Ficción

Así arranca la novela de la Premio Nobel Olga Tokarczuk

Mientras recibimos la nueva premiación

Un lugar llamado Antaño, publicado por Anagrama, es el libro de quien obtuviera el máximo galardón en la entrega anterior.

Por Olga Tokarczuk. Traducción de Bogumiła Wyrzykowska y Ester Rabasco Macías.

 

 

TIEMPO DE ANTAÑO

Antaño es un lugar situado en el centro del universo. Para cruzar Antaño de norte a sur, a paso ligero, sería necesaria una hora. Lo mismo, de este a oeste. Y, si alguien quisiera rodear Antaño, a paso lento, observándolo todo con detenimiento y atención, tardaría un día entero, desde la mañana hasta la noche.

Por la frontera norte de Antaño discurre un camino que va de Taszów a Kielce, transitado y peligroso, porque provoca ansia de viajes. Esta frontera la protege el arcángel san Rafael.

La frontera sur la marca el pueblo de Jeszkotle, con su iglesia, su asilo de ancianos y sus casas bajas que circundan una plaza llena de barro. Este pueblo es amenazador, porque engendra el deseo de poseer y de ser poseído. Por este lado, Antaño está protegido por el arcángel San Gabriel.

De norte a sur, Antaño se encuentra a ambos lados del Gran Camino, que conduce de la carretera de Kielce a Jeszkotle.

La frontera oeste de Antaño está jalonada por unos prados húmedos y cercanos al río, algo de bosque y un palacio. Junto a este hay una caballeriza, donde cada caballo vale tanto como todo Antaño. Los caballos pertenecen al amo y los prados al cura. El peligro de la frontera oeste es el pecado de la soberbia. Esta frontera está protegida por el arcángel san Miguel.

En el este, la frontera de Antaño sigue el curso del río Blanco, que separa sus tierras de las de Taszów. Luego el Blanco tuerce en dirección al molino, y la frontera continúa sola, por las praderas y entre los arbustos de alisos verdes. El peligro que amenaza este lado es la estupidez que procede de las ganas de dárselas de inteligente. Esta frontera la vigila el arcángel san Uriel.

En el centro de Antaño, Dios erigió una colina que invade cada verano una multitud de abejorros. Por eso, la gente la llamó la Colina del Abejorro. Porque a Dios le corresponde crear y al ser humano dar nombres.

Del noroeste al sur fluye el río Negro, que se une con el Blanco junto al molino. El Negro es profundo y oscuro. Se abre camino a través del bosque, cuyo barbudo rostro se refleja en las aguas. Por él navegan las hojas secas y, en sus remolinos, luchan por su vida insectos imprudentes. El Negro forcejea con las raíces de los árboles y derrubia el bosque. Este río es capaz de mostrarse furioso, indomable y, a veces, hasta forma ollas en su oscura superficie. Cada año, avanzada la primavera, cubre los prados del cura; luego, discurre indolente bajo el sol y permite que las ranas proliferen por millares. El cura lucha todo el verano con el río y este, año tras año, no se aviene a dejarse reconducir a su lecho hasta finales de julio.

El Blanco es raudo y poco profundo. Su amplio cauce se extiende por la arena y no tiene nada que ocultar. Es transparente y el sol resplandece en su nítido fondo arenoso. Recuerda a un lagarto grande, reluciente. Se escurre entre los álamos, serpentea juguetonamente. Resulta difícil prever sus diabluras. Un año, puede formar una isla con una arboleda de alisos y luego, durante diez años, mantenerse alejado de esos árboles. El Blanco fluye por los bosquecillos, las praderas y los pastos. Brilla arenoso y dorado.

Junto al molino los ríos se unen. Primero, corren pegados, uno junto al otro, indecisos, intimidados por la anhelada cercanía. Al final, mezclan sus aguas y se entregan por completo. El río que discurre desde este crisol, que está junto al molino, ya no es ni el Blanco ni el Negro. Es un río potente que mueve, sin esfuerzo alguno, la rueda del molino que tritura el grano para el pan.

Antaño está situado sobre los dos ríos y sobre ese tercero que surge del deseo mutuo. El río que nace de la unión del Negro y del Blanco, junto al molino, se llama Río. Este sigue su curso, tranquilo y satisfecho.

 

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