Columnas

Imágenes, imaginación

Martín Kohan lee la correspondencia entre Virginia Woolf y Victoria Ocampo, publicada por Rara Avis.



Por Martín Kohan.




Pudo haber una pelea final, y por suerte no la hubo. Porque eran las últimas cartas que alcanzaban a mandarse, aunque ellas no lo supieran, y acaso no habría quedado tiempo para una reconciliación. Virginia Woolf estaba molesta, molesta con Victoria Ocampo. Y se lo dijo, se lo escribió: “Disculpe esta franqueza; pero si usted es honesta, yo también”. Un reproche directo, tajante. Varios meses después (casi un año), en su demorada carta siguiente, sin desdecirse, sin retractarse, matizó lo que había dicho, lo atenuó en un no es para tanto. Y quedaron Virginia y Victoria tan amigas como siempre. Mejor así, porque después de eso la correspondencia llegaría a su fin. Y meses después, Virginia Woolf se mataría.

Las relaciones simétricas no existen, ni en el amor ni en la amistad; pero hay distintos grados de disparidad, distintas formas de lo desparejo. Victoria Ocampo conocía muy bien el mundo de Virginia Woolf: conocía Londres (e incluso su casa), hablaba inglés a la perfección, leía sus libros, compartía fluidamente su universo de referencias y hasta su sensibilidad. A Victoria Ocampo, en cambio, Woolf tenía en buena medida que imaginarla: “Pero aún no logro armarme una imagen de usted”. A ella misma no, porque la conocía; pero su vida sí. No conocía su país, no conocía su ciudad, no conocía su lengua (Ocampo le hizo llegar el primer volumen de sus Testimonios; Woolf lo apreció y lo agradeció, lo que no pudo hacer es leerlo). Por alguna razón, que nunca hizo falta aclarar, Virginia Woolf dio en imaginar a la Argentina como un país abundante en mariposas. Y Victoria Ocampo, como para no desmentirla, le regaló un panel de mariposas enmarcado (Virginia Woolf lo colgó en su casa).


Ese factor preponderaba entonces en lo que iba de Virginia a Victoria: la imaginación. Por eso resulta significativo que el conflicto que se suscitó entre ambas haya tenido que ver con la imagen, pero con la imagen en su condición más fehaciente, la del orden de la verificación, es decir: con la fotografía. No la imaginación, que se activa frente a una realidad remota que en verdad se desconoce, sino la imagen fotográfica, que se aplica a una realidad presente para reproducirla tal cual es. A Virginia Woolf no le gustaba que le tomaran fotos. Y Victoria Ocampo, que no lo sabía, cayó en su casa con Gisele Freund para que la retratase. De hecho, es lo que hizo: la retrató. Y no precisamente poco; fue toda una sesión de fotos, que Virginia soportó sin decir nada.

Lo dijo, pero lo dijo después, y por escrito, en una carta embravecida: “Dos veces puse excusas para no tener que posar para Madame Freund. Y entonces usted la trajo sin avisarme, y eso me convenció de que sabía que yo no quería posar, y me estaba forzando a hacerlo. Como de hecho sucedió”. Ella podía decir de Victoria lo que Blanchot diría de Michel Foucault: “tal y como yo la imagino”. Por su parte, sin embargo, y tal vez en razón de eso mismo, no quería quedar ella misma fijada en imágenes.

Hubo tiempo para un no es para tanto. No lo hubo para que se volvieran a ver.


(Las citas corresponden a Victoria Ocampo / Virginia Woolf. Correspondencia. Rara Avis).

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