Columnas

La rebelión de los objetos

Joseph Racknitz (1789)

Ordenador

"Es imposible escribir dos veces el mismo texto, exactamente igual, porque lo que me domina cuando escribo está más allá de mí". Una computadora rota, la imposibilidad de escribir y la venganza de las cosas que no saben cobrar vida sin órdenes humanas.

Por Virginia Cosin.

La rebelión de los objetos. Una teoría que no se sustenta en nada. Ni en la lógica, ni en las estadísticas. Sólo en algunas comprobaciones fácticas que tienen más de mística respaldada en el azar y la percepción que en algo así como la “realidad”. Cuando un objeto se rompe, parece que todos, a la vez, decidieran romperse. Las casas se quejan. Otra teoría: cuando hay una mudanza inminente, un viaje, algún tipo de abandono, se vengan. Mi hipótesis paranoica por estos días es que ahora que, por fin, estoy bien, y con estar bien quiero decir que sostengo un trabajo de forma continua y he adquirido cierta sistematización que en otros tiempos, cuando navegaba en las aguas turbias de una angustia omnipresente, me resultaban imposibles, la casa, mis cosas, quieren retenerme en ese otro estado, llevarme a ese otro tiempo: el de la nada, el del no-tiempo mortífero.

Primero, la notebook. En enero, durante mis vacaciones, el cablecito que carga la batería dejó de hacer contacto. Si lo enchufaba y lo movía, como masajeándolo, enganchaba, y el iconito inferior de la derecha indicaba que estaba funcionando. Pero, de un momento a otro, un sonido que se convirtió en el anuncio del terror me avisaba que se había desconectado y que la computadora se apagaría en pocos minutos. Con fe casi religiosa sostuve la creencia de que solo, así como se había roto, volvería a la normalidad. Pues no. Un día quise encenderla y nada. Estaba muerta. La llevé a un service (el oficial) en el que, juzgué, querían estafarme cobrándome una pequeña fortuna sólo por hacer el diagnóstico, y me fui indignada. La llevé a otro en el que fueron más amables y honestos pero no por eso más útiles: lo que se había roto era no se qué coso interno, cuyo repuesto es difícil de conseguir. El anuncio me lo hicieron telefónicamente y desde entonces la máquina yace en estado vegetativo, seguramente apilada en el depósito, hasta que yo decida retirar el cuerpo y ver qué hago con los órganos que todavía se pueden aprovechar.

Ahora escribo en una máquina prestada, una notebook que descartaron por vieja y que se apaga cada cinco minutos, o se reinicia sola. Una prevención del sistema operativo para protegerse de vaya a saber qué. De modo que esto que estoy escribiendo ahora puede que desaparezca de la pantalla en cualquier momento, que se borre por completo de la memoria artificial, y de forma parcial, en la mía. Quedarán algunos vestigios, una idea más o menos vaga de lo que escribí, pero cuando intente reproducir la misma nota en un nuevo documento será imposible hacerlo de forma idéntica, palabra por palabra, punto por punto, coma por coma.

Me pregunto por qué. ¿Acaso no seré la misma dentro de diez minutos, cuando después de sufrir un arrebato de nervios porque no guardé la información que ahora estará irremediablemente perdida, abra un documento nuevo? ¿Qué habrá cambiado en mí, en mi modo de pensar, de ver el mundo o mi propia tragedia, de mi experiencia, de mi escritura?

Quizás, me digo, es imposible escribir dos veces el mismo texto, exactamente igual, porque lo que me domina cuando escribo está más allá de mí. Lo que guía mis dedos sobre el teclado, lo que borra, vuelve atrás, piensa y transcribe es lo otro de mí. Escribo para ir a su encuentro, pero una vez que me atraviesa y me transforma, me abandona. No puedo explicarlo. No puedo repetirlo. Está impreso en algún lado, pero oculto e inaccesible. Ahora que me detuve a pensar cómo seguir, y que fui grabando el documento (no sea cosa), me acuerdo de la gracia que me hace ver en las películas sobre escritores a los actores que los interpretan golpear el teclado de sus máquinas de escribir, o sus computadoras, con ritmo frenético y continuo, supuestamente apoderados de una inspiración febril. Como si tal cosa existiera.

¿Escribiría lo mismo que estoy escribiendo si ahora en lugar de presionar teclas y ver aparecer las letras, las palabras, frente a mí en la pantalla, estuviera escribiendo en un papel y con lapicera (o pluma: cuando uso la tecnología manual, prefiero usar pluma, me gusta cómo corre la tinta sobre el papel)? Tal vez. Pero en lugar de borrar todo lo que borré yendo hacia atrás con la tecla de delete, la hoja estaría tachada, manchada, y su visión quizás me deprimiría un poco, o me desalentaría, o por el contrario, me daría más tiempo para detenerme a esperar que vengan otras imágenes. ¿Pensaré más rápido o diferente si escribo en una máquina o en un papel? ¿Me acordaría de las mismas cosas? ¿El movimiento de mi mano, de acuerdo a lo que uno u otro dispositivo imponen, determinaría una forma distinta?

Lo único que sé hoy es que el deceso de mi notebook puso mi mundo patas para arriba. Y que ahora tengo que ocuparme también de los caños de mi baño, que no pudieron esperar a que se me rompiera una cosa por vez.

 

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