Las primeras bibliotecas del mundo
Miércoles 03 de setiembre de 2025
¿Cuándo y cómo aparecieron las primeras bibliotecas? ¿Cómo eran los libros en ese entonces? Nos asomamos a Los orígenes del libro, de Filippo Ronconi, exquisita novedad de Ampersand.
Por Filippo Ronconi.
El antagonismo entre el reino egipcio de los Ptolomeos y el micrasiático –de los griegos de Asia Menor– de los atálidas que reinaba en Pérgamo durante el siglo iii a. C. adquirió la forma de una competencia cultural entre las dos capitales, lo que culminó con la fundación de dos bibliotecas reales, primero la de Alejandría y luego la de Pérgamo. Las fuentes relativas a la creación de la primera son escasas y contradictorias, pues es difícil establecer si fue ideada por Ptolomeo I, inspirada por Demetrio de Falero (previamente un político de primera línea en Atenas, miembro del círculo de Teofrasto y autor de numerosas obras eruditas) o por su sucesor Ptolomeo II Filadelfo. En todo caso, esa biblioteca –que debía su nombre al templo consagrado a las musas que lo albergaba, en el centro del barrio imperial– desarrolló y puso en práctica a gran escala ciertos principios teorizados durante las décadas previas en el seno del círculo aristotélico de Atenas. El Museion reflejaba una concepción inédita de la relación entre poder real y producción cultural, pues nunca antes se había intentado reunir en una misma institución el conjunto del saber escrito de la humanidad. Las fuentes (el pseudo-Aristeas, Séneca, Aulo Gelio, Amiano Marcelino, Paulo Orosio, Juan Tzetzes, por citar solo algunos) sin duda exageran la amplitud de esa empresa y no se ponen de acuerdo en lo que contenía, pues mencionan entre 40.000 y 700.000 libros. Además, esa biblioteca –inmensa para la época y cuya organización desconocemos en gran parte– no era una institución solo patrimonial o consagrada únicamente a la conservación, sino que también contaba con alojamiento para investigadores que recibían un salario del soberano, originarios de diversas ciudades y regiones, y que debían compartir momentos simbólicos tales como el de las comidas. Por lo tanto, ese sistema implicaba formas de colaboración y rivalidad, como observó Timón de Fliunte al describir a esos eruditos como “garabateadores que se pelean sin cesar en la jaula de las Musas”. La competencia generada por esos conflictos entre eruditos, que se sublimaba en un espacio social regulado, dio resultados importantes en el plano cultural y libresco. Surgió una importante producción crítica de alto nivel, referida no solo a las ciencias matemáticas, la astronomía, la cartografía y la literatura, sino también a temas específicos de naturaleza biblioteconómica y filológica, pues se teorizaron criterios para establecer la paternidad de las obras anónimas, así como métodos avanzados de organización y gestión del patrimonio libresco.
El interés por temas tan específicos se debió a la naturaleza de la iniciativa puesto que, por primera vez, un número inusitado de libros y diversas copias de esos mismos textos que emanaban de lugares diferentes convergían en un mismo sitio. La posibilidad de consultar ejemplares de los poemas homéricos provenientes de Massilia, Argos y Sinope estimuló la confrontación entre diferentes versiones y determinó el desarrollo de una praxis filológica en sentido estricto. En ese marco, en la época del primer bibliotecario, Zenódoto de Éfeso, se instauró un sistema de signos marginales. Al elaborar una edición de los textos homéricos a partir de las versiones disponibles, este insertó marcas en los márgenes (obeloi) para señalar los versos cuya paternidad le parecía dudosa. Ese primer intento se perfeccionó rápidamente, pues entre los siglos iii y ii a. C., un sistema de signos más complejos que, entre otros propósitos, remitían a comentarios de rollos autónomos (hypomnēmata), parece remontar a los sucesores de Zenódoto, Aristófanes de Bizancio y Aristarco de Samos. Además, la acumulación en una misma biblioteca de numerosas obras geográficas, relatos de viajes y descripciones regionales engendró una reflexión sobre el espacio que, conjugada con las adquisiciones de la geometría euclidiana, permitió a Eratóstenes de Cirene (276-194 a. C.) desarrollar un tratado de geografía enriquecido con imágenes y, sobre todo, con un mapa que constituía una sinopsis geometrizada de la superficie terrestre.
En suma, si bien el propósito de la creación de la biblioteca del Museion era constituir un capital cultural inherente a una puja política de gran amplitud, no se limitaba al proceso simbólico de recolectar rollos sino también a estudiar detalladamente su contenido y resolver numerosos problemas de orden tanto teórico como práctico, como la conservación e identificación de ejemplares. Generalmente, los libros se apilaban en estantes dentro de armarios o nichos, como lo muestra este grabado realizado a partir del famoso relieve perdido de Neumagen (que probablemente databa de la época imperial romana).
