Filba

Escombros

Por Horacio Castellanos Moya

"Había pasado más de media hora desde que los combates terminaron, cuando los últimos enemigos atrincherados en esa casa se habían rendido, pero el tufo a pólvora era aún denso". El texto que el autor de Moronga leyó en el recorrido de la fotogalería FOLA, sobre una obra de la muestra "Congruencias" que expone obras de Walker Evans, Jim Dow, Fernando Paillet y Guillermo Srodek-Hart.

Por Horacio Castellanos Moya.

 

 

–Vamos a fumigarlos –dijo el Negro Héctor, impasible, mientras se acomodaba en la única silla que había quedado entera.

Chito lo miró con sorpresa, como si no hubiese entendido.

Estábamos los tres entre los escombros de lo que había sido la comandancia del enemigo. La pared de la fachada era la que más había resentido el embate, en especial la última andanada con el lanzagranadas.

La luz de la madrugada se filtraba por los huecos del techo de teja, alumbraba el polvillo suspendido en el aire.

–Son muchos –dijo Chito desde el trozo de adobe sobre el que se había sentado, con el fusil sobre los muslos, cerca de la mesa. Se atusaba el bigote, como solía hacer cuando estaba tenso.

El Negro encendió un nuevo cigarrillo con la colilla del anterior. Lo miró durante un rato, mientras exhalaba el humo, en silencio, tranquilo.

–Por eso mismo, porque son muchos –dijo, al fin–, no podemos llevarlos con nosotros ni dejarlos sueltos. Vamos a fumigarlos.

Yo permanecía de pie, con ganas de salir en busca de algo para desayunar, pero el Negro me había ordenado que lo siguiera a la comandancia. Era una casa más del pueblo, donde los paramilitares habían instalado su puesto de mando. A través de un boquete en la pared, observé la habitación contigua, que debió haber sido el comedor: un cuadro de la Última cena yacía descalabrado entre los escombros. Hacia el lado del patio, distinguí una especie de horno, como si antes hubiese funcionado un taller o panadería.

Había pasado más de media hora desde que los combates terminaron, cuando los últimos enemigos atrincherados en esa casa se habían rendido, pero el tufo a pólvora era aún denso, como untado a nuestros uniformes. Tendríamos que retirarnos pronto, antes de que llegaran refuerzos a tratar de emboscarnos.

–¿Cuántos son? –me preguntó el Negro, como si no lo hubiese sabido, como si él no hubiese sido quien caminaba detrás mío durante el conteo de los hombres que yacían tirados en la calle polvorienta, boca abajo, con las manos en la nuca, con la mueca de la derrota, percudidos y exhaustos, mientras Toño y Rudy los iban atando.

–Treinta y dos –dije volteando hacia la mesa despatarrada, donde habíamos amontonado sus documentos de identidad.

–Y cuántos heridos nuestros tenemos... –dijo el Negro, pero sin la entonación de una pregunta, mientras exhalaba una bocanada de humo.

Pensé en Servando, quien había caído a mi lado, con el hombro izquierdo reventado, y ahora yacía tendido en una hamaca, al igual que otros siete a quienes tendríamos que cargar en el repliegue.

–No podemos fumigarlos –masculló Chito, removiéndose incómodo sobre el trozo de adobe–. No podemos comportarnos como ellos –luego se puso de pie y volvió a atusarse el bigote apoyado en el fusil.

–No nos comportaremos como ellos –dijo el Negro Héctor.

 

 

 "Panaderia de Bernardo Giambattista " (1922), del fotógrafo argentino Fernando Paillet

 

 

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