Columnas

La escritora (torturada) en vacaciones

"Creo que conjuro el temor de escribir, escribiendo que me da miedo. Asocio escritura con dolor y también con placer. Con la puntada que ataca el vientre y obliga a doblarse en dos para que, gracias a la presión que ejerce el pliegue sobre el abdomen, algo salga disparado."

Por Virginia Cosin.

Creo que conjuro el temor de escribir, escribiendo que me da miedo. Asocio escritura con dolor y también con placer. Con la puntada que ataca el vientre y obliga a doblarse en dos para que, gracias a la presión que ejerce el pliegue sobre el abdomen, algo salga disparado. Asocio escritura con excreción. Tiene que salir. Por algún lado eso tiene que salir. Y lo que sale es un cuerpo (de letra). Un pie (de página), una cabeza o un encabezado. Sin ningún orden, torcido, deforme, pero, en el mejor de los casos, vivo.

Dice Deleuze que “Sostenerse en pie por sí mismo no es tener un arriba y un abajo, no es estar derecho (pues hasta las casas se tambalean y se inclinan), sino es el acto mediante el cual el compuesto de sensaciones creado se conserva en sí mismo”.

Escribir es, a veces, una tortura china.

En el capítulo 3 de El sentido olvidado, editado por Mardulce, Pablo Maurette habla del lingchi, la forma de ejecución reservada para los crímenes más aberrantes practicado en China desde los tiempos de la dinastía Liao (siglo X). Lingchi, explica Maurette, se traduce como “muerte por mil cortes” y consiste en atar al condenado a un poste y cortarlo en pedazos. Pero el castigo no cobra efecto por el dolor que infiere al cuerpo (al condenado se le inocula una droga para que no sienta nada) sino por el desmembramiento simbólico al que se lo somete.

Sigue Maurette: “El ser humano se percibe como una sumatoria de partes, pero esta percepción está garantizada por una experiencia primordial subyacente: la experiencia de ser una unidad indivisible e inalienable. El lingchi es un atentado contra esta experiencia primordial”.

Pienso también en Kafka, para quien el peor de los castigos es morir desangrado por la acción de una aguja que tatúa en el cuerpo del acusado la pena que se le otorga y él mismo desconoce.

En los dos casos la tortura imbrica cuerpo y desconocimiento. La escritura, también.

Para encontrar una sintaxis que construya la sensación que el cuerpo experimenta es necesario proceder como con un cuchillo. Escribir es desmembrar y, luego, tejer, montar. El tejido hace lugar a un sujeto ectópico que la madre recibirá con amor y asco: la criatura nunca se parece a eso que soñó, a lo que esperaba encontrar, parir, engendrar.
Sin embargo, si respira, lo acuna. Le da besitos. Si nace muerto lo hace un bollo y lo envía a la papelera de reciclaje o lo condena al olvido. Llora un rato pero al tiempo practica una nueva cópula –lectura de materiales diversos, evocación de recuerdos, percepción del instante– para volver a engendrar.

Lo que queda atrapado, preso, es lo que duele. El pus de la infección encerrado por una capa de piel que se levanta. En “Enfermer” (cerrar), en “Enfermement” (encierro), dice Edmond Jabés, resuena la palabra infierno. La expulsión puede generar algún tipo de sufrimiento, el pinchazo duele, pero deriva también en cierto placer.

Escribe Valerio Magrelli en La vecindad de la carne (también de Mardulce): “Con mis disturbios mantengo la misma relación que un pintor de domingo con el arte: nada serio, sino una larga costumbre lateral y un ligero talento”.

Ahora escribo en un monoambiente cerca de la playa. Pensaba hablar del mar, de la arena, del sol, de lo que quema y pigmenta o convierte lo crudo en cocido, del color de las brasas en la parrilla o los fuegos artificiales, cuyos chisporroteos me llegan arrastrados por el viento. Pensaba escribir algo liviano, como los barriletes que los chicos remontan cerca de la orilla.

Pero soy “la escritora en vacaciones” y, para citar otra vez a Magrelli –mi lectura favorita en estos últimos tiempos– “…cargo conmigo mismo, soy mi promontorio, siempre presente en mí, siempre al borde del acantilado, siempre demasiado”.

***

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