"El estado en el que se escribe una crónica tiene un grado de extrañeza"
Ph | Carlos Bogni
Roberto Merino
Viernes 15 de setiembre de 2017
Invitado al próximo Filba, el escritor y cronista chileno es autor de libros como Transmigración, Melancolía artificial, En busca del loro atrofiado. "Hay instrumentos en la escritura que permiten indagar cuestiones que están un poco sepultadas en la memoria", dice, entre otras cosas y repasa todos sus libros. Una entrevista de Gonzalo León.
Por Gonzalo León.
Roberto Merino (1961) es un escritor y poeta chileno, autor de un par de libros de poesía (Transmigración, publicado hace treinta años y reeditado recientemente, y Melancolía artificial, publicado hace dos décadas y reeditado por Ediciones Universidad Diego Portales), de varios libros de crónicas (Santiago de memoria, Horas perdidas en las calles de Santiago, En busca del loro atrofiado y Barrio República) y de un par de libros de ensayos. Cuando aún vivía Pedro Lemebel, él y Merino eran los referentes de la crónicas chilena contemporánea: más allá de publicar en medios –con líneas editoriales muy diferentes– poseían una pluma que gustaba a unos y otros, y presentaban visiones o miradas alejadas entre sí pero que confluían en cierta apelación al pasado: la de Lemebel más política y la de Merino más literaria.
Este escritor, conocido y respetado en el país trasandino, desde hace cinco años ha ido ganando reconocimiento y prestigio tanto en Latinoamérica como en ciertos países de Europa; sin ir más lejos fue publicado en Argentina (En busca del loro… fue editado en 2012) y el año pasado el periódico inglés The Guardian lo llamó “el secreto mejor guardado de la literatura chilena”. Quizá por este mismo reconocimiento es uno de los invitados del FILBA.
En esta entrevista Merino pasa revista a algunos de sus libros, descubriendo que la biblioteca de su abuelo fue muy importante en el anacronismo en el que se formó, y adelanta la narración de largo aliento en la que trabaja hace más de veinte años y en la que “no he trabajado lo suficiente para terminarla”.
Has dicho en algunas entrevistas que el libro tuyo que más te gusta es Melancolía artificial. Allí hay un poema que se titula ‘Tacuarí 80 (Buenos Aires)’. ¿A qué apela este poema?
Es una cosa bastante evanescente, y también está originada en una equivocación porque mi papá siempre me hablaba que cuando joven había estado en un hotel llamado España, y en uno de los viajes que hice a Buenos Aires pretendí hospedarme en el mismo hotel, pero parece que ya no era lo mismo o me equivoqué, porque al que yo fui era lo que los porteños llaman albergue transitorio. Igual era un lugar extrañísimo, y estuve un par de días, y el poema es un poco la evocación de lo que se veía por la ventana o del paisaje anímico que alcanzaba a vislumbrar.
En ese mismo libro hay un epílogo que funciona como ensayo sobre tus poemas, hay citas de muchos libros, muchos de ellos los leíste en tu adolescencia. Y aparece citada una “crónica hilarante dedicada a ‘Las ciencias ocultas en la ciudad de Buenos Aires’, de Roberto Arlt”.
En verdad esa referencia a Arlt era una cuestión bastante asociativa porque estaba hablando de un título de un poema mío (‘Pluralidad de mundos habitados’), que era además un libro en francés que siempre veía en la biblioteca de mi abuelo, y traté entonces de establecer cierta capa geológica de un tipo de conocimiento, de un tipo de lecturas de principios del siglo XX, finales del siglo XIX, y eso pasaba por el esoterismo. Y era una asociación porque el libro Pluralidad de mundos habitados tenía que ver con la vida extraterrestre, especulaciones no empíricas, o especulaciones puras, luego hacia a principios del siglo XX hubo una oleada de espiritismo de diversa raigambre en Santiago, en Buenos Aires, en París, y supongo que también en otras ciudades, donde se mezclaba el espiritismo con ciencias esotéricas. Posterior a Melancolía artificial apareció en Chile un libro sobre el espiritismo en Chile, de Manuel Vicuña, que situaba muy bien ese tipo de inquietudes, e incluso hace una lectura política.
Dentro de esa biblioteca que citás hay un libro muy raro de Ernst Haeckel, quien acuñó la palabra “ecología”, que llevó el darwinismo social a Alemania y que, entre otras locuras, planteaba que ciertas tribus australianas estaban más cerca de ciertos animales que de los humanos. ¿Cómo llegás a estas lecturas?
