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Literatura infantil y juvenil

Pies para qué los quiero...

De izquierda a derecha: Sandra Comino, Mario Méndez, Paula Bombara y Larisa Chausovsky
Segundo encuentro en la librería
Paula Bombara, Sandra Contreras y Mario Méndez participaron de un panel moderado por Larisa Chausovsky en el que abordaron las preguntas sobre por qué leer, para qué leer, cómo leer.

En el marco del ciclo de Literatura Infantil y Juvenil que se viene desarrollando todos los martes en la librería, los escritores Mario Méndez, Paula Bombara y Sandra Contreras, con la moderación de Larisa Chausovsky --coordinadora de Filbita-- participaron del panel "Pies para qué los quiero..." que aborda las preguntas sobre por qué leer, para qué leer, cómo leer. ¿La metáfora del libro alado agota la función de un libro? Aquí la transcripción del encuentro.

Quería que cada uno nos cuente qué le pasa con las preguntas de para qué leer, cómo leer, por qué leer. ¿Se responden en algún momento? ¿Son preguntas retóricas?

Paula Bombara: Yo no me contesto esas preguntas, en realidad. Ubicándome en la infancia, que es donde está el origen del placer por la lectura en mi historia, leer siempre fue muy fácil. Mientras buscaba textos para hoy, me encontré con uno que fue importantísimo cuando llegué a Buenos Aires, que era el libro de cuentos de los Soga, de Graciela Montes. Mis cuatro o cinco años fueron muy difíciles y pensar que los Sogas existían y que se refugiaban en una cajita de azafrán era increíble. Era un refugio muy grande. La lectura era un lugar donde encontrar respuestas para cualquier pregunta. Y que se escape siempre de las definiciones. Para mí, los diccionarios eran lugares donde las dimensiones de las palabras se veían observadas. Me gustaba que tuvieran un significado, pero nunca estaba todo lo que esa palabra era para mí. Pensaba, y lo sigo sosteniendo, que no hay límites, no hay compartimentos cerrados cuando un piensa en las lecturas.

Sandra Comino: Vamos a coincidir todo el tiempo. Yo me recuerdo leyendo y escribiendo. Siempre fui muy blanca y me mandaban a tomar un poco de sol; vivía en el campo. En mi casa no había muchos libros, no había biblioteca de los adultos, pero había una preocupación para que nosotros sí tuviéramos. Mi recorrido lector era la biblioteca del colegio y el librero. Las preguntas surgieron mucho después, porque jamás en la vida pensé que me iba a dedicar profesionalmente a esto. Descubrí esto de por qué leer y cómo leer después de terminar el magisterio, cuando me vine a Buenos Aires y conocí a Lidia Blanco, que fue mi profesora de literatura infantil. Ahí empezaron mis cuestionamientos y pude explicarme cosas que me surgían y no sabía el porqué. De ahí viene la idea de la literatura como refugio, de búsqueda, como dice Paula.
Yo más que historias, buscaba mundos. Y los encontraba, por ejemplo, en Green, o en Perrault o en Andersen. Mi recorrido lector a partir de los ocho años es la contratapa de la colección Robin Hood. Un autor me llevaba a otro y ahora, con toda la teoría que tengo, me doy cuenta qué me gustaba. El recorrido lector te forma el juicio crítico. El lector se forma, el gusto se adquiere, y hay libros que te entran. Por ejemplo, el primer libro que conservo es Las doce princesas bailarinas: con el paso del tiempo me di cuenta de que tenía elementos que rompían el estereotipo de Cenicienta. No me voy a explayar en eso porque estaría robando el tiempo, pero la heroína era la más vieja de las hermanas y no la más chica, y encima se casaba con un soldado viejo. Entre todos los cuentos que caían en mis manos, este por alguna cuestión me gustó. Después hay un hilito con Jane Eyre, que tiene características similares. Para mí eso es la construcción de mundos. Uno busca mundos en las lecturas y ese mundo te forma juicios críticos, que tiene que ver con las ideologías. Pero ya me voy para otro lado.

