“La pensé como una novela hecha de los restos de una mente”
Lunes 15 de setiembre de 2025
Ana Montes publica su nuevo libro, La flamenca, una novela fragmentaria inspirada en la vida y obra de la pintora Emilia Gutiérrez.
Por Valeria Tentoni.
“No siempre fui esta que soy. Tuve una familia, algunos amigos y un par de amores. Hasta tuve un trabajo. Caminaba mucho. Cruzaba la ciudad de lado a lado todos los días. Era joven. La gente se daba vuelta para verme pasar. Pero nada de eso fue suficiente para mí": así se presenta la protagonista de La flamenca, la nueva novela de Ana Montes.
Escritora y pintora, Montes es autora también de los libros Meditación madre y Poco frecuente, ambas editadas por Concreto. En 2024, La flamenca fue finalista del Premio Hispanoamericano de Narrativa Las Yubartas y, el año anterior, del Premio Estímulo a la Escritura “Todos los tiempos el tiempo” otorgado por PROA, la Fundación Bunge y Born y La Nación. Ahora llega a librerías de la mano de Seix Barral.
¿Qué podés contarnos de la aparición, en tu casa, de la pintura de Emilia Gutiérrez que motivó la escritura de La flamenca?
La historia es más o menos así: mis papás se estaban separando y, en medio de la crisis económica del 2001, mi papá se llevó su pequeña colección de cuadros para empeñarlos en el banco. A mí esos cuadros no me importaban especialmente hasta ese día en que los descolgó y la pared de arriba del sillón que se veía desde mi cuarto quedó vacía. Esa imagen, la de la pared blanca impoluta donde estaba antes el cuadro, me ponía muy triste. La pintura que estaba ahí era de Emilia Gutiérrez, aunque en ese momento no lo sabía. Muchos años después, en una clase de un programa de artistas sobre pintoras argentinas olvidadas, reconocí el cuadro de mi casa proyectado en la pared del aula. Le pregunté a mi papá dónde había quedado pero le había perdido el rastro hacía años. En 2019 fuimos juntos a una muestra de Emilia en la galería Cosmocosa a buscarlo pero no tuvimos suerte. Estábamos por irnos cuando otra pintura suya llamó mi atención. Era el retrato de una mujer con la mirada perdida en una mesa junto a un pocillo de café. En el centro de su pecho, un colgante carmesí. No era la pintura que fui a buscar pero por algún hechizo que todavía no logro explicar, cuando la vi algo en mí se completó. Así nació la obsesión que me llevó a escribir la novela.
¿Cómo y cuándo decidiste trabajar al color rojo como un personaje más? ¿Qué lecturas o experiencias permitieron ese encuadre?
Emilia Gutiérrez dejó de pintar en 1975 por indicación de su psiquiatra porque los colores le producían alucinaciones auditivas. Desde ese entonces y por treinta años, se encerró en su departamento de Belgrano a dibujar cientos de papeles en lápiz negro. Cuando decidí investigar más seriamente su obra y pude acceder al archivo de esos dibujos descubrí una pequeña resistencia a la indicación médica: detalles en lápiz rojo que aparecían cada algunos dibujos. Me imaginé que ese color era para ella una debilidad, una obsesión que no podía soltar. Sobre esa hipótesis escribí La flamenca. Me puse a investigar más sobre el rojo como color y encontré cosas muy interesantes. Un libro que me sirvió mucho fue Rojo, historia de un color de Michel Pastoureau. Ahí aparece el rojo como un color muy poderoso en la historia de la humanidad. El color del fuego, de la sangre, el favorito de los romanos y los griegos. El primero del que se consiguió un pigmento para teñir telas. Otro libro muy hermoso que leí es Te mando este rojo cadmio, un volúmen de cartas entre John Berger y John Christie en el que se proponen mandarse distintos tonos de rojo a través del océano atlántico. Entre esos dos libros se fue tejiendo lo que Alan Pauls llamó muy ingeniosamente, en el texto que escribió sobre la novela, una rojopatía. La obsesión por este color que porta la narradora a partir de su primer encuentro con la pintura de Emilia y que persigue incansablemente a lo largo de sus días.

Además de escritora, sos, al igual que Emilia, pintora. ¿Qué herramientas de la pintura podés aprovechar en la escritura o cuáles estás explorando?