Hubo un momento, como le sucede a todo el mundo en la pubertad, en el cual tenía una especie de sed muy intensa de asimilar conocimiento, quería ubicarme dentro de una especie de mapa de conocimiento y suponía que había un lugar donde debía ubicarme que no conocía del todo; entonces trataba de absorber la mayor cantidad posible de lecturas, era como si estuviera buscando un camino en esa pluralidad de mundos habitados, sin una guía, sin alguien que me contextualizara las cosas; mi abuelo estaba muerto, y me introduje en su biblioteca un poco tanteando por dónde ir y leía muchas cosas extrañas. Ahora Haeckel fue un tipo importante para la ciencia, ¿no?, el hecho es que leí cosas muy diversas, muy desordenadas, y de una biblioteca que era una herencia asumida sin mayor conciencia de mi parte, una herencia de inflexiones culturales de generaciones anteriores, de intereses de mi abuelo, e incluso hay un tipo de libros que son absolutamente generacionales, de él, ya que en muchas casas de determinada época se encontraban libros de Enrique Araya, Jorge Délano, etcétera. Yo lo veo desde ese punto de vista, fueron libros que consumí en la búsqueda de algo que no tenía claro, en la búsqueda de una especie de localización. La sabiduría de los antiguos, de Annie Besant, por ejemplo, lo leía de un modo ingenuo, pensando que las cosas que estaban escritas eran equivalentes a la verdad, pero era tal la diversidad de textos que muy pronto quedé perplejo, confundido.
Thomas de Quincey escribe en Bosquejos de infancia y adolescencia que un burgués en la posición de su padre podía dejar como herencia tres cosas: dinero, propiedades y una biblioteca, pero pone énfasis en la biblioteca porque ahí había no sólo educación sino también entretención. ¿Podrías explicar cómo fue esa relación con la biblioteca de tu abuelo, con esa herencia no asumida que decís?
En esa casa nunca fue planteado de esa forma el asunto de la biblioteca, es probable que un pensamiento de esa naturaleza estuviera detrás de todo, pero no había una voluntad declarada de dejar una herencia de ningún tipo, estaba ahí simplemente. Sin embargo, parece que era tan notoria mi dependencia de ella que el poeta Rodrigo Lira hizo una caricatura una vez, y en ella aparecía yo manejando un triciclo –de esos repartidores– y llevaba el ataúd de mi abuelo y los libros acumulados, de modo tal que para mirar hacia adelante tenía que moverme hacia el costado, ¡los libros y el ataúd me impedían la visibilidad! Yo creo que en verdad lo que más me marcó de todas esas lecturas fue una especie de anacronismo, porque me sumergí en mundos de épocas anteriores a las que me había tocado vivir, entonces los experimenté con mucha intensidad, y eso creo que fue importante en mi vida. Esta cuestión de experimentar el pasado, pero también tenía que ver con el encierro que se vivía en esa casa, ahora me imagino que lo de De Quincey está vinculado a un momento en que los libros como transporte de conocimiento, de sensibilidad o de lo que fuere era mucho más exclusivo que hoy. Hoy uno puede tener experiencias estéticas muy diversificadas, los libros dejan de tener ese vibrato de ese objeto sagrado.
Pensando en el anacronismo. En tus crónicas, en especial en tu primer libro, Santiago de memoria (1996), las calles son portadoras de la historia de esa ciudad, pero no del presente. Además no está la gente en ella, no es como en las novelas vanguardistas de principios del siglo XX, donde se sentía la urbe y la gente, hablo de Ulises y de El hombre sin atributos. ¿Esas primeras crónicas las sentiste así?
Creo que tienes razón en parte. Me parece que en las crónicas de Santiago de memoria el peso estaba inclinado hacia el pasado, hacia la información de archivo, o documental, y de algún modo el ángulo de la mirada estaba orientado hacia allá. Pero también, cada vez que hablaba de un lugar, había algo de lo que se podía ver en el momento. Mi método era el siguiente: elegía un lugar o me lo asignaban o lo acordaba, iba allá, echaba un vistazo, sacaba dos o tres observaciones que consideraba rescatables y luego empezaba a bucear en estos libros que había en mi casa, sobre todo de cosas chilenas, y lograba encontrar siempre pistas e información un tanto rara, y armaba la crónica con esos dos movimientos: una cuestión presente y otra pasada que era mucho más significativa, más protagónica, pero luego se fue revirtiendo ese proceso y me fui quedando con la mirada del presente, y en mi segundo libro de crónicas hay crónicas que ni siquiera tratan de despertar o resucitar el pasado, lo infieren o lo especulan, y se va abandonando el archivo y va quedando la mirada.
Precisamente ahora iba a tu segundo libro, Horas perdidas en las calles de Santiago. Algunos de tus libros de crónicas, como éste y En busca del loro atrofiado, tienen una estructura muy singular porque van más allá del género. En el primero da la sensación de estar ante una obra reunida de un escritor, que en ese entonces tenía menos de cuarenta años, y en el otro se ha dicho que era como la novela que nunca ibas a escribir.
