Turf tour: un día en las carreras
Foto por: Rita Braun
Martes 10 de diciembre de 2024
Después de la bitácora de Feda Baeza, compartimos la que Loyds escribió en su visita al Hipódromo.
Por Loyds.
Tengo que escribir un adelanto de mi próxima novela para mandarle a mi editora. Parece que los libros se venden cada vez menos y ahora necesitan aunque sea “algo” más concreto antes de firmar un nuevo contrato. Podría vivirlo como un desplante, pero los escritores vivimos de desplante en desplante. En fin, nunca encuentro el momento de ordenar todos los fragmentos dispersos de Una temporada en Madrid. Así se llama la novela y apuntamos a salir en julio de 2025.
Lo que pasa es que también tengo que escribir un libro de memorias que me encargó una señora paquetísima y hasta que no lo entregue no me pagan. Las memorias son de su marido, que murió hace unos años. El material que me dio es un menjunje de testimonios de muchos familiares y amigos hablando maravillas de él, y que van a ser los mismos que seguramente acabarán leyendo el libro. Por lo que dicen, parece que era una especie de santo, de rezo diario, bondad y fe inquebrantable. Intento buscar una voz más humana, que descontracture un poco la historia, que pueda resultar verosímil contado desde la viuda. Está jodida la cosa, lleva mucho trabajo, creo que me quedé corto en mi fucking presupuesto basado en el tarifario de la Unión de Escritores. Pero de eso dependen los regalos de navidad de mis hijas, así que tengo que terminarlo antes de que aparezca Papá Noel avisando que se va este año de mierda, uno más en este país tan complicado.
Hace dos semanas cumplí 50 y ya siento definitivamente que pasó la mitad de mi vida, que no voy a poder leer y escribir todo lo que quisiera. Ni cerca. Mucho menos con mellizas que pasan a primer grado. Antes me angustiaba mucho pensar en eso. Pero ahora también siento, por suerte, que cada vez más todo me chupa un huevo. Un poco de impunidad mental entre tanta incertidumbre tampoco viene mal.
Otra cosa que tengo que hacer es guionar los actos de las salas de preescolar de mis hijas. No sé a quién se le ocurrió que era buena idea, como despedida del jardín, justo a fin de año que es todo tan tranquilo, hacer un acto sorpresa de los papis y mamis a los chicos. Y algún hijo de puta tiró que había un escritor en las dos salas (porque mis hijas van a dos distintas), que yo era el candidato perfecto para hacer el guion. ¡Alegría!
Por si todo esto fuera poco, esta semana es Ventana Sur, el mercado más importante de Latinoamérica en contenidos audiovisuales. Ahí estamos presentando varios proyectos que escribimos con OyL Contenidos, la dupla de guionistas que lanzamos en septiembre con mi socio, Emiliano Oviedo. Y por supuesto que hay que escribir varias cosas sobre el pucho, ultimando detalles en loglines, taglines, mails, sinopsis, one page y más.
Queda escribir también para mis talleres. Las lecturas propuestas para el programa del año que viene en la escuela, las consignas para los alumnos del verano, una devolución extra que me pide una chica que vive en otra franja horaria y en jet lag permanente, a quien no pudimos leer en los últimos dos encuentros. Como pueden ver, no hay momento en mi vida en que no esté debiendo algo que tengo que escribir y todavía no escribí. Por suerte, vivir de la escritura es super rentable (dijo nadie nunca).
Ustedes se preguntarán qué carajo tiene que ver esto con una bitácora acerca de “Un día en las carreras”. Paciencia, ya voy a llegar ahí. El punto es que arranca diciembre, termina el puto 2024 y yo tengo que cumplir con un montón de gente que espera de mí algo que a veces hacemos los escritores: escribir. Porque lo que en realidad más hacemos es procastinar (sin erre entre la “ce” y la “a” porque queda horrible) y quejarnos de que nunca tenemos plata.