Mario Méndez: Yo me formé desordenadamente. Mi familia no era muy lectora, pero me leían de chiquito. Cuando estuve en una charla acá hace un par de años traje —hoy no los quise traer para no repetirme— dos libracos grandotes de Sigmar, que eran Caperucita y Las ardillitas mellizas, y que fueron mis libros de apertura. Fui lector desde bastante antes de saber leer; era una cosa que traía de gusto. Y después, a diferencia de la historia de Sandra, leía la colección de Billiken, que más que nada traía adaptaciones.
Las preguntas me las hice cuando empecé a trabajar con maestros: por qué elegir determinado libro, para qué leer con los chicos. Fueron preguntas que me hice como propiciador de la lectura, como puente. Antes, nunca me había hecho la pregunta de para qué porque era algo natural. Yo leo desde chiquitito, no puedo estar sin leer, no pasa un día sin que lea, no puedo viajar si no tengo un libro, me voy a la cama o al baño con un libro, es una necesidad incorporada. Para qué leer es, para mí, como preguntarse para qué comer. Y cómo leer tampoco fue una pregunta que me hiciera, quizá por estas lecturas desordenadas. La carrera de Letras no me sirvió, porque instalaba una manera, un cómo leer, que no me interesaba. Yo quería seguir leyendo de manera ingenua, que era lo que se criticaba en Letras, o por lo menos lo que yo entendía que se criticaba. Mi lectura sigue siendo ingenua, hedonista y desordenada.

Paula Bombara: Me quedé pensando en esto que decías [Mario] de la lectura como necesidad fisiológica. Yo creo que al descubrir ese placer de tan chicos se nos estructuró el cerebro. Hay un neurocientífico que dice cómo el cerebro del lector está estructurado de otra manera. Bueno, tenés el cerebro así, Mario. [Risas] Ya está, no tenemos vuelta atrás. Es una necesidad como comer. Yo sigo insistiendo: el placer y la búsqueda están sumamente entrelazados.

Sandra Comino: Por eso debe ser tan lindo encontrarse con otro lector. Creo que llega una altura de la vida en que ya no puedo tener nuevas relaciones con no lectores. Suena horrible, pero me parece que el intercambio es lo más lindo. El Wikipedia de mi época era el Larousse naranja: si en una novela que me gustaba nombraban un lugar, aunque los diccionarios sean aburridos, lo buscaba en el Larousse y del lugar por ahí me iba a otra obra y otro autor y hacía todo un recorrido como el que uno hace en Google ahora. Es una búsqueda caótica y desordenada, pero a la vez tiene una estructura porque se siguen caminitos.

Paula Bombara: Me acordé de algo que me contó hace poco mi abuela. Hubo un tiempo en que viví con mi abuela, cuando era chiquita. Tenía una de esas bibliotequitas que te llegan a la cadera, ya ni sé qué libros tenía, pero hacía caminitos con los libros. Los ponía como puntos en donde tenía que pisar y llegaba cada vez más lejos. Es lo que hacemos con esas búsquedas. Lo que me pasaba de chica era que me quedaba corto lo que me decían, no me alcanzaba como explicación. En eso Google está buenísimo porque nunca te deja una sola mirada. Podés rumbear para el lado que quieras. Para construir el pensamiento crítico hay que presentar muchas maneras de la realidad. Si presentás una sola no estás ayudando a construir ninguna estructura diferente. Y lo rico de los lectores que se están formando es que nos pueden aportar y podemos enriquecernos mutuamente. Siempre otro lector te va a aportar algo, una nueva forma. Por eso yo apuesto mucho a que se lea ficción, pero también no ficción —de ciencia, de cocina, técnicos, de lo que sea— porque te da otro recorte de la realidad posible.

Hablan de lecturas que tenían que ver con la búsqueda, con la curiosidad, con la construcción del mundo, con encontrarse con uno y con otro. Me pregunto si estas preguntas, justamente, no podrían ser limitantes.

