Columnas

La cuenta

Foto de Alejandra López.

Martín Kohan entrega una nueva columna alrededor del "trance de estar volviendo de la literatura a la realidad": levantar la vista es salir del libro.



Por Martín Kohan



Ese momento, en los cafés, en el que levantamos la vista y buscamos al mozo: queremos pagar. Lo vemos, nos ve; hacemos con la mano en alto el gesto de escribir, que en este caso no significa escribir, que en este caso significa “la cuenta”. El mozo asiente. Nos va a cobrar.

Pasan, no obstante, tres minutos, cinco minutos, diez minutos, y el mozo no viene. No viene y no nos cobra. No viene, no nos cobra y nos tenemos que ir. Lo buscamos otra vez con la mirada. Lo vemos, pero no nos ve. Rehúye esa mirada. Busca algo para hacer y de esa forma se escabulle.

¿Qué está pasando? Lo entendemos, finalmente. El mozo al que hemos llamado no es el que nos atendió y por ende no va a traernos la cuenta. El mozo que nos atendió está del otro lado, es que el que limpia aquella mesa con un trapo, lo habíamos pasado por alto, llamamos al que no era.

Ahora bien, ese mozo al que llamamos, el que no era, cuando nos vio, ¿por qué asintió? ¿Por qué nos dio a entender que vendría y nos cobraría? O en todo caso, para atenerse al reparto de mesas que como mozos establecieron, ¿por qué nos dio a entender que le avisaría a su compañero para que él viniera a cobrarnos?

No lo hizo. ¿Por qué no lo hizo? También lo entendemos, finalmente. Ha querido aleccionarnos (ha querido y lo logró). Nos instó a que nos fijáramos mejor. Nos dejó esperando, en vez de avisarnos, para que nos diéramos cuenta solos, por nosotros mismos.

Esa lección, que suponemos que calculó, contiene otra, tal vez no prevista. ¿Por qué “levantamos la vista”, de qué la levantamos, cuando nos dispusimos a llamar al mozo (y llamamos al que no era)? La levantamos porque estábamos leyendo, la levantamos de la lectura.

De manera que la confusión entre un mozo y el otro, o la distracción de llamar al que no era, o el desinterés por ser precisos para acertar con el mozo indicado, correspondió ni más ni menos que a ese trance de estar volviendo de la literatura a la realidad. El pasaje entre el mundo del libro, que estábamos leyendo en ese momento, y el mundo real, en el que habitualmente vivimos.

El pasaje objetivo es inmediato: tan pronto como levantar la vista. Pero la transición, en nosotros mismos, puede llegar a demorarse más. Por eso volvimos al mundo real, y en ese mundo llamamos al mozo, sin habernos salido en verdad, o sin habernos salido del todo, del libro que estábamos leyendo, del acto mismo de la lectura. Por eso la confusión, por eso la distracción, por eso el desinterés. Nuestra relación con la realidad del mundo no está aún del todo ajustada, no se restableció todavía del todo. Y antes de que ocurriera, o terminara de ocurrir, llamamos al mozo y le pedimos la cuenta.

El mozo ante eso asintió, pero no vino. Ya sabía que no vendría, y sin embargo asintió. Fabricaba, de esa manera, un tiempo intermedio, un tiempo de espera, que fue un tiempo de adaptación. Un poco como “se acostumbra” la vista al entrar en un lugar oscuro (lo que es como el mito platónico de la caverna, pero al revés).

Viene por fin el mozo, el mozo que era, nos trae la cuenta, la pagamos. Le dejamos una buena propina. Ojalá se la repartan. Porque no es solamente para él. Es también para el otro mozo. 

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