Un futuro sin naves espaciales
DFW y La broma infinita
Lunes 13 de marzo de 2017
Sobre La broma infinita, de David Foster Wallace, escribe Matías Moscardi: "Su escritura es una máquina de limar detalles para integrarlos al mundo de la novela con filo y brillo propios". Una experiencia de intensidad en 1200 páginas.
Por Matías Moscardi.
En mi adolescencia alquilaba VHS en un videoclub cerca de mi casa. Cada vez que iba, el dueño –un pelado datero que lograba transmitir su enfermedad mental por sus películas preferidas– me orientaba como un baqueano en la Pampa del cine de terror. Recuerdo que una vez le pregunté cuál era su opinión sobre las películas de John Carpenter y el Pelado Cinéfilo me respondió: «No soy objetivo con respecto él. El tipo puede poner una cámara adelante de cualquier cosa y a mí siempre me va a gustar». Bueno, para empezar a hablar de La broma infinita –novela colosal de 1200 páginas, letra diminuta, interlineado apretado y casi 400 notas sobre el final–, del mítico y suicida David Foster Wallace, quisiera decir algo parecido. La prosa de David Foster Wallace es, para mí, como la cámara de Carpenter para el Pelado Cinefilo: todo lo que su escritura fagocita sé que, de antemano, me va a gustar.
Podría empezar por contarles el argumento de este heavy brick, pero sería una torpeza de mi parte: si bien la trama es clave, creo que mucho más importante es el estilo de D.F.W., porque constituye el esqueleto de aluminio, el fino hilado de hierro que sostiene ese inmenso rascacielos novelesco. Cualquier cosa, luces, estados climáticos, modos de caminar, formas de reír, sonidos y hasta definiciones de la vida o el destino: su escritura es una máquina de limar detalles para integrarlos al mundo de la novela con filo y brillo propios. Hojeo al azar, voy para adelante y para atrás, picoteo mis subrayados: «Una mujer se rió como un arma automática» (844); «La calefacción sigue emitiendo un sonido como de padre lejano que hace callar a su hijo» (929); «Hay una luminiscencia justo debajo de la piel de la oscuridad, y se hincha» (652); «Ahora reina una quietud sobrecogedora, como cuando pasa un tiburón por un arrecife» (707); «Se acercó con movimientos insólitamente torpes, como si a una película le faltaran fotogramas» (806); «Como si cada sonido que escuchara de repente tuviera dientes» (89); «La vida es básicamente la larga búsqueda de un cenicero» (274); «El destino siempre sale de golpe de un callejón vestido con gabardina y te suelta un “Psst” al que normalmente uno no presta atención» (333).
Eso: el destino chistando, calefacciones como padres castradores que piden silencio, la dermatología de la luz, los fotogramas del movimiento o la balística de la risa. Hay, en este índice de comparaciones, en este sistema metafórico de referentes y referencias, algo característico de la escritura de D.F.W: una combinatoria inusual, enrevesada, articulada con cierta crudeza pero ejercida siempre de manera marcial, refinada, como el golpe fulminante de un tenista. Leemos: «El tenis de verdad no era la mezcla de orden estadístico y potencial expansivo que reverenciaban los técnicos, sino de hecho todo lo contrario: era el no-orden, el límite, los lugares donde se rompen las cosas y se fragmentan convirtiéndose en belleza» (98). Estamos frente a una novela tentacularmente controlada con la motricidad de un tenista experto: una pelota a toda velocidad que va y viene, se interrumpe, que a veces golpea contra la red, con el sonido de la respiración agitada, con la tensión del músculo al borde del desgarro, con golpes que derivan en aciertos e impulsos que caen afuera de la cancha. Y ahora sí puedo empezar a hablar del argumento: porque acá está el link, en la potencia de la frase como golpe de raqueta, en la direccionalidad cartesiana del estilo. No casualmente vamos a pasar una larga temporada en los dos escenarios simultáneos que vertebran la novela: la Academia Enfield de Tenis, un espacio aséptico y asexuado en donde jóvenes de entre 15 y 17 años entrenan para convertirse en estrellas del deporte; y su gemelo simétrico y maldito, la Ennet House para la Rehabilitación del Alcohol y de las Drogas, una especie de purgatorio de la abstinencia y la locura.
