Columnas

Haciendo las valijas: los libros de vacaciones

Sagasti, Markson y Thomas Mann

La pregunta sobre qué leer se convierte, en esta columna, en otra pregunta, más inesperada: ¿conviene leer en vacaciones? "En vacaciones hay que leer libros especialmente diseñados para una atención dispersa. Esto no es una novela, el genial experimento de David Markson, es un buen ejemplo".

Por Luciano Lamberti.

 

Ahí lo tienen al hombre casado armando su valija para las vacaciones, pensando en qué libros llevar, diciéndose que probablemente no tenga tiempo de leer nada, o de leer solo de a puchitos, mientras la vida lo distrae. No es joda llevar libros para las vacaciones. Un mal libro, en el sentido de “un libro que no sirve para las vacaciones”, es capaz de arruinar muchos bellos momentos de esparcimiento. Lo sabe por experiencia propia, porque cuando era joven e inocente pensaba que las vacaciones eran la ocasión para leer a los clásicos, porque hay más tiempo, porque uno está mejor dispuesto, porque en una hamaca paraguaya la escritura elegante de todos aquellos monstruos del siglo XX y del XIX no iba a representar ningún problema. ¡Patrañas!, se dice el hombre casado, ahora, mientras mira su valija abierta sobre la cama, como una boca hambrienta que grita: "Llename". Se recuerda, entonces, al borde de una pileta, en un estado mental bastante desastroso, intentando (y no pudiendo) pasar las páginas de La montaña mágica, de Thomas Mann. Se recuerda sudando a chorros con la primera parte de la historia, y puteando a todos los que la consideraban una genialidad indiscutible, y sintiéndose bobo, poco culto, nada interesante, porque seguramente debía ser una genialidad indiscutible pero no para él, no para su estado mental ni esa pileta alrededor de la cual sus amigos bailaban en cueros, con lentes negros. Se recuerda dejando de lado ese libro y acudiendo desesperado al plan B, la novelita de Stephen King que se llama El cuerpo y que sirvió de base para la gran película Cuenta conmigo, que en unas pocas páginas tenía su inicio, su medio y su final, su tema, su tensión y su belleza, sin necesidad de tantos tuberculosos.

Bien, se dice el hombre casado, mirando la valija abierta. Clásicos no. A los clásicos los leerá en el subte, en el baño y mientras su hijo practica natación, y eso solo si no lo ponen a dormir, que eso no se lo perdona a ningún libro por más que provoque el temblor de intelectuales bigotes. En vacaciones la atención, confesemosló de una vez por todas, se dice el hombre casado, está más dispersa que nunca. En vacaciones hay sol, hay agua y hay, en general, turistas, dispuestos a charlar a los gritos, a compartir sus espeluznantes gustos musicales y tirarte por la cabeza con una pelota de goma generalmente de muchos colores. En vacaciones hay que leer libros especialmente diseñados para una atención dispersa. Esto no es una novela, el genial experimento de David Markson, es un buen ejemplo. Más acá, cualquiera de los libros de Luis Sagasti tienen ese mismo funcionamiento: son enciclopedias rotas, fragmentarias, fascinantes, y reproducen en la práctica de su lectura lo que hacemos al navegar en internet: el picoteo infinito.

¿Y si releo?, se pregunta el hombre casado. ¿Si vuelvo a lo seguro, a mi Guardian entre el centeno, a mí La Carretera, incluso a mi Rayuela o mi Sobre héroes y tumbas? A veces releer es más productivo que leer. A veces, a medida que envejece, el hombre casado piensa que todo lo que valía la pena, lamentablemente, ya se terminó. ¿Y si leo los libros que me compré y nunca leí, esos que me llevé a casa con gran entusiasmo y expectativa, y que al llegar de pronto y sin razón alguna me parecieron feos, como si el universo mismo hubiera cambiado en el trayecto que va de la librería a mi casa, y quedaron en los estantes de la biblioteca, intactos pero cubiertos de polvo como las viejas vírgenes en las novelas de García Márquez? ¿Sería un error obligarme a leer esos libros? ¿O debería dejarlos donde está para ir a comprar otros? ¿Qué más intenso que el placer de caminar con algunos mangos en el bolsillo (cosa cada vez más improbable para él, por como viene la mano) perdiendo el tiempo en una librería, guiándose como en una selva oscura por la cara suplicante de los libros, que piden como cachorritos que los adoptes.

¿Y si no leo nada?, se dice el hombre casado. Después de todo los libros están carísimos, siempre lo han acusado de evadirse metiendo la nariz en un libro, la lectura, como todo el mundo sabe, termina deformando la realidad: nos hace pedirle cosas a la vida que no puede dar, cosas que solo tiene la ficción, como intensidad, tensión o sentido, directamente. Mejor me dedico simplemente a vivir, se dice el hombre casado, como en un gran descubrimiento. Y cierra su valija y se acuesta, feliz, en la cama.

(Dos días después, ya de vacaciones, está hurgando, transpirado y nervioso como un drogadicto en abstinencia, las bateas de la librería de un pequeño pueblito turístico. Se lleva siete libros, de los cuales no necesitaba probablemente cinco o seis, pero ahí lo tenemos, con sus bolsas, feliz y ansioso como un drogadicto que ha conseguido su dosis y está cerca de pincharse el brazo).

 

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