Prólogos

"Mi padre, antes que nada, era un poeta"

Una antología esencial de la obra de Leonard Cohen

El hijo del poeta, novelista y cantautor canadiense persenta aquí la antología de Salamandra de poemas, canciones y dibujos del Premio Príncipe de Asturias de las Letras, fallecido en 2016. "Cada página de papel que emborronó es la perdurable evidencia de un alma en llamas", escribe.

Por Adam Cohen. Traducción de Alberto Manzano Lizandra.

 

Este libro contiene los últimos esfuerzos de mi padre como poeta. Ojalá lo hubiese visto terminado, y no porque en sus manos hubiera sido un libro mejor, más acabado, más generoso y estructurado, ni porque, de una manera más fiel, hubiera reflejado lo que mi padre quería ofrecer a sus lectores, sino porque su cometido era lo que lo mantenía vivo al final de sus días, su único objetivo vital.

Durante el difícil período de su escritura, mi padre enviaba emails con «no molestar» a los pocos que solíamos pasar a verlo. Reanudó su compromiso con la práctica de una meditación rigurosa a fin de que su mente se concentrara en el trabajo mientras múltiples fracturas en las vértebras le provocaban un profundo dolor y su cuerpo se debilitaba por la enfemedad. A menudo me comentaba que, con todas las estrategias de las que se había servido en el arte y la vida durante su rica y complicada existencia, habría deseado mantener con mayor firmeza el reconocimiento de que la escritura era su único consuelo, su verdadero propósito.

Mi padre, antes que nada, era un poeta. Y, como hizo constar en los cuadernos que aparecen en este libro, consideraba su vocación como el «mandato de D­­--s de entrar en la oscuridad». (Los guiones indicativos de la veneración de mi padre a la deidad, su reticencia a escribir el nombre divino, incluso en inglés, son una vieja costumbre judía y la más manifiesta evidencia de la fidelidad que mi padre alterna ba con su libertad.) «Religión, maestros, mujeres, fama, dinero, drogas, el viaje [...], nada me coloca tanto, ni me alivia el sufrimiento, como emborronar páginas, escribiendo.» Sin embargo, esta declaración de intenciones era también una declaración de remordimiento: presentaba su consagración literaria como una explicación de lo que él consideraba que había sido un pobre servicio como padre, unas fallidas relaciones sentimentales y un absoluto desinterés por sus finanzas y su salud. Recuerdo lo que escribió en una de sus canciones menos conocidas (y una de mis favoritas): «Fui tan lejos en busca de la belleza, dejé tanto atrás.» Aunque todo parece indicar que no fue tan lejos: desde su punto de vista, lo que había dejado atrás era insuficiente. Y este libro, él lo sabía, iba a ser su última ofrenda.

De niño, cuando le pedía dinero para comprarme unas chuches en la tienda de la esquina, solía decirme que buscara en los bolsillos de su chaqueta algún billete suelto o unas monedas. Y, mientras buscaba, siempre me topaba con un cuaderno de notas. Después, en el transcurso de los años, cuando le preguntaba si tenía un encendedor o unas cerillas, invariablemente, al abrir los cajones, mis dedos tropezaban con blocs de papeles escritos. En cierta ocasión, cuando le pregunté si tenía una botella de tequila, me dijo que mirara en la nevera, donde encontré un cuaderno de notas extraviado, congelado. De hecho, conocer a mi padre era (entre muchas otras cosas maravillosas) conocer a un hombre con papeles, cuadernos y servilletas de bar, todos con su distinguida caligrafía, diseminados (cuidadosamente) por todas partes. Procedían de mesitas de noche de hoteles, o de tiendas de todo a cien; las libretas doradas, encuadernadas en cuero, lujosas, o que, por su aspecto, parecían importantes, jamás las utilizaba. Mi padre prefería recipientes humildes. A principios de los años noventa, había armarios llenos de cajas de libretas, cuadernos que contenían una vida de dedicación a lo que más le definía. Escribir era su razón de ser. Era el fuego que atendía, la llama más importante que avivaba. Nunca se extinguió.

Hay muchos temas y palabras que se repiten en el trabajo de mi padre: «roto», «congelado», «desnudo», «fuego» y «llama». En la contracubierta de su primer álbum, vemos (como escribiría después en una canción) las «llamas que siguen a Juana de Arco». En su célebre composición «Who by Fire?» («¿Quién con fuego?») preguntaba sobre el destino de los seres humanos, una cuestión que extrajo con picaresca de una oración judía. «Encendí una fina vela verde para darte celos.» Una vela que sólo fue la primera de muchas combustiones. En esta obra hay fuegos y llamas para la creación y la destrucción, para el calor y la luz, para el deseo y la consumación. Encendía las llamas y las atendía diligentemente. Estudiaba y tomaba nota de sus consecuencias. Se sentía estimulado por su peligro; a menudo hacía comentarios sobre el arte de otras personas diciendo que no manifestaba suficiente «peligro», y alababa la «emoción de un pensamiento encendido».

Esta ardiente preocupación duró hasta el final. «Lo quieres más oscuro / Apagamos la llama», salmodió en su último disco, su álbum de despedida. Murió el 7 de noviembre de 2016. Ahora todo parece más oscuro, pero la llama no se ha apagado. Cada página de papel que emborronó es la perdurable evidencia de un alma en llamas.

 

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