"Sólo la imaginación nos permite acceder a lo real": Mario Ortíz inauguró el Filba Nacional
Filba
Viernes 01 de agosto de 2025
Por Mario Ortíz.
Ante todo, quiero agradecerles infinitamente el honor que me concedieron de decir estas palabras. Es un orgullo y al mismo tiempo un compromiso intimidante porque sólo pensar que fui elegido para abrir el FILBA en Bahía Blanca ante tantos escritores y lectores me dan ganas “de hacerme humo en un sotreta” como dijo Martín Fierro al escapar del fortín que, según parece, no debía estar muy lejos de acá a juzgar por la película de Torre Nilsson que la filmó en la Cueva de los Leones, a la salida de la ruta 33.
Por supuesto, quiero agradecer a Amalia Sanz, directora de la Fundación Filba, a todo su equipo y a los actores culturales bahienses e instituciones que posibilitan que nuestra bahía sea nuevamente la sede de este festival trece años después de haber sido la ciudad inaugural de esta propuesta federal. Como dice la directora, fue el puerto de partida hacia muchos itinerarios que hicieron de ahí en adelante.
Cuenta nuestro historiador Mario Minervino que hace muchos años, ya casi un siglo, fundaron la primera empresa de colectivos bahiense llamada “La Unión” que salía desde la Plaza Rivadavia frente a Tribunales y llegaba hasta la localidad portuaria. Antes de partir, el chofer de la línea número 1 anunciaba “¡Arriba los que van a Guaite!”. Como verán, es una frase muy nuestra, reconocible por los bahienses, al menos los de cierta edad. Eso sí, nada de pronunciación extranjera: “Ingeniero White” pertenece a la nomenclatura topográfica y a los movimientos de capitales británicos; es el nombre oficial que designa de la terminal del nodo ferroportuario. “Guaite” así con G, u, a es el mismo puerto; no lo elimina lo cual sería un absurdo, pero lo aclimata a nuestro sudoeste bonaerense, a este paisaje de transición entre las últimas estribaciones de la pampa húmeda al norte, el inicio de la estepa patagónica al sur, las incisiones del mar en la tierra que forman un tramado de ríos de agua salada que sube y baja, y que acá llamamos ría. O dicho de otra forma, Guaite son las construcciones británicas junto a una hilera de tamariscos y la finísima escarcha de salitre donde se mece esa plantíta halófila llamada salicornia.
Me gusta pensar que hoy formamos una unión de actores literarios, escritores, editores, lectores, que nos subimos a un mismo colectivo para hacer un viaje a través de nuestra ciudad, de lo que somos, de los que soñamos, de la realidad espesa y de la materia impalpable de la imaginación. Sí. La realidad supera la fantasía, pero al mismo tiempo sólo la imaginación nos permite acceder a lo real.
¿Cuántas bahías caben superpuestas en una bahía? ¿Qué imágenes nos hemos hecho o han hecho de nosotros? Pienso en la bahía gorila: de la Base Naval Puerto Belgrano zarpó la flota “libertadora” al mando del almirante Rojas en 1955 y nos dejó como obsequio La Nueva Provincia. Hemos sido la capital nacional del básquet, de aquél dream team cuya pronunciación se escande de memoria como un verso épico de arte mayor: Fruet, Cabrera, De Lizaso, Monachesi y Cortondo. Ciudad de estudios avanzados con dos universidades nacionales e institutos terciario. En 1978, a 150 años de su fundación, los militares nos insistieron que éramos la Fortaleza Protectora Argentina, avanzada militar que “quebró la flecha del indio humillando su hirsuta cerviz…”. Ciudad fenicia; más tarde ciudad literaria cuyos escritores y poetas nos ubicaron en el mapa de la primera A nacional.
Sin embargo, ir a Guaite, ir a la bahía real y concreta no es hacer un viaje turístico para recoger las impresiones de una postal o de un paisaje portuario a la Quinquela Martín. Exige adiestrar el ojo para remover estas imágenes estereotipadas que suelen cristalizarse y naturalizarse. Bahía es una multiplicidad de afectos y procesos complejos, espacio donde se entrecruzaban blancos, aborígenes, mestizos, gauchos, amigos y enemigos en alianzas variables e inestables; un foco de asentamiento del capital extranjero y el imperialismo británico, la nacionalización y luego el desguace del Estado y luego los intentos por rearmar un Estado. Los múltiples emprendimientos culturales, editoriales, la unión de colectivos de teatristas, museos municipales, músicos, bailarines, artistas plásticos hicieron de nuestra ciudad una proliferación de multiplicidades y abrieron una paleta de colores diversos.
Hemos sufrido las consecuencias de la pandemia como todo el mundo. Pero, sobre todo, padecimos tormentas de proporciones bíblicas, un tornado que barrió techos, arrancó la mitad del arbolado urbano, y luego la inundación que nos devolvió en una sola mañana a épocas diluvianas. En ambos casos hemos sufrido cuantiosos daños materiales y lo más doloroso: nos dejó un saldo de víctimas fatales.
Como es lógico, uno tiende a preguntarse por qué nos ocurrieron estas calamidades. ¿Manifestaciones del cambio climático? Seguro. ¿Consecuencias del daño ambiental que causamos los seres humanos? Sin dudas. ¿Señales de que estamos transitando una era apocalíptica, como aseguraba aquel gran y olvidado profeta argentino, el padre Leonardo Castellani? Es muy probable. Yo también lo creo.