Yo creo que fue Germán Marín quien le dio ese carácter de obra reunida, cuando era editor de Sudamericana Chile, y metió muchas cosas que eran muy aledañas al tema de Santiago, como una entrevista al Tony Canarito (hermano de Nicanor Parra) y un texto sobre el arquero de Colo-Colo. Ahora en El loro atrofiado creo que en algún momento, esto lo tengo en la nebulosa, pero me parece que decidí abandonar explícitamente las crónicas de ciudad, por lo que dije una vez: no quería convertirme en un “santiagólogo”, porque veía algo desagradable en la especialización, no quería ser el huevón que entretiene a la gilada o en el contador de anécdotas, porque esa era una demanda que ya sentía sobre mí: me llamaban de las radios para pedirme que les recomendara cosas que yo no sabía, como lugares baratos tipo “picadas”, como les decimos en Chile a los bodegones, lugares a los que yo no iba, pero muchos suponían que era una especie de entretenedor en temas urbanos y tenía que saber de ciertas cosas. Y está bien entretener, ¡pero hasta cierto punto! No todo se reduce a la anécdota, entonces renuncié al tema santiaguino, luego las crónicas se fueron haciendo más íntimas, con un sello más existencial, y de esas crónicas se armó En busca del loro atrofiado. Ahí hay un personaje y un narrador mucho más marcado, más caracterizado, y por supuesto una novela se arma de manera consecutiva, y en este caso si bien fueron redactadas como crónicas, también pude haber hecho algún tipo de cabriola y haberla presentado como novela. A mí no me gustan los trucos, no lo habría hecho, me parece que los textos fueron concebidos como crónicas y está bien que hayan permanecido así, pero claro, era una posibilidad literaria leer eso como novela. Ahora los personajes secundarios son demasiado fantasmales, no hay ninguno que se demarque, pero por supuesto ahí hay un rudimento de una historia y de una condición existencial, hay un individuo que está en una etapa crítica de su vida y que estructura el mundo desde su crisis.
Si analizamos tus crónicas a lo largo del tiempo, y también por lo que vos decís, parece que tuvieran dos movimientos: primero desde el pasado hacia el presente y luego desde afuera hacia adentro, hacia una intimidad muy potente. ¿Coincidís con esta apreciación?
Sí, estoy de acuerdo que se nota ese doble movimiento, aunque para mí esas distinciones no son tan nítidas, porque el estado en el que se escribe una crónica tiene un grado de extrañeza, no estrictamente una volada o un sueño, pero es un estado de algún modo sustraído de la realidad, y por lo tanto esas categorías pasado/presente y afuera/adentro más que ser pasado o presente creo que insinúan transiciones entre una y otra. Por ejemplo, hace poco escribí de una situación que viví en 1981, en mi juventud, y la dediqué entera a eso, sin digresiones, simplemente era una caminata junto a un grupo de jóvenes, y me parece que la invocación de ese momento extinguido o fugaz de la vida es una experiencia presente, de hecho la sensación que tuve al reconstruir esa caminata fue que el tiempo había pasado en el lapso de un suspiro, porque las imágenes pasadas están en un grado de inminencia, o al alcance de la mano, fueron por decirlo así recién, y eso produce un abismo y supongo que esa sensación se filtra en el texto hacia el lector, y de algún modo el texto está vivo por eso; es la imagen del pasado experimentada por la memoria, y la actividad de la memoria es presente mismo.
Si bien En busca del loro atrofiado pudo haber sido tu novela, ahora, como decís, sin trucos estás escribiendo una narración de largo aliento, que tiene por título Taumatropio. ¿En qué consiste este proyecto?
El nombre es provisorio, no sé, me gustaría ponerle un nombre más claro, el actual es un anacronismo y no creo que nadie lo use, porque es el nombre de ese juguete antiguo que tenía un pajarito dibujado en un lado y una jaula en el otro, sobre una cartulina circular atada a dos hilos, y uno hacía girar la cartulina y el pájaro aparecía adentro de la jaula, se trataba al fin de cuentas de una ilusión óptica. El hecho es que llevo una cantidad vergonzante de años metido en este proyecto y no es que me haya demandado mucho trabajo, sino todo lo contrario: no he trabajado lo suficiente para terminarla. Me parece que los primeros textos se dieron hacia el año 1996, me acuerdo muy bien del espesor emocional en el que empecé a escribir, fue una cuestión vinculada a estos mismos temas que estábamos hablando antes: la experimentación del pasado como hecho de plena actualidad. Para variar tiene que ver con la memoria, pero sobre todo tiene una escritura distinta a la de las crónicas porque las crónicas están estructuralmente determinadas –al menos yo las entiendo así– por el medio en el que aparecen. Hay ciertas claridades que son inherentes al género y en este caso se trata de un territorio aparte, porque al plantearse como novela, aunque no en términos canónicos, estoy usando la escritura como indagación, donde se puede llegar a cualquier lado. Lo que trato, en definitiva, es generar una especie de trance, en el cual aparezcan cosas totalmente inopinadas, lo que indica que la parte inconsciente está más liberada. Ahora, en cierto modo, la distinción con las crónicas sería una cosa de espacio para tomar vuelo: tú tienes una pista de 500 metros y otra de 3500, y ésta sería la más grande, en la que uno sigue tomando vuelo y sigue tomando vuelo, ésa es como la idea. Pero en términos temáticos sería un poco parecido a estas crónicas más íntimas, siendo una escritura distinta el resultado es radical, no teniendo como lector modelo o promedio al que uno siente cuando escribe en un diario, sino más bien que el primer lector soy yo mismo, como si estuviera experimentando. Hay instrumentos en la escritura que permiten indagar cuestiones que están un poco sepultadas en la memoria.