Mario Méndez: A veces esas limitaciones vienen de la escuela. Hablo de la escuela con mucho cariño porque soy maestro, pero hay algo que se instala sobre que “leer es bueno para”. Es sintomático: vas a la escuela y una de las preguntas de los chicos es “Qué quisiste decir”, “Qué quisiste enseñar”. Cuál es la moraleja, aunque no lo digan con esa palabra; cuál es la enseñanza o el mensaje. Eso es limitante. Pensaba mientras Sandra decía que no puede tener amigos no lectores —yo sí los tengo porque juego al fútbol— que cuando era adolescente o en la primera juventud, buscaba eso que era muy raro de encontrar a los 17 o 18 años, por lo general mis amigos eran gente más grande. Yo me iba a un café y hablaba de Cien años de soledad o de Rayuela o del último libro que estaban leyendo ellos o estaba leyendo yo. En la escuela se podría fomentar el leer para compartir, leer para contarle al otro qué te pareció, qué te gustó, qué no.

Paula Bombara: Y en la casa.

Mario Méndez: Sí, perdón, en la casa muchísimo. Si bien en mi casa no eran muy lectores me estimularon y me escucharon. Recuerdo contarle a mi abuelo lo que leía en la Vida animal o lo que leía sobre Rosas o en el Gráfico. Me escuchaba. Se hacía algo alrededor del lector.

Sandra Comino: Con respecto al placer y a sacar estructuras de la escuela, creo que hemos avanzado mucho. Pero hay algo que a lo mejor no es práctico para las editoriales ni para un montón de cosas: si en el aula son 40, qué mejor oportunidad de que haya 40 novelas distintas y luego que haya recomendaciones o reseñas. Esa parte falta: encontrar más diversidad. Me meto en otros terrenos que no hacen a la mesa, pero hay políticas instaladas que hacen que todos compren el mismo libro, aunque lean 14 libros por año. Por otro lado, yo creo, como dijo Graciela Montes, que la escuela es la ocasión. Los chicos que no tienen una mamá que te da todos los géneros, ¿dónde los van a encontrar si no es en la escuela?

Paula Bombara: A veces un libro te deja un montón de cosas pero ninguna es una palabra. El pobre chico que lo acaba de leer y que tiene todo acá no tiene palabras para eso que le acaba de suceder, y abre la carpeta y ve que tiene que contestar 32 preguntas de la novela que le acaba de dejar el cuerpo comprimido y el pecho apretado. Entonces de golpe qué le importa si el protagonista... El problema es que no hay tiempo: el tiempo es el de la hora de Lengua, donde se va a hablar de ese libro y la maestra lo va a estructurar de un cierto modo. Capaz que ese chico puede hablar uno o dos meses después. Quizá lo hace en la casa o con algún otro compañero lector.

Sandra Comino: Yo creo que lo puede hacer en la escuela con preguntas que no estén estereotipadas. Estoy volviendo a leer a Graciela Montes, que escribió todo, con gran lucidez y sigue tan vigente ahora. Ella dice que el placer por la lectura se perdió en la escuela y que por llevar a la lectura placentera se fue todo para el otro lado y todo quedó en la diversión. Uno no tiene que irse a los extremos. Cada grupo o cada lector es diferente. Y los recorridos lectores son diferentes, porque la capacidad lectora no tiene que ver con la edad que uno tiene si no con lo que leyó. Entonces, a lo mejor, hay un grupo de chicos de 10 cuyo recorrido lector es mucho más impresionante que otro grupo de 18 años. Eso pasa todo el tiempo. Eso pasó con Harry Potter, que como lo leía gente adulta decían que era buenísimo. No digo que no lo fuera. Pero lo leía gente que no tenía un recorrido lector o que tenía el recorrido lector de un chico de 8. Mucha gente te decía que “Yo, que nunca leí una novela, me la leí toda”. Eso tiene que ver con una competencia lectora. Pero me fui de nuevo.

Me voy para el otro lado, para la otra parte de esta conversación, que tiene que ver con la metáfora del libro alado. Además de esa metáfora hay muchas metáforas en torno a la lectura. En un punto pueden ser limitantes o pueden abrir. ¿En el caso de ustedes, sienten que esa metáfora agota al libro?