Está bien preguntarse por qué; pero hay otra pregunta no menos importante cuyas respuestas pueden armar otro escenario con otras imágenes: para qué; qué pudo generar esta tragedia en los seres humanos; qué salió a flote en medio del piélago desolador. Todas esas imágenes cristalizadas fueron arrastradas por el torrente de agua que desbordó por canales, calles y desagües y vimos escenas que creíamos inauditas: rescatistas improvisados, héroes anónimos que se arriesgaron por el vecino, canoas y motos acuáticas que navegaban como si fuesen los canales de Venecia para transportar damnificados. Imágenes inauditas. La parroquia cerca de mi casa retiró todos sus bancos y se transformó en un enorme hangar donde fluían día y noche camiones de donaciones que venían de Buenos Aires. Este mismo festival que se está haciendo en estos momentos, la enorme cantidad de libros que nos han donado, los escritores que vinieron a compartir su tiempo y sus palabras con nosotros también son parte de la respuesta al para qué.
Creo que todavía no hemos elaborado las palabras que den cuenta de esta tragedia, y no sé si alguna vez se escribirán o de qué forma se procesarán esas imágenes. De repente, nos sentimos a la intemperie, desguarecidos no sólo de la protección de los techos sino de los conceptos que aseguraban nuestra vida y acaso comenzamos a sospechar que la precariedad era nuestra nueva condición. Sin embrago, al menos por un momento, experimentamos que el otro existe y es vulnerable, nos sentimos parte de un colectivo mayor, de una unión que trasciende nuestros reducidos círculos tribales para abocarnos a la empresa comunitaria de la reconstrucción. En una serie de encuestas que realicé entre mis estudiantes secundarios después del temporal, descubrí con emoción que la mayoría de ellos había colaborado de una u otra forma con sus vecinos, familiares o en diversas entidades. Nadie permaneció indiferente.
De algún modo, esta catástrofe que sacudió los cimientos de nuestra vida habitual y nuestras certezas es la expresión meteorológica de otra tormenta de intolerancia y crueldad que azota el mundo entero y nuestro país en particular. El lenguaje se ha desfondado y las palabras se han convertido en armas de guerra destinadas a la destrucción masiva del otro distinto. Vivimos en un clima verbal propio de una guerra civil. Lo que creíamos imposible que se volver a pronunciar, hoy se proclama a gritos. Pareciera que hemos regresado a la década de 1930; que Joseph Goebbels vuelve a proferir su desafío de barbarie: “Cuando escucho la palabra cultura, echo mano de mi revólver” o que Millán Astray repite el grito. “¡Muera la inteligencia! ¡Viva la muerte!” De las tempestades meteorológicas podemos recuperarnos con trabajo y solidaridad; pero las inclemencias verbales traen aparejado un daño psicológico y espiritual difícil de mensurar. Y cuidado: sabemos perfectamente que lo que se les hace a las palabras más tarde o más temprano se le hace al propio cuerpo de los seres humanos.
Y aquí nos toca a los escritores e intelectuales un enorme desafío. Por supuesto, como ustedes saben, la historia nos ha desengañado de falsas ideologías y construcciones imaginarias con que nos hemos ubicado en un pedestal que no nos corresponde. Sabemos que no somos “los legisladores ocultos de la humanidad” como quería Shelley, ni necesariamente las conciencias esclarecidas que iluminamos el decurso de la sociedad. Hace pocos días, alguien tan calificado como Mariano Plotkin admitía que a muchos intelectuales se les había quemado los papeles y no vieron venir lo que hoy estamos padeciendo.
No somos los únicos que usamos las palabras, pero al mismo tiempo son nuestra herramienta específica: trabajamos, creamos, nos movemos en ellas y por lo tanto nuestra responsabilidad es ineludible. Y no porque confiemos en la eficacia inmediata de nuestros textos. ¿Qué puede hacer un libro frente a la ametralladora cotidiana de twitteos e insultos? Sin embargo, hay una palabra de calidad, un cierto espesor del lenguaje que abre un espacio posible de convivencia y alguien tiene que pronunciar ese lenguaje. Hoy las palabras nos han unido a múltiples actores sociales del mundo literario en este espacio que pertenece a la universidad pública, al estado nacional, y esto también habla de un estado de la cuestión, de un espacio común que debe ser construido y protegido de los temporales inhumanos.
Recordemos la lección de Sartre: un libro es el producto de una voluntad libre del escritor que sale al encuentro de otra voluntad libre y generosa del lector. Cuando ese encuentro se verifica, algo ocurre. Esa palabra no apela a la eficacia destructora de un insulto o un agravio y puede sembrar la semilla de algo que no sabemos muy bien qué es ni cuándo florecerá. Y precisamente por eso, porque no sabemos lo que puede una palabra dicha con cuidado y amorosidad es que debemos confiar en su ineficacia inmediata: esa es la garantía de su poder político indeterminable pero cierto. Es el mínimo indispensable para que las palabras sean vehículos que transporten y comuniquen los sentidos más sutiles y delicados. Volver a proclamar como un canto o un susurro “arriba los que van a Guaite” es confiar en la unión de una empresa comunitaria.