Digamos que estamos en un futuro sin naves espaciales, como si D.F.W. hiciera un uso realista de la ciencia ficción; un futuro donde cada año lleva el nombre de la empresa que lo subsidia. Por ejemplo:
Año de la Hamburguesa Whopper
Año del Parche Transdérmico Tucks
Año de la Muestra del Snack de Chocolate Dove
Año del Superpollo Perdue
Año del Maytag Dishmaster Sup
Año de la Actualización Fácil de Instalar para Placas Madre del Visor de Cartuchos de Resolución Mimética para Sistemas Caseros, de Oficina o Móviles Infernatron/InterLace Yushityu 2007
Año de los Productos Lácteos de la América Profunda
Año de la Ropa Interior para Adultos Depend
Año de Glad
Estamos en la Era del Tiempo Subsidiado. La historia occidental ya no se divide en antes y después de Cristo. El lugar de la religión se encuentra ocupado por la economía y el mercado, los nuevos hijos de dios. Una sociedad donde reina el ONANismo, un tipo de régimen político totalitario y ecológico que incluye los Estados Unidos, México y Canadá. El tema de la novela es nada más y nada menos que la adicción, el síntoma del capitalismo para la vida. Por eso, La broma infinita también implica una vuelta de tuerca interesante a las narrativas del reviente norteamericano, desde William Burroughs hasta Bret Easton Ellis, porque la novela nos ubica en el después de la orgía, una zona de rehabilitación donde somos presas del desencanto hard core de lo real, con las patas arácnidas de la adicción martillando en todas las cosas y en todos los seres.
Ninguna bajada de línea: todos nos parecemos un poco a los personajes de la novela. En un momento, uno de ellos reflexiona:
«A veces, últimamente, me parece un milagro que la gente pueda preocuparse de verdad y enormemente por algún asunto o algún objetivo y puedan seguir haciéndolo durante años y años. Dedicarle toda la vida. Parece admirable y al mismo tiempo patético. Todos nos morimos por entregar nuestras vidas quizá a Dios o a Satán, a la política o a la gramática, a la topología o a la filatelia; lo que sea es secundario para esta voluntad de entregarse de forma total. A los juegos o a las jeringas o a otra persona. Hay algo patético en ello. Una huida de algo bajo la forma de hundirse en algo. ¿Una huida exactamente de qué? ¿De estas habitaciones llenas de excrementos y de carne? ¿Con qué propósito? Por eso empezamos aquí tan jóvenes: para entregarnos antes de que esos interrogantes sobre por qué y para qué puedan llevársenos por delante. (...) El significado original de “adicto” implica estar comprometido y dedicado legal o espiritualmente. Dedicar la propia vida, zambullirse en algo» (1006).
En otras palabras, capitalismo y adicción son sinónimos: «Todo es opcional: hazlo o muere» (408). De ahí una deriva del tópico hacia la circulación del placer en la sociedad: el arma que amenaza el régimen político del ONANismo es, paradójicamente, una misteriosa película titulada La broma infinita –conocida también como “el Entretenimiento” o el samizdat, el film prohibido– que enloquece de placer a todo aquel que la mira, a tal punto que el resultado invariable es la caída en un estado vegetativo-dependiente con respecto a este film esclavizador que genera una adicción mortal: si lo consumimos una vez, querremos verlo de nuevo, y así. La alegoría de la deconstrucción: el ONANismo se destruye con onanismo. Leemos: «El entretenimiento es ciego» (273). Y si bien Freud aparece mencionado una única vez, y bajo el vago adjetivo de «freudiano», el suelo fértil de la novela, su dilema cardinal, su conflicto neurálgico, es aquella famosa zona más allá del principio de placer: la pulsión de muerte. Escribe D.F.W: «elegiríamos morir por el placer total» (538), «incluso los que saben que el placer los matará» (597). Sin embargo, «perversamente, a menudo es más divertido querer algo que poseerlo» (236). Y éste es el algoritmo basal de la novela: todo el mundo atrás de la película, como el burro y la zanahoria. Los antiONANistas la quieren divulgar para destruir el Imperio. Los ONANistas son capaces de largar al aire ridículas propagandas advirtiendo a los televidentes que no reproduzcan cartuchos sospechosos. Una pregunta late de los dos lados: ¿accederíamos a ver voluntariamente la película teniendo en cuenta que sería el placer más intenso –y el último– de nuestra vida? ¿Ni siquiera nos daría un poco de curiosidad?
Hay, también, una dinámica de novela familiar: conozcan a los Incandenza. James Incandenza, un cineasta ultraexperimental, el mismísimo autor de La broma infinita, cuya presencia en la novela es siempre mítica y espectral: se ha suicidado metiendo la cabeza adentro de un microondas, sin dar explicaciones; Avril Incadenza, directora de la Academia Enfield de Tenis, madre culpógena y promiscua; Hal Incandenza, hijo menor del matrimonio, promesa del tenis juvenil, 17 años, de carácter superdotado y memoria enciclopédica y casi computacional (aunque todos los personajes jóvenes de la novela parecen adultos hipersofisticados, como si el saber desprovisto de deseo derivara en una sobrecodificación informativa vacía, niños maquínicos de diecisiete años que pueden explicar la gramática generativa, que se vuelven expertos en geometría para mejorar en tenis); Mario Incandenza, hijo del medio, hermano deforme y monstruoso, que no siente dolor físico; y Orin Incandenza, estrella de fútbol americano y adicto al sexo: puede dar placer pero no recibirlo. En varios momentos de la novela, al joven tenista Hal lo llaman «Inc», abreviación que reenvía directamente al término legal «Incorporation» utilizado para designar una empresa u organización de cualquier tipo. Ya no hay familia tribal. Las familias están corporativizadas: ésa parece ser la alegoría política de los Incandenza.
