Entrevistas

Emiliano Monge: “La memoria y la imaginación están en pugna todo el tiempo”

Crédito: Indent Literary Agency

El escritor mexicano visitó Buenos Aires para participar del Festival Cuadernos Hispanoamericanos y lo entrevistamos a partir de sus últimas novelas. 



Por Valeria Tentoni



Invitado por el Festival Cuadernos Hispanoamericanos, el escritor mexicano Emiliano Monge volvió a Buenos Aires después de unos cuantos años y lo hizo acompañado de su última novela, Los vivos (Random House). Durante este tiempo también se habían publicado No contarlo todo, Justo antes del final y Tejer la oscuridad, una distopía en la que el futuro está en manos de los niños y las niñas. 

Nacido en Ciudad de México en 1978, Monge estudió Ciencias Políticas y comenzó a escribir de modo oblicuo, cuando armó la bibliografía de su tesis de grado casi exclusivamente con novelas y libros de ficción en vez de tratados. Su primera obra publicada, poco tiempo después, fue el tomo de relatos Arrastrar esa sombra, en 2008, y su primera novela, Morirse de memoria (Sexto Piso), de 2009, sienta las bases para un sistema de preocupaciones que van a seguir acompañándolo hasta nuestros días: la memoria, la imaginación, la locura y el caos.  

Por sus libros, el mexicano recibió distinciones como el Premio Jaén de Novela, el Premio Otras Voces, Otros Ámbitos, el Premio Iberoamericano de Novela Elena Poniatowska y el English PEN Award. Y ya está trabajando en su próximo título: un híbrido cuyo género se resiste a definir. 


 

Publicaste cuatro libros desde tu última visita a Argentina, uno cada dos años en promedio. Pero has dicho que Los vivos es un proyecto que te llevó mucho tiempo, ¿cierto? 

Es un libro muy diferente de todos los demás, una idea muy vieja que fui postergando y postergando, y acabó siendo el libro que más rápido escribí. Fue también el que más tiempo, años, estuve dándole vueltas. Cuando llegué al fin a la escritura ya había tanto descartado que el camino era demasiado evidente para mí, y eso fue lo que hizo que el libro se escribiera mucho más rápido de lo normal, creo. 

El tema central, los desaparecidos, es muy caro para México, también para Argentina. Está encarado de un modo muy particular. Me pregunto qué vino primero, ¿el tema o la forma? 

Primero vino el tema. Terminé de escribir una novela que se llamaba Las tierras arrasadas, sobre migrantes centroamericanos, y en el proceso hice muchísimas entrevistas, sobre todo antes de empezar a escribir la novela. Me vi frente a la migración y la desaparición a la vez, pero no quería que ocuparan un mismo libro. Descarté muchas cosas para el primero, pero desde entonces me quedé pensando en la idea de la desaparición, lo profunda que es en México, lo terrible que es en México. Los números son una cosa que asusta, cientos de miles, no es una cosa que se pueda creer. Durante ese tiempo también fueron saliendo muchísimos libros sobre la desaparición en México; novelas, crónicas, textos de actualidad, periodismo, relatos. Yo también iba descartando formas de enfrentar el tema, y me tardé mucho en encontrar cómo yo quería contarlo. De pronto vi que quería hacer un libro de desaparecidos y aparecidos; o sea, hablar de la aparición y de la desaparición, no solamente de la desaparición. Fue encontrar ese punto, tratar de aproximarme desde ahí. Haya desaparecido de la forma en que haya desaparecido -a manos del poder, del Estado, del crimen organizado- un desaparecido es un desaparecido en tanto alguien lo está buscando. Ese es el único requerimiento que hay, que alguien lo esté buscando.  

¿Recordás el momento en que se te ocurrió esa vuelta de tuerca al tema? 

Ese momento es distinto en cada libro. Tienes que hacer que el proceso de escritura sea profundamente interesante sobre todo para ti, atento a que se pueda transformar de pronto. Tienes que buscar formas nuevas, formas distintas, puntos de vista. Recorrer 360 grados hasta encontrar el punto en el que quieres contar la historia. A veces, eso pasa desde el comienzo; el título se te ocurre y con el título viene todo. Pero luego, cuando te llega la historia muy clara, lo que se puede ir transformando todo el tiempo es el estilo, la forma, para mí lo más interesantes de la escritura. No me importa tanto si mis libros son buenos o malos, sino que sean muy diferentes del anterior. Eso te empuja siempre a buscar un punto de vista diferente, a reaprender a escribir cada vez. Al menos lo intento. No me asusta que eso implique regresar y rearmar las cien o doscientas páginas que ya tenía escritas. Si reconozco que estoy haciendo lo que ya hice, paro en seco.  