Tal disposición, si bien permitía optimizar los espacios, exponía los rollos a un desgaste muy marcado. Con el fin de limitarlo, se resolvió utilizar como protección, de manera más sistemática que antes, estuches de pergamino o tela llamados diphthera en griego, más tarde paenula, toga y, menos frecuentemente, membrana en latín. En los siglos siguientes, según Libanio, esos contenedores llegaron incluso a convertirse en objetos de colección y los términos diphthera y membrana adquirieron otras significaciones. En el extremo de los soportes enrollados se agregaron etiquetas de pergamino o de papiro (sillyboi, sittyboi en griego, indicis o titulus en latín), donde se anotaba el título para que fuera visible sin necesidad de extraer el libro del estante. Sin embargo, la estratagema no garantizaba la identificación de los volúmenes en las diferentes salas, de modo que debieron colocar tablas, probablemente de madera, en la entrada de cada una para indicar los títulos de las obras que allí se guardaban. El término pinax, que significaba originalmente “tabla” o “plancha”, remitió a partir de entonces, en plural (pinakes), a listas biobibliográficas: Calímaco denominó Pinakes a una obra de 120 rollos que constituyó un ensayo de clasificación de obras por géneros literarios y según el orden alfabético de nombres de los autores (kanones). Ese trabajo considerable aparentemente incluía datos detallados de cada obra (especialmente el incipit y el número de volúmenes) y herramientas de desambiguación de autores. Ese “mapa de la paideia griega”, revisado por su sucesor Aristófanes de Bizancio, fue durante varios siglos un punto de referencia para eruditos y bibliófilos.
Desde una perspectiva más general, merecen destacarse dos factores posteriores. Por un lado, al abandonar definitivamente la dimensión de las “performances rituales y cívicas en vivo” de la polis arcaica y clásica, la fase helenística (con su movimiento de conservación masiva) introdujo los textos en una dinámica de larga duración, ligada al desarrollo de una erudición que se hizo cada vez más libresca. Por otro, hay que recordar la creciente movilidad de los libros en el Mediterráneo. En efecto, en la época de Ptolomeo II Filadelfo (ca. 309/308-246 a. C.), de Atenas y Rodas se importaron rollos destinados al Museion, y bajo el reinado de su sucesor, Ptolomeo III Evergetes, la biblioteca habría dispuesto de un fondo llamado “de los barcos”, compuesto por libros que, por un decreto real, se les confiscaban a todos los navíos que transitaran por el puerto de la ciudad. A cambio de una importante caución, el mismo soberano habría logrado obtener en préstamo los ejemplares oficiales de los trágicos atenienses que había ordenado realizar el orador Licurgo en el siglo iv a. C., aunque no los restituyó. Galeno comenta que, a causa de la creciente demanda de parte de los emisarios de los Ptolomeos, los copistas griegos emprendieron por primera vez la transcripción, en un único y mismo rollo, de numerosas obras de diferentes autores (en sus palabras, los rollos grandes se vendían a un precio más elevado que los pequeños). Para el erudito, esos procesos de yuxtaposición textual acarrearon una serie de atribuciones falsas; además, el desarrollo de la biblioteca de Alejandría habría impulsado el mercado de falsificaciones, que afectaron especialmente a las obras de Esquilo, Sófocles, Eurípides, Platón, Aristóteles e Hipócrates.
No obstante, si bien las grandes bibliotecas helenísticas habitan desde siempre el imaginario de los eruditos, su incidencia en la producción y circulación libresca es difícil de estimar. Por eso los efectos de la gigantesca empresa alejandrina no parecen reflejarse en los rollos que circulaban en el interior de Egipto en la misma época. Recién en los siglos posteriores, gracias a la acción de unos pocos eruditos, solo algunas ediciones elaboradas en la biblioteca pudieron ser recuperadas para luego penetrar la tradición manuscrita de la Antigüedad tardía. Eso se debió probablemente al hecho de que el Museion nunca constituyó un lugar de consulta para el público general sino más bien una institución elitista, ornamento de una corte que hizo de los libros, de los eruditos y de sus estudios instrumentos de una estrategia de poder a gran escala. Si bien otra biblioteca en la misma ciudad, la del Serapeum, teóricamente estaba abierta a todos, era mucho más modesta que la del Museion.
Sea como fuere, la modificación profunda del rol y la difusión de lo escrito y del libro en la época helenística (como consecuencia del desarrollo casi simultáneo del aparato burocrático, de una política cultural voluntarista y del surgimiento de lectores promedio) se manifestó también en las artes plásticas y en la pintura en vasijas. En efecto, aunque una iconografía del rollo y de lectores y lectoras ya se había desarrollado, y no por azar, entre los siglos v y iv a. C., se difundió recién durante la fase helenística, con una estandarización de la figura del erudito, sistemáticamente representado desde entonces con un rollo en las manos. Ese objeto se convirtió en su atributo principal y caracterizó también a poetas y gramáticos. Este código iconográfico, que desde el siglo ii a. C. impregnó las artes menores (como lo atestiguan numerosos objetos de tierra cocida), se transmitió al arte romano y luego al mundo bizantino. Durante esa transferencia, el rollo en las manos del emperador se convirtió en Roma en el símbolo del derecho, mientras que en Bizancio representó el pacto entre Dios y el ser humano.