Mario Méndez: No lo agota como no debe haber ninguna metáfora que agote lo que significa un libro.  Pero lo voy a circunscribir a aquellos libros que fueron de apertura, los libros que, en determinado momento, para seguir con la metáfora, me dieron alas como lector, me hicieron volar hacia otros libros. Libros puente, libros camino. Para hablar un poquito de la escuela y dejarla en el buen lugar que se merece, recuerdo dos momentos “alados” de mi educación primaria y secundaria. Una maestra y una profesora me mostraron un camino que yo no veía. En séptimo grado, una maestra suplente que estuvo un poquito tiempo, era joven y nos enamoramos todos de ella, propuso algo muy novedoso —era el año 78—: que trajéramos una poesía. Era una rareza absoluta. Yo jamás había leído una poesía, lo único que recordaba era que en cuarto grado habíamos copiado del pizarrón la canción de tomar el té de María Elena Walsh. Me puse a buscar y en la biblioteca de mis viejos estaban las obras completas de Rubén Darío. Encontré una que se llama “Buenos y malos”, que es maravillosa, y que leí o recité en el aula. Y la maestra me dijo “Ah, pero vos vas a ser poeta”. Esas cosas marcan. La palabra del docente como habilitación. No fui poeta, pero escribo. Después, cuando pasaba de la primera infancia a la adolescencia y mis lecturas se habían estancado, una profesora de segundo año nos hizo leer Crónicas marcianas. Me abrió un mundo, me llevó a volar. No conocía la ciencia ficción, no conocía a Bradbury. Como dice Borges en el prólogo de la edición de Minotauro: esos deliciosos terrores de Crónicas marcianas yo también los viví. Eso es para mí el libro alado.

Sandra Comino: No es que haya refutado la metáfora del libro alado, pero enseguida pensé que me gusta más la metáfora del libro anclado o encarnado. Hay libros que se encarnan, que te dejan huellas. Me pasó con 12 princesas bailarinas, con Jane Eyre, con Cortázar. Cuando leí “La salud de los enfermos”, me provocó una cosa muy parecida a lo que me provocó Jane Eyre. Y son libros que releo y que, con el paso del tiempo, encuentro cosas que en su momento no vi. Por ejemplo, me pasa con Proust, que releo casi todos los veranos. Traje el primer tomo [muestra el libro], Por el camino de Swann. Está atado porque está todo roto. Hoy miraba en la primera hoja las fechas en que lo leí y cuando lo releí. Lo releí 7 veces: la última vez fue en 2013. Y tiene distintas marcas de distintos colores para ver en esa lectura qué marqué. Bueno, ya es de una obsesión...
Pero respondiendo a la pregunta de para qué leer: para vivir. Vieron la pregunta de las revistas: ¿Qué libro te llevarías a una isla desierta? Si me tengo que llevar un solo libro no voy. No se puede. Estos libros se anclan y te van abriendo puertas. Charlotte Brontë me llevó a Emily y después llegó Jane Austen y después Virginia Woolf y todas tienen como un hilito que las une. Me gusta mucho leer teoría y me gusta mucho el género epistolar. Es como un Jorge Rial de la literatura. Tengo un libro hace añares, que es el Diario de Moscú de Walter Benjamin; a Benjamin uno lo lee desde la teoría, pero después te encontrás que es un ser humano. El último que me ancló fue este de Helene Hunff [muestra 84, Charing Cross Road], que son cartas. Me llegó por un lado por Antonio Santa Ana y por otro lado por Laura Escudero, que había puesto en Facebook que no podía parar de leerlo. Es así, no podés parar. La literatura también puede estar en lugares donde vos no sabías. En el periodismo, en una carta. Eso también despierta el placer: cómo digo lo que estoy diciendo, que no es un lenguaje cotidiano. Ahí estoy forjando algo.

