lo que sea que ocurra cuando un poeta empieza a escribir cualquier cosa que empiece a escribir y sí, estoy diciendo una cosa que puede pecar por exceso de pretensión de elocuencia o de entusiasmo o por exceso de exceso. Pero en este caso, por otro lado, combina perfectamente con el libro que se intenta comentar.
En la obra mencionada de Marosa, también, se atendió, antes que a nada, a lo pornográfico. “Sabemos que se respeta en los hombres, pensemos en Henry Miller… Pero a una mujer, ¿le es permitido escribir pornografía en Brasil?”, le preguntan a Hilda en la televisión nacional de 1990. “No. No está permitido. Tanto es así que dicen que estoy completamente loca”, responde, pero agrega que cree que la verdadera naturaleza de lo obsceno es la voluntad de conversión. “Henry Miller ya decía: yo quiero luz y castidad”, cita, y agrega que, de una cierta forma, lo repugnante produce nostalgia de la santidad, nostalgia de la castidad.
Hay un poema de Hilst que responde mejor que nada esa pregunta:
No es verdad.
No todo fue tierra y sexo
en mí
si soy poeta
es porque también
sé hablar de amor
suavemente.
Y como nadie sé
acariciar
la cabeza de un perro
en la madrugada.