En este caso, entendí que para la gente que está buscando a alguien la presencia sigue, aunque no esté la persona. Se genera un vórtice, un hoyo que se lo come todo. La gente empieza a llenar esa desaparición con su tiempo, con sus búsquedas, con su vida cotidiana. Eso tenía que contar, las apariciones, desde un lugar en el que el idioma fuese distinto, porque el lenguaje es distinto, el tiempo es distinto, todo es distinto.  

Es notorio el trabajo con los nombres. En esta novela, por ejemplo, un personaje se llama Hincapié. 

En mi novela El cielo árido yo tenía muy claro que quería que los nombres de los personajes no fueran nombres comunes, sino acciones, porque es una novela que trabaja el movimiento. En este caso, hablé con muchos familiares de desaparecidos, con amantes, hijos, padres de personas en situación de desaparición. Un error que cometen muchos periodistas, cuando hablan con ellos, es hacer las preguntas en pasado. “¿Cuál era su color favorito?”, por ejemplo. Pero la pregunta es “¿cuál es su color favorito?”. No existe el pasado, es un eterno presente. Yo quería individualizar a los personajes por medio de la desidentificación, digamos. Que el lector, cuando lo encuentre, no le ponga todavía una cara. Buscaba evitar esa individualización inmediata. Cuando escribí Las tierras arrasadas fue una experiencia completamente diferente, porque en las entrevistas me halaban de experiencias personales, cosas que les habían sucedido a ellos. Pero aquí me contaban historias ajenas. Eso ya me impedía trabajar del mismo modo con los testimonios. 

En este libro trabajás dos preocupaciones que insisten en tu literatura, el juego entre memoria e imaginación. ¿Cómo lo pensaste?  

Creo que la memoria y la imaginación están en pugna todo el tiempo, ¿no? Yo siempre hago la broma de que los escritores nos levantamos todos los días y tenemos una monedita que tiramos para escribir. De un lado de la moneda está la imaginación y del otro lado, la memoria. Según el lado del que caiga, sin que seamos conscientes, alimentaremos más lo que estamos escribiendo con una cosa u otra. Hay un dato interesante: está probado que cuando uno recuerda y cuando uno imagina se enciende la misma zona del cerebro. O sea, funcionan exactamente las mismas neuronas. La primera vez que recuerdas algo, es la única vez que lo vas a recordar. La próxima vez, estarás recordando el recuerdo. En ese alejarse, lo que se va colando en el recuerdo es imaginación, lo que va descomponiendo y reconvirtiendo en otra cosa. En esta novela, eso es muy evidente, porque está el mundo en el que desaparecen y el mundo en el que aparecen, ese enfrentamiento constante. 

¿Cómo te organizás para escribir, para capturar la memoria o el recuerdo en su primera aparición y no perderla en ese camino de descomposición?  

Tengo la ventaja de tener muchos perros y que me levanten muy temprano. Lo primero que hago es salir con ellos y regresando me siento escribir. Yo creo que no existe la inspiración; se puede creer en el trabajo. Incluso pienso que los que creen en la inspiración no se dan cuenta de que, en realidad, se trata del trabajo. Si estuviste diez días frente a una pantalla y al onceavo se te ocurrió algo, eso no es inspiración. Estuviste diez días buscando hasta que lo lograste. Cuando estoy entre proyectos me cuesta más y se me empieza a descomponer todo. Es como si no hubiera ancla. Pero cuando sí estoy en uno, trabajo desde muy temprano y hasta las once, doce del mediodía. Recién ahí ya puedo empezar el día en todo lo demás. Cuando no estoy escribiendo nada, esas once, doce del día no llegan, no llegan y no llegan. Se va haciendo tarde y sigo perdido el tiempo. Escribir sí me sirve también como una cosa muy, muy práctica, a nivel de vida cotidiana. Si no lo hago, me cuesta todo lo demás. Hace quince años, yo podía escribir desde muy temprano hasta las cuatro o cinco de la tarde. Ya no. Siento el agotamiento. Es como si tuviéramos una energía para la escritura, que con la edad también se va. Es una flama que se está haciendo más pequeña, digamos, pero la ventaja es que aprendés a cuidarla más.  

Caos y orden es otro de los ejes de tu literatura, veo que también de tu relación con la escritura, ¿no? 

Lo que es extraño es que escribir te dé orden. Algo tan caótico como la escritura... Pero también es cierto que escribir es buscar un orden, imponer un orden. Todo escritor o escritora es un neurótico o una neurótica. Hay una obsesión y tú quieres darle orden. Hay un estallido y tú quieres convertirlo en un río, en un fluir. Tratar de encausarlo.¿Cuál es la diferencia entre el loco o el enfermo de la mente y el escritorio? Es mínima.  En las esquizofrenias, por ejemplo, el loco genera un mundo. El escritor, cuando empieza a escribir, es como si inflara un globo que va creciendo. Es un mundo que va creciendo. Una novela es un espacio gigantesco en el que puedes pasar más tiempo que en este, el de lo “real”. Muchas veces te pasa que vas con gente, y de pronto perdés el hilo, te perdés en el mundo de la novela. La diferencia es que, claro, nosotros lo vemos desde fuera. Y el enfermo mental está encerrado ahí dentro.  