La escritura y la pintura tienen que ver, para mí, con la obsesión. Siempre fueron dos formas de perseguir mis fijaciones. En general cuando me obsesiono con algo entra en mi pintura y en mi escritura a la vez. Por ejemplo, mientras escribía esta novela, pinté muchos cuadros de mujeres en espacios domésticos a la Emilia Gutiérrez. Respecto a los recursos de la pintura, creo que la herramienta que más traigo de la pintura a la escritura es la de tener entrenada la mirada hacia el afuera. El poder exhaustivo de observación. Para retratar hay que aprender a mirar más que ninguna otra cosa. En esta novela aproveché mucho este recurso. La narradora se pasa el día mirando su entorno, haciendo ese ejercicio de mirar y tomar notas intentando encontrar ese rojo que la obsesiona.
Hubo una perspectiva en el Museo Fortabat de Emilia Gutiérrez hace poco, ¿qué efecto tuvo en vos el estar ante todas sus pinturas reunidas, después de haber mirado obsesivamente una sola? ¿Qué podés decirnos de la obra de Gutiérrez en general?
La retrospectiva en el Fortabat fue espectacular. Yo ya había visto bastante obra junta de Emilia para ese entonces, tanto en la exposición de la galería Cosmocosa en el 2019 como en la casa de Gabriel Levinas que me había abierto las puertas de su colección privada para registrarla. Pero ver toda su obra junta en el marco de un museo y tener la posibilidad de conocer a Rafael Cippolini y poner en común nuestra obsesión por ella fue realmente un lujo sin igual. Además, pasó algo hermoso y muy esperado para mí que es que otras personas se contagiaron de esa obsesión por Emilia. Hasta la retrospectiva, cuando la googleabas apenas aparecía un Fan den Página 12 que había escrito yo en 2021 y alguna otra nota perdida, era realmente muy poco lo que había sobre ella. Me dio mucha felicidad que internet se llenara de reseñas sobre su obra, sobre la retrospectiva espectacular que armó Cippolini, la salida del catálogo de la muestra y mucho más. Fue un rayo de luz de luz sobre una figura, hasta ese entonces, bastante oculta.
Sobre la obra de Emilia Gutiérrez puedo decir poco y eso es lo que más me gusta. Mirar sus pinturas produce un magnetismo inquietante. Al mirarlas, algo adentro se desacomoda. Son espejos torcidos de la vida: lo conocido se vuelve levemente extraño. Siempre hay un espacio encerrado en un tiempo atemporal con una tensión sutil, siempre hay personajes de una edad dudosa y la mirada perdida que esperan quién sabe qué en vano.
La flamenca es, también, una novela sobre el duelo. ¿Cómo trabajaste este elemento y qué obras fueron marcantes para tu escritura en este sentido?
La verdad es que no la pensé como una novela sobre el duelo pero es cierto que hay varios duelos que la atraviesan: está el duelo de la muerte del padre que es una figura troncal para la protagonista, está el duelo de ese rojo que la marcó cuando vió la pintura de Emilia por primera vez, y, sobre todo, está el duelo de esa vida pasada que dejó atrás para siempre. Una lectura que me marcó mucho al comienzo de la escritura fue Los ingrávidos de Valeria Luiselli. Es una novela que tiene esto de una vida anterior y la de ahora y tiene también la figura de un artista en otro tiempo, un poeta en ese caso, que obsesiona a la protagonista. En paralelo a la escritura de La flamenca, escribí junto a Agostina Luz López una obra de teatro Un punto oscuro que estrenó en mayo en el San Martín, que trata de tres hermanas que le leen a su padre moribundo para ayudarlo a pasar al otro lado. Ahí se colaron lecturas de duelo más propiamente dichas como En búsqueda del cielo de Nathalie Léger. Ese, y todos los libros de Léger, me marcaron mucho para escribir la novela.
Finalmente, ¿cómo pensás al fragmento como unidad narrativa? ¿Por qué te inclinaste por esa estructura?
La escritura fragmentaria me pareció la única posibilidad para escribir esta novela. Fue una decisión formal de entrada. Quería que la confusión mental de la narradora se extrapolara a la forma del texto y eso no iba a funcionar de una forma narrativa clásica, cronológica y de corrido. Los fragmentos son notas que hace la protagonista en su búsqueda por ese color que la obsesiona. Quería que esas notas fueran desordenadas, incongruentes. También me parecía importante darle un lugar a lo que no se narrara, a los silencios. A los agujeros en el texto. La pensé como una novela hecha de los restos de una mente, de lo que queda. Además, me encanta la escritura fragmentaria. Siempre rescato al respecto esta cita del escritor chileno Gonzalo Maier: “Sería incapaz de escribir una novela de quinientas páginas por mi manía de pulir al máximo las frases y por el gusto por los formatos breves, que me permiten respetar al lector, no quitarle más tiempo del necesario. El estilo es otro modo de insistir en el tema”.