Después, por supuesto, por la novela desfilan más de doscientos personajes: adictos en recuperación y personal de la Ennet House, mafiosos en sillas de ruedas, espías ONANistas y antiONANistas, jóvenes promesas del tenis, actores y estudiantes de cine, ladrones, asesinos y políticos. Entre ellos, personajes como Randy Lenz, adicto a la cocaína, que cuando está puesto «respira cada tres o cuatro anécdotas, ergo, una vez por manzana»(630), y en su tiempo libre sale a matar ratas a piedrazos por el barrio, y luego pasa a matar gatos por asfixia, y luego a degollar perros, todo para no volver a probar la Sustancia; o Madame Psicosis (Joelle van Dyne) –la actriz fetiche de James Incandenza– personaje misterioso, afiliada a la UHID (Unión de los Horrible e Inverosímilmente Deformes), que lleva un velo negro durante toda la novela y nunca sabemos si es porque su padre quemó su rostro con ácido o, como divulga ella en su versión oficial, porque «soy tan hermosa que soy deforme, estoy deformada por la belleza» (608); o Eric Clipperton, un joven tenista con tanto temor al fracaso que juega cada partido apuntándose a la cabeza con un arma en una mano y la raqueta en la otra; o Marathe y Steeply, excéntricos espías con sus conversaciones filosóficas intercaladas, cada tanto, como diálogos socráticos; o Karen Gompert, otro personaje secundario que se volvió famoso por su discurso sobre la depresión, ese «Gran Tiburón Blanco del dolor» o «la preclara intuición de que el mundo es totalmente rico y animado y unitario y asimismo totalmente doloroso y maligno y contrario al ser» (785). En un momento, D.F.W. habla a través de ella:
«Una de las cosas menos agradables de estar psicóticamente deprimido en una sala llena de pacientes psicóticamente deprimidos es llegar a ver que ninguno de ellos es realmente psicótico y que sus gritos son totalmente apropiados a ciertas circunstancias, parte de cuyo encanto especial es que no son detectables por ningún observador exterior. De ahí la soledad: es un circuito cerrado: la corriente se aplica y se recibe en el interior.
Que no haya dudas sobre la gente que salta al vacío. Su terror a lanzarse desde una gran altura es tan grande como el de otra persona que se asoma a esa ventana para ver el paisaje; es decir, el miedo a caer es una constante. La variable aquí es el otro terror, las llamas del incendio: cuando las llamas se acercan lo suficiente, arrojarse al vacío se convierte en un terror ligeramente inferior al otro. No se trata de ningún deseo de dejarse caer; es el terror a las llamas. Y, sin embargo, nadie en la acera que mira y grita que no se tire, que aguante, puede entender el salto (786).»
En este desfile de personajes e historias secundarias hay algo de comedia humana, incluso de divina comedia, de tour por un terrenal infierno dantesco. Estos pequeños actores de reparto, con sus relatos parasitarios, por momentos son hasta mejores que la historia central. Quizás por esta razón, la novela serpentea como un oleaje, sube y baja, una experiencia de la intensidad y del vacío, del placer y la abstinencia: la lectura como consumo y la escritura como droga. Pero nunca en un sentido hedonista ni rockero: sino en ese tránsito bipolar, maniacodepresivo, hecho de culminaciones extasiadas y pozos de baja presión, de tramos en donde, como lectores, saboreamos la carnadura dramática y tramos enteros donde mordemos el polvo de la nada.
«¿Cómo lo trillado llega a ser trillado? ¿Por qué la verdad normalmente no es solo poco interesante sino antiinteresante?» (408), escribe D.F.W. La novela orbita este interrogante como un centro de gravedad. Por eso, esperar un final transcendental, un núcleo colmado y rebosante de verdad, un sentido pleno para La broma infinita, es ir en contra de la advertencia del título. Un chiste de estas características no puede, por definición, tener un remate, ni siquiera aspirar a la espectacularidad obvia y evidente de su propio tamaño, de su propia monumentalidad. En definitiva, detrás de La broma infinita está La broma infinita. Como el cuento de la buena pipa, la novela no puede concluir porque como se preguntan, en un momento, Marathe y Steeply: «–¿No se acaba el ansia? –¿Qué fuego se apaga si tú lo alimentas?» (443).