Paula Bombara: La metáfora del libro alado deja afuera todo lo que las aves dejan afuera. Además de alas hay, por ejemplo, aletas. Cuál sería la metáfora del libro con aletas: que te lleva a nadar o a las profundidades. A partir de una letra de una canción de una artista que se llama Laurie Anderson pensaba en los libros como virus, esa es buenísima porque te contagiás. Las lecturas virales... En ese sentido, a los libros les he encontrado no solo las alas sino también las aletas y algunos me han provocado enfermedad. O salud, depende.
Yo traje uno que me da mucha ternura. Me gustaba ponerle nombre a mis libros cuando era chica y este es el primero que tiene un intento de escritura. Está en espejo, dice Paula al revés por todos lados, con una letra temblorosa. Cuando tenía 4 años mi librería preferida era Hernández, porque me daban un banquito y yo me quedaba ahí. Leía y leía mientras mi mamá miraba sus libros, y después tenía que elegir uno —no todas las veces que me llevaba sino cada tanto. Uno fue este de Griselda Gambaro, La cola mágica, que, aunque me alucinaba que una parte del cuerpo tomara vida propia y tuviera poder de decisión, lo elegí por los dibujos de Marchesi. Hay otro tipo de lectura que es la de las imágenes y que la procesamos sin palabras. Los comics fueron muy importantes en mi recorrido lector. De los 10 a los 20 años coleccioné la revista “Nippur de Lagash”, que eran historietas de aventura, todas de varones. Mi primer amor fue un pirata que dibujaba Salinas, que se llama Dago y recorría todos los mares. Yo estaba ¡Ahhhh!. Tenía 10 o 12 años. Ningún chico se parecía ni de cerca a ese pirata. Los Asterix, los Lucky Luke me abrían a un momento histórico que estaba tan alejado de lo que yo estaba viviendo que me venía espectacular. Así pasé toda la primaria. Descubrí a Borneman, a las poesías y los cuentos, que si me hacían llorar estaba genial, me encantaba llorar por esos motivos. Y un libro que para mí fue bisagra en esa escalada de lecturas fue el diario de Ana Frank. Fue como llegar a una estación de tren. Ahí me quedé. Porque además de querer escribir un diario dirigido a alguien, me di cuenta de que había sido una historia real y por eso que a ella le pasó me estaba perdiendo todo lo que ella podría haber escrito. Fue la primera vez que tuve bronca por lo que había sucedido. Yo tenía la sensación de pérdida por la desaparición de mi viejo, pero acá me habían robado a una escritora. Eso me pasó en séptimo grado. En los primeros años del secundario ya leía a Paco Urondo, a Pizarnik, a Cortázar. Fui a una secundaria donde daban muchas más lecturas que en la primaria y además había una biblioteca buenísima donde uno podía estudiar y sacar libros. De modo paralelo, me hice fanática de Stephen King. Entonces por un lado coleccionaba la Nippur, por otro lado leía a Stephen King, que era como comerse una hamburguesa atrás de otra y estaba buenísimo, y por otro lado seguía con esas lecturas que ya me hacían pensar en otras cosas, más intelectuales. No escribía pero me daba cuenta de que tenía el gusto. Fue un recorrido muy ecléctico. Y tenía mucha curiosidad de las lecturas que hacía mamá. Si la veía varias veces al día agarrando un libro de Ballard, después iba en secreto y agarraba ese libro. Creo que eso no lo tocamos, pero el tema de las lecturas clandestinas y secretas o como a contracorriente son todo un tema.

Mario Méndez: Esa es muy buena idea. Ya que lo sacás, yo me había anotado qué cosas se habían colado con esa poesía de Rubén Darío. Y recuerdo que en el 79, un amigo mayor, yo tenía 13 o 14 años, me prestó Copsi, de Pacho O'Donnell, que era una novela prohibida y que yo llevaba forrada en papel madera. Era muy raro que un pibe de 13 años leyera Copsi. Y fue uno de esos libros alados que me marcaron. No sé si ahora me gustaría siquiera, pero en ese momento fue impresionante.

Paula Bombara: Sí, mirar lo que leían los adultos, ¿no? La recuerdo a mi mamá leyendo los libros de Copi y después agarrarlos y decir ¡Qué está leyendo, esto es absurdo! Y sí, justamente. Era como entrar en otros mundos que no tenían límites. Me daba una sensación de libertad que intento ahora, como autora, traer siempre.

Me toca esta parte horrible, pero se nos termina el tiempo. Me parece que es muy rico todo lo que sucedió. Es interesantísimo que nadie se va con respuestas, pero, justamente, eso tiene que ver con este espíritu lector, que no sé si vamos encontrando respuestas o siempre más preguntas.

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