Con todo esto dándome vueltas alrededor, un sábado al mediodía, mientras paseo con mis hijas cerca del río, recibo un llamado de un número desconocido. Nunca atiendo esos malditos spam, pero acabo de cambiar de teléfono y muchos de mis contactos quedaron en una especie de limbo, así que aprieto el botón verde y digo “hola”. Espero a que del otro lado una voz centroamericana me ofrezca migrar de compañía, hablando sin pausa para que yo no le corte. Sin embargo, es Pablo Braun, que me invita a participar de esta sección del Festival Eterno que hacen entre el Filba y Eterna Cadencia.
Con Pablo no diría que somos amigos, pero tenemos un vínculo muy cordial hace bastantes años y, creo, nos respetamos mutuamente. Fue uno de los primeros que leyó mi novela debut. Me interceptó en una Feria del Libro, aún inédito, para decirme que le había encantado y hacerme una devolución muy precisa. También me dijo que no solía inmiscuirse en las decisiones editoriales de su propia editorial, valga la redundancia. Pareció sincero y la verdad que no tenía ningún compromiso conmigo. La novela salió después por Alto Pogo, tuvo un lindo recorrido y quedó dos semanas primera en el ranking que hacían en la librería de Pablo. Sin embargo, en los diez años que pasaron, nunca jamás me convocaron para actividad alguna del Filba. Un pendiente absoluto para mí, que voy haciendo check a todas las cosas a las que aspiro en la literatura, una vez logradas. Me van quedando pocas. No, mentira, me quedan un montón, pero hay que saber venderse para ser escritor.
Por supuesto que no tardo nada en decirle que sí, porque además vengo siguiendo lo que ocurre en este flamante festival, y quienes escribieron bitácoras antes que yo son autoras que admiro y respeto. Mi única condición es que no sea el miércoles 4 de diciembre, porque justo empiezo a dar un taller nuevo. Me contesta que no. Imposible cambiar la fecha. Corro el día del taller y vuelvo a decir que sí. Me cuenta que vamos a ir al hipódromo el viernes previo, a ver las carreras con Federica Baeza, autora de Mansalva, para después escribir nuestras bitácoras. Repito que sí y le pregunto si me van a pagar, porque hace un tiempo decidí ponerle valor a mi trabajo y dejar de hacer cosas gratis por todos lados. Tengo el sí fácil y hay mucha gente que cree que las tareas aledañas del escritor son canales de difusión y visibilidad para su obra. Cuando, en realidad, vivimos de eso. Escribir es un trabajo, a ver si lo entienden. Pablo me responde que por supuesto me van a pagar y que me pondrá en contacto con la producción del Filba para sumar mi perfil a la base de datos. Lo cual me hace respirar aliviado, porque me da mucha ilusión toda la movida.
Entro a ver quién es mi compañera de bitácora y descubro que Feda es una artista trans que escribió un libro que se llama Un cuerpo dentro de mí. Además, es especialista en arte contemporáneo y fue directora del Palais de Glace. Grosa. Enseguida combinamos entre todos por mail y quedamos el viernes, 15 horas, en la esquina de Libertador y Dorrego.
Llego a las tres de la tarde en punto, a pesar del caos clásico de los viernes. Vestido con pantalón blanco y camisa hawaiana, Pablo parece Sonny Crockett versión canoso. Está apoyado en la pared renegando con el teléfono: algo no salió como esperaba en su festival y trata de resolverlo, medio malhumorado. Después de mi curaduría en la Semana Negra de Buenos Aires, puedo entenderlo. Imposible que todo te salga bien. Si no surge ningún imprevisto, no es un verdadero festival. Mientras nos ponemos al día, Feda avisa que llegará quince minutos tarde. Pasan veinte y dice que está en la puerta. No la vemos. Estamos en puertas distintas. Finalmente logramos encontrarnos y entrar. Lo primero que pienso es qué lindo que es el hipódromo de Palermo. Lo segundo, que hace muchísimo que no apuesto.
