Columnas

De un tiempo a esta parte

Por Alejandra López

Una nueva columna de Martín Kohan, sobre "el respingo que damos, es el estremecimiento que sentimos al notar que Honoré de Balzac murió a los cincuenta y un años".



Por Martín Kohan.




    

          De los que murieron jóvenes (o como se suele decir para aumentar el patetismo, “demasiado jóvenes”) sabemos bien; empezando por el famoso club de los veintisiete, muertos todos a esa edad (Brian Jones, Jimi Hendrix, Janis Joplin, Jim Morrison, luego Kurt Cobain). No es en eso en lo que pienso, no pienso en los muertos jóvenes. Pienso en los tantos que han muerto a una edad que suponemos o que imaginamos como edad para morir; pienso en los muertos de vida entera y no de vida trunca, en los que han muerto por así decir en su hora y no “demasiado pronto”. No se trata de una cuestión estadística sobre cambios objetivos en cuanto a las expectativas de vida, que ya sé que felizmente se alargan; en lo que pienso es en nuestra propia percepción de esas muertes, un registro subjetivo, como muertes de quienes mal o bien ya habían por así decir hecho su vida, las de aquellos a los que razonablemente nos parece que podía tocarles morir.

          Hasta que un día (día es una forma de decir: un momento, un cierto tiempo) nos damos cuenta de que esos muertos, sin ser exactamente jóvenes, no tenían la edad de morir que por alguna razón les habíamos asignado. Sin que hubiésemos establecido una cifra exacta, un día descubrimos que en verdad habían muerto antes de lo imaginado por nosotros, nos sorprende descubrir los años que al morir en verdad tenían. La explicación es en verdad muy sencilla, y es que resulta que nosotros mismos ya hemos alcanzado esa edad, o la hemos incluso sobrepasado. Y así el tiempo biográfico de esas muertes, que siempre habíamos proyectado por delante de nosotros (desde nosotros hacia adelante), resulta de pronto estar a nuestra misma altura, si es que no lo hemos dejado ya atrás. Es el respingo que damos, es el estremecimiento que sentimos al notar que Honoré de Balzac murió a los cincuenta y un años, Piotr Tchaikovsky a los cincuenta y tres, Gustav Mahler a los cincuenta, Vladimir Lenin a los cincuenta y tres, Serguei Eisenstein a los cincuenta, Ricardo Güiraldes a los cuarenta y uno. No puede decirse que hayan muerto jóvenes, no. Pero tampoco en ese punto de avance que dimos en suponer.

          A cambio, o en compensación, contamos con Manuel Belgrano, de quien desde la escuela primaria en adelante una y otra vez se nos dice que murió demasiado pronto, que murió demasiado joven. Pero tenía cincuenta años. No estaba en la década de los treinta ni en la década de los cuarenta (como Eva Perón o como Roberto Arlt, de los que sabemos desde siempre que murieron antes de lo esperado). Tal vez esté influyendo ahí, en un juego de contraste al interior del tándem de los padres de la patria, la figura de José de San Martín. Porque San Martín murió treinta años después que Belgrano, cuando tenía setenta y ocho; porque en los billetes de circulación legal a San Martín lo teníamos en dos versiones (la de joven, la de viejo) y a Belgrano solamente en una.

          ¿Por qué ando con estas cosas en mente, por qué ando pensando en esto? Porque antes ciertas muertes muy sentidas me tocaron muy de cerca. Pero en el último tiempo hubo otras muertes, también muy sentidas, que me tocaron también muy de cerca, pero con una cercanía de otra especie, diría que más inquietante, mucho más perturbadora.

                                

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