Prólogos

Lecturas imaginarias

Por Diego Tatián

Compartimos las palabras introductorias a Lecturas imaginarias. Spinoza, la felicidad y la rebeldía de EME editorial: "En la estela de Les vies imaginaries de Marcel Schwob, estas pequeñas reconstrucciones -ni literarias, ni ensayísticas, ni filosóficas- parten de datos reales y con ellos lucubran sentidos".

Por Diego Tatián

 

“Maldito sea de día y maldito sea de noche, maldito al acostarse y maldito al levantarse, maldito sea al entrar y al salir; no quiera el Altísimo perdonarle, hasta que su furor y su celo abracen a este hombre…”, dice un pasaje del anatema leído en la Sinagoga de Ámsterdam el 27 de julio de 1656, contra un joven estudioso de las Sagradas Escrituras y comerciante de frutos y especias llamado Baruch Spinoza. Ese día, como es bien conocido, fue excomulgado por motivos nunca completamente dilucidados –aunque algunas versiones adjudican la tremenda punición a una insistente calumnia por parte de compañeros de estudio. Decidió no comparecer en la Sinagoga donde se iba a producir su destrucción y solo mandó un escrito, hoy extraviado.

Excomulgado: es decir condenado a la muerte social, a que ningún judío pudiera hablarle, hacerle favor, compartir el pan ni el mismo techo con él. Herem significa estrictamente “aniquilación”. Jean-Maximilien Lucas escribe en su vieja biografía del filósofo que, al enterarse de su excomunión, habría tomado la noticia con “júbilo” (“¡Enhorabuena! No se me fuerza a nada que no hubiera hecho por mí mismo, de no haber temido el escándalo. Pero, ya que se lo quiere así, entro con júbilo por el camino que se me ha abierto”). El camino que se abría, sin embargo, lo ponía fuera de la comunidad a la que pertenecía, lo arrojaba en el abismo económico, en el derrumbe de la vida tal y como había sido hasta ese momento. No hubo júbilo. No en ese momento. Cambió de ciudad. Cambió de cultura. Cambió de nombre (abandonó el judío Baruch por el latino Benedictus, tal vez recuperó el Bento portugués). Estudió las pasiones humanas bajo la premisa de “no burlarse, no lamentarse de ellas, ni denostarlas”, sino comprenderlas. La de Spinoza es una filosofía de la alegría y la felicidad que nace de la experiencia del odio, la persecución y la calumnia. Nace de la pérdida. Es una sabiduría de la pérdida.

A resguardo de cualquier patetismo, las primeras palabras de su primer escrito -el llamado proemio al Tratado de la reforma del entendimiento-  lo expresan con claridad conmovedora: la pérdida de todo lo que se tenía (“mi forma y el estilo habitual de vida”) como condición del pensamiento; el pensamiento como condición de “una alegría continua” más allá de la vanitas. Más allá del temor y de la esperanza. En esas breves primeras palabras de su obra, escritas en el mismo momento en que era despojado de todo lo que había sido suyo, enuncia el programa de construir una filosofía de la felicidad inmanente, y también -lo que es más importante- la búsqueda de una forma de vida desatemorizada y cauta. Pero no lo hace por mero interés intelectual, sino motivado por la exclusión que lo dejaba fuera de todo, menos del pensamiento: “lo mismo que el enfermo, que padece una enfermedad mortal, cuando prevé la muerte segura, si no se emplea un remedio, se ve forzado a buscarlo con todas sus fuerzas…”.

Resultaría de esa búsqueda la más intensa filosofía de la beatitud, posible por una experiencia de la pérdida. De la que hubo lecturas mayores, lecturas militantes, lecturas místicas, lecturas menores. Quisiéramos nombrar con esta última expresión una manera urgente de leer: instintiva, rapsódica, necesaria, motivada por la alegría (John Berger dibuja -“con tinta, saliva y un dedo”- árboles, frutos y flores a los que mira como los hubiera mirado Spinoza; Elsa Morante lo incluye entre los “Pocos Felices” que, como los niños, están salvando el mundo); el desastre (en el desquicio de la lengua, Paul Celan va en busca de la casa de Spinoza) o la adversidad (un ignoto resistente bengalí al colonialismo inglés, Malcom X, Nikólai Bujarin, leen a Spinoza en prisión).

En la estela de Les vies imaginaries de Marcel Schwob, estas pequeñas reconstrucciones -ni literarias, ni ensayísticas, ni filosóficas- parten de datos reales y con ellos lucubran sentidos que no necesariamente lo son, desembocaduras imaginarias (pero no infundadas), inflexiones políticas, y exploran aproximaciones imprevistas que se hallaban ocultas en escondrijos biográficos –o que, por verosímiles o por resultar de invenciones que no motivan incredulidad, puedan añadirse como una colectora menor a la historia de los efectos del texto spinoziano.

El método de trabajo es simple: se trata en cada caso de detectar el punto singular de una lectura imaginaria en base a un detalle, un poema, un pasaje, un libro, un comentario al pasar, un indicio político, y extraer de allí una deriva encriptada, la tangente que conduce hacia algo inadvertido o posible.

La vinculación del encuentro fortuito (una lectura siempre lo es) de un escritor y un libro de Spinoza con ciudades y fechas precisas, busca -si pudiéramos llamarlo así- un efecto de fotografía literaria: el día exacto, el lugar preciso…; una imposible recuperación de lo perdido en el río del tiempo, un hallazgo imaginario que restituye un episodio de lectura incierto o extraviado y sin registro a la trama de los hechos sucedidos alguna vez. Con todos ellos se buscó formar un delta, un conjunto azaroso de islas dispersas en una desembocadura muy alejada de cualquier origen.

D. T., Córdoba, 3 de abril de 2020

 

 

 

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