Podemos pasar a Justo antes del final, novela en la que trabajás el tema de la locura. 

Sí, el tema de la salud mental es uno que me ha tocado ver de cerca a nivel familiar. Además de que, en general, los seres humanos vivimos un poco con ese temor, el temor enloquecer, ¿no? Y cuando hay una posibilidad genética, pues entonces también lo vives más. Y yo siempre he sentido que, cuando escribo, sobre todo, algo anda ahí, digamos. Siempre he sentido que la escritura es un modo de aproximarme a esa frontera de manera consciente. No es una manera de evitar nada, pero sí es como vacunarse contra ciertas cosas. Entonces era un tema del que yo siempre había querido escribir. También por eso me gusta leer tanto de sobre el tema. 

Esa novela es posterior a No contarlo todo, pero hacen sistema. ¿Las pensaste juntas? 

Sí es la única vez que me he permitido que haya una relación tan evidente entre un libro y otro, aunque son, creo yo, muy distintos. Sabía que no quería que fueran un mismo libro, pero tenía esas dos historias familiares. Quería tener un libro del lado masculino y otro libro del lado femenino, y no quería que se comieran espacio en nada. Lo que lo que no sabía era cuál escribir primero. Al final pasó como pasó. No contar todo es un libro que, entre muchas otras cosas, habla sobre el machismo y lo que el machismo genera, lo que rompe. Y yo creo que lo que rompe es la conexión del mundo emocional con la palabra. La única manera de repararlo es con el cuidado, digamos, entonces yo necesitaba escribir un libro primero sobre lo que se rompe y después un libro sobre lo que se arregla. 

La historia de No contar todo es increíble, no podías no contarla. Me pregunto cómo decidiste trabajar su estructura, sus puntos de vista, a partir de elementos autobiográficos. 

Ese libro, quizá, de todos los que he escrito, es en el que más clara estaba la historia. Tardé muchos años en entender que no podía contar sólo la historia del abuelo, sino también la del padre y el hijo. Ahí sí ya la pude escribir. La obsesión que tenía era que no hubiera un personaje más importante que el otro, sobre todo que Emiliano no fuera más importante que los demás. Como el abuelo era el que estaba más lejos, temporalmente hablando, tenía que acercarlo, tenía que ser con un diario. Necesitaba acercarlo con una primera persona. El padre, que está a una distancia media, pues una segunda persona. Pensé cómo desaparezco a Emiliano de ahí, si es el que está hablando con él: pues literalmente quitándose la voz. Entonces es una conversación en la que solamente hay un monólogo, todo se hace infiriendo por lo que dice el padre. Durante mi juventud estuve muy obsesionado con Beckett, y en una entrevista él dijo que no había hecho otra cosa que buscar la voz de su silencio. Me parece una frase bellísima y ahí de pronto dije: puta, esta es la posibilidad que tengo. Poner mi silencio aquí. Porque claro, ¿cómo le pones ficción a una historia, como dices, autobiográfica No necesariamente es deformándo la historia, ¿no? Por ejemplo, si yo escribiera sobre este momento otra, es decir que pasó ayer. Contar exactamente lo que pasó, pero pasó ayer. Ese movimiento en el tiempo ya lo convierte en ficción. Lo que hay mucho en No contar todo es un movimiento en el tiempo de situaciones, ponerlas en un lugar en el que no iban, pero los hechos todos son reales.  

¿Y, cómo te llevas con la idea de verosimilitud y verdad? Digo, vos también escribís algunos textos periodísticos. 

Me lo preguntas en el peor momento de mi vida, porque hace rato decía que me siento muy desamparado cuando no tengo proyecto de escritura y acabo de terminar uno que empecé hace como ocho años. Un libro que era como mi refugio, unos textos muy extraños a los que volvía siempre. Es un libro que me genera mucho cariño, que es raro que me genere algo así la escritura. Y son textos que se tratan de muchas cosas, pero en el fondo pienso que de lo que se trata es de tratar de declarar que no me importa el límite entre la ficción y la no ficción.  Algo que, además, creo que está pasando con la literatura latinoamericana. Yo quería seguir con ese libro para siempre y mi editor me frenó, y entendí que tiene razón. Son una mezcla entre ensayo, relato, crónica, aunque no, no son ni ensayo ni relato ni crónica. Y esto del límite entre verosimilitud y verdad es muy dinámico, sobre todo si pensamos en la literatura latinoamericana de los últimos diez años. 

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