Una verdad del futuro
Benjamin por Groys
Viernes 22 de julio de 2016
"La filosofía vive de la imposibilidad de satisfacer su deseo por la verdad" escribe Boris Groys alrededor de Walter Benjamin, uno de los pensadores que toma en Introducción a la antifilosofía (Eterna Cadencia Editora).
Por Boris Groys.
La relación de los intelectuales con la política suele describirse en términos de compromiso. Se produce de ese modo la impresión de que el intelectual es relativamente libre con relación a la política: puede comprometerse o no. Hay sin embargo conflictos de los que el intelectual no puede evadirse, que lo obligan a hacer política, quiéralo o no. Un conflicto de este tipo es el conflicto entre la religión y la filosofía. En el contexto de la cultura europea, este conflicto resulta ineludible. De una manera u otra, todo intelectual se ve obligado a tomar posición en él, y eso significa: adherir a uno u otro de los lados, reconciliar ambos lados, declarar al conflicto mismo como ilusorio, trascenderlo, deconstruirlo, etc. Todos estos posicionamientos estratégicos son de naturaleza política, y acarrean posicionamientos políticos ulteriores con relación a otros campos de conflicto. El conflicto entre religión y filosofía puede formularse, en el contexto de la tradición cultural europea, como conflicto entre Jerusalén y Atenas –las fuentes universalmente reconocidas, aunque también extremadamente heterogéneas, de ambas tradiciones–. Y el paso desde allí a otros conflictos todavía más duros en el campo de la política “propiamente dicha” es corto. En lo que sigue, me contentaré con hacer un comentario sobre la política de Walter Benjamin con relación al conflicto entre religión y filosofía, dejando otros conflictos en un segundo plano.
En lugar de la palabra “religión”, a menudo se emplea “teología” para definir con mayor precisión el discurso teológico que se encuentra en una relación de competencia con la filosofía. ¿Pero cómo pueden distinguirse entre sí la filosofía y la teología? Soy plenamente consciente de que resulta difícil, si no imposible, efectuar esa distinción, puesto que esta toca cuestiones centrales tanto de la filosofía como de la teología para las que estamos lejos de tener respuestas y que tampoco pueden ser abordadas aquí en forma sumaria. Quiero, no obstante, arriesgar una distinción, con el objetivo particular de formular una hipótesis sobre el sentido en el que ciertos textos de Benjamin, o incluso la mayoría (textos como por ejemplo el “Fragmento teológico-político”), pueden efectivamente ser entendidos como teológicos en vez de como filosóficos.
La teología, como es sabido, se ocupa tanto como la filosofía de la pregunta por la verdad, e incluso por la verdad del “todo”, como sea que se lo entienda. Pero la relación de cada una con la verdad es fundamentalmente diferente. La filosofía es por definición el amor a la verdad y presupone la ausencia real de la verdad, de la sabiduría, de la sofía. La filosofía aspira a la verdad, pero no la posee, ni puede tampoco poseerla. La filosofía espera que la verdad venga siempre del futuro. Para ella solo una verdad radicalmente nueva, futura, desconocida, impensada y acaso también impensable puede ser considerada como tal. El proyecto filosófico es un proyecto abierto, infinito, que se opone a su realización definitiva. La filosofía vive de la imposibilidad de satisfacer su deseo por la verdad, de la imposibilidad de una unión definitiva con Sofía. Si esa unión llegara alguna vez a realizarse, ello constituiría una catástrofe para la filosofía, sería su fin.
La filosofía es solo posible mientras Sofía no renuncie a su juego de seducción, mientras no se entregue a la filosofía. Y dado que la filosofía es en este sentido el puro deseo, ella es también pura actividad, trabajo. La filosofía hace un trabajo ininterrumpido: el trabajo del conocimiento, el trabajo de la crítica, también el trabajo de la deconstrucción. Ese trabajo es pues también una forma de producción, a saber: la producción permanente de nuevos discursos, escritos, sistemas, métodos, actitudes y maneras de pensar filosóficos.
La teología supone, por el contrario, que la verdad ya se ha mostrado, que la unión con la verdad ya ha tenido lugar, que la verdad ya ha sido revelada y proclamada. Eso no significa que la teología crea estar en plena posesión de la verdad, pues la verdad proclamada se ve constantemente amenazada por el olvido. El avance del tiempo arrastra a los teólogos cada vez más lejos de la verdad. El trabajo del teólogo no es pues un trabajo de producción, sino de reproducción. Se trata de un trabajo del recuerdo, de un cultivo del recuerdo de la primera vez, del momento en que la verdad se mostró por primera vez al hombre, en que le habló por primera vez, le tuvo clemencia por primera vez. Y cuanto más se enfrasca el teólogo en este trabajo del recuerdo con tanta más claridad se da cuenta de que es impotente frente a la fuerza del olvido, de que todas las reproducciones contribuyen a la destrucción del original, de que todo trabajo del recuerdo promueve el olvido. La razón de ello es fácil de comprender: ni el proyecto de producir la reproducción más exacta o de recordar con la mayor precisión el acontecimiento original deja de ser un proyecto, es decir, permanece infectado por la filosofía, por el futuro, por el progreso. Y todo lo que está infectado por el progreso lo arrastra a uno cada vez más lejos de esa verdad que se mostró y que fue proclamada y experimentada en el pasado.
Ahora bien, resulta indiscutible que Benjamin es ante todo un pensador del recuerdo y de la reproducción. Eso solo ya lo hace un teólogo. De una manera sumamente ostensiva, evita pues presentar su propio discurso como una nueva y desconocida doctrina filosófica sobre la verdad, y mostrar cómo se diferenciaría de otros discursos anteriores y por qué sería mejor, más claro o más convincente que todos los otros. En suma: evita cualquier prueba de que su discurso se acercaría más a la verdad que todos los anteriores –pruebas que normalmente se consideran imprescindibles en un texto filosófico–. Pero a Benjamin no le preocupa la producción de la verdad, sino su reproducción. Y el carácter fidedigno de la reproducción no se garantiza por medio de innovaciones, giros o rupturas filosóficos, sino por medio de regulaciones, demarcaciones, restricciones y prohibiciones cuyo fin es excluir una eventual desviación de la reproducción respecto del original. En lugar de formular pruebas, Benjamin formula precisamente regulaciones y demarcaciones de este tipo.