Entrevistas Autores latinoamericanos

"En Chile nos faltó un Aira"

Entrevista a Diego Zúñiga

Tras el rastro del asesino en serie más violento del Chile de la post dictadura, el escritor perfila en Racimo (Penguin), su segunda novela, la arquitectura de la tragedia en América Latina. “La literatura es un lugar más bien de ambigüedades”, dice, mientras viene llegando su nuevo título: Niños héroes.

Por Patricio Zunini. Foto Carlos Quezada

El fotógrafo de un medio modesto tiene la misión de registrar la imagen inverosímil de una virgen que llora sangre. Pero entonces, una imagen aún más improbable puebla los televisores del mundo: dos edificios de 400 metros son derribados por aviones de pasajeros. La virgen y las noticias locales quedan entre paréntesis. En medio de esa crisis destinada a reorganizar el orden mundial, no hay lugar para el realismo mágico, como tampoco para la violencia doméstica ni el drama de los obreros. A partir del caso real del secuestro y muerte de 14 mujeres mientras el mundo prestaba atención a la caída de las Torres Gemelas, Diego Zúñiga dibuja en Racimo, su segunda novela, la fisonomía de los conflictos en América latina, siempre sordos y siempre mudos.

Racimo es fuerte y concisa, con un grado mayor de madurez que Camanchaca, su novela anterior. Como en aquella, la intemperie del desierto y la soledad marca el ritmo. Pero por el tono y el tema, también se puede vincular Racimo con “La parte de los crímenes” de 2666, de Roberto Bolaño. En los últimos tiempos, han aparecido muchos imitadores y pocos herederos de Bolaño: Diego Zúñiga, indudablemente, está entre los segundos. 

—Empecé a escribir Racimo en 2008 —dice— y uno de mis miedos más grandes era la sombra de Bolaño. Entre otras cosas por eso me demoré tanto. Bolaño es un problema, sobre todo para mi generación. Nadie quiere sentirse tan vinculado. Es raro, porque leí Los detectives salvajes a los 17 y fue un mazazo en la cabeza. Y un par de años después leí 2666 y ahí me quedé atrapado mucho tiempo. Fue muy importante en mi etapa formativa. Sobre todo el Bolaño recomendador: le debo haber descubierto La sinagoga de los iconoclastas, Zama, Meridiano de sangre, la autobiografía de Ellroy. Y también le debo el mirar a Borges sin tanta solemnidad. Siempre digo que en Chile nos faltó un Aira: Bolaño iba a ser una suerte de Aira, alguien que venía a abrir las ventanas y te daba libertad. 

Además de escritor y editor, sos periodista: ¿qué herramientas te dio la ficción para elegir contar estos hechos como una novela y no como una investigación?

—Lo primero fue tiempo. Los hechos pasaron en 2001; yo finalmente la escribí en 2013 o 2014, con una perspectiva absolutamente distinta. El caso era muy espectacular: un psicópata mata a 14 mujeres. Pero no quería contarlo desde la espectacularidad y la literatura me permitía entrar en otros lugares. El periodismo te exige muchas certezas y la literatura es un lugar más bien de ambigüedades. El periodismo necesita de cierta precisión; la literatura me dio la oportunidad de llegar con otra mirada, poner el foco en otros lugares. 

Quería preguntarte sobre la voluntad de narrar el Chile de los 90-2001, una época en que tenías sólo 14 años.

—Obviamente tiene que ver con la formación de uno. En mi casa se hablaba mucho de política y yo vivía en Iquique, que era la ciudad preferida de Pinochet. Había muchas tensiones. Pero también yo quería escribir una novela que, casi como un acto vanguardista, no tuviera nada que ver con la autoficción. Ir a ese tiempo que no era el mío me permitió tener otra distancia. Ahora estoy pensando en una novela nueva que narre el comienzo de los 90. No es mi década; pero el otro día volví a ver el documental de Andrés Di Tella sobre Piglia y hay un momento en que Piglia se pregunta en qué momento la historia se mete en tu vida: los 90 en Chile fue una época muy rara y que creo que hay que indagarla. 

Hace unos meses salió Viaje al fin de la memoria, de Gastón García Marinozzi, que cuenta la caída de las Torres Gemelas. Ahora la tuya también trabaja el tema. ¿Empezó a contarse el 11 de septiembre de 2001 desde América Latina?

—Nosotros estamos siempre supeditados a la mirada de los gringos; es muy bueno darle un giro y ver cómo se mira eso desde acá. No he leído esa novela, pero tengo muchísimas ganas. Me parece interesante darle un vuelco a los grandes hechos. Fuimos parte. Creo que fue el primer momento en que sentí que estaba viendo algo histórico.

Hay una idea que ronda la novela sobre aquello que no se puede decir. A diferencia de Camanchaca, que se podría decir que parece una road movie, en Racimo el uso de la imagen tiene que ver con lo indecible.

—La literatura tiene que ver con lo que no se puede decir. Hace poco confirmé que primero vi “La ciénaga” y “La niña santa” y después escribí la Camanchaca. La figura de Lucrecia Martel fue central; vi sus películas y me dije que quería hacer eso en la literatura. Ahora abunda la literatura contenida muy de la escuela gringa a lo Carver, pero lo que me interesaba de Martel era otra cosa. Rulfo también fue muy importante, sobre todo las fotografías. Se tiende a pensar que el minimalismo es gringo, pero es mucho más complejo. Me gusta generar cruces con otras posibilidades de lenguaje. En el caso de Camanchaca estaba el tema de la radio. En Racimo, la fotografía tiene que ver el intento de dejar testimonio de aquello que no se puede registrar.

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