Vemos desfilar a los caballos antes de la carrera que viene, después aparecen los jockeys con esas chaquetillas majestuosas, solo asimilables al vestuario de los toreros. Hablamos de la película, pero nadie la vio todavía. Enseguida me doy cuenta de que soy el único experimentado en las carreras: Pablo vino una vez sola, con el Pepe Sand, ex jugador de Lanús (en un inexplicable crossover) y Feda nunca. Yo llevo más de una década sin venir a los burros, pero al toque todo me resulta familiar en el hipódromo. No solo las carreras, que frecuenté durante años hasta que decidí alejarme, sino también todos los satélites que ayudan a mantener un predio así de espectacular: los casamientos, los recitales, la cervecería artesanal, los food trucks. Creamfields, Darwin y Presidente en el de San Isidro. Empiezo a tratar de guiar un poco el tour, hasta que me acuerdo de que después vamos a escribir sobre todo esto y no quiero transformarme en el sabiondo del grupo. Así que me pliego un poco a las preguntas generales: ¿quién es el dueño de este lugar?, ¿cómo lo sostienen?, ¿nadie labura en este país?, ¿por qué está lleno de gente rotísima?, ¿por qué hay tan pocas mujeres?, ¿y jocketas?, ¿no sería lógico que fueran más, ya que pesan menos?, ¿Pablo y yo podríamos haber sido jockeys? Esta última es una pregunta retórica que hace él y que ambos contestamos con un no rotundo.
Cuando la carrera está por comenzar, me doy cuenta de que los años pasaron. Porque pido el programa en una de las taquillas y me dicen que ahora tienen una app, que hay que fijarse todo por internet. ¿Y la rosa? La rosa es la revista donde aparecen todas las estadísticas previas de los caballos que corren cada carrera. Sigue estando, pero la tenés que comprar por ahí, me indican. El marcador luminoso donde aparece el curso de las apuestas, cuánto paga cada caballo y todo eso, ya no funciona. Ahora hay que seguir una pantalla gigante que pusieron al lado y yo me acabo de dejar los anteojos en el auto. Malísima idea ir a ver carreras de lo que sea sin anteojos, sobre todo si más allá de los cinco metros todo se te vuelve borroso. Apremiado por el tiempo, decido apostarle al número 3, porque su jockey se llama Jorge Luis y en definitiva estamos haciendo una labor literaria. Sale segundo. Nada mal para empezar.
A la siguiente carrera ya estoy más preparado. Tengo abierta la página web de Palermo y toda la data necesaria para hacer mi apuesta. Yeguas de más de cuatro años que nunca hayan ganado. La favorita salió segunda en sus últimas dos y paga prácticamente nada. La otra favorita paga poco más, el resto parecen mulas imposibilitadas de competirles. Pero la número 9 es una debutante, se llama Yo, la reina, y es la única corrida por una jocketa, que además tiene el mismo nombre que mi hermana. ¿Y si es una tapada? Sale última al desfile previo, arriada por otro jinete. Decido acercarme hasta el borde de la pista y me paro pegado a la baranda para verlos pasar. Le digo: suerte, Agustina, pero la jocketa ni contesta, está muy concentrada, con cara de miedo, tal vez piense que quiero mufarla. Me entran dudas, pero paga bastante bien, falta muy poco para la largada y puede llegar a dar el batacazo. A último momento, para cubrirme, decido hacer una imperfecta (apostar qué caballos llegarán primero y segundo) con la 9 debutante y la 10, esta última por el Diego, que lo vengo teniendo muy presente en estos últimos días cercanos a su fecha de muerte.
La carrera es cantada. Ganan las dos favoritas, comodísimas, en ese orden. Pero después entran las dos mías, así que tampoco me siento tan mal. Estoy empezando a agarrarle el gustito: la tercera es la vencida, pienso. Los burros son como el whisky, cuando se te calienta el paladar no querés parar más. Por suerte, o por desgracia, Pablo y Feda están aburridos: quieren ver las maquinitas tragamonedas y pasar de visita por las caballerizas, donde él tiene un contacto que nos va a guiar. Yo no me quiero ir, la carrera que viene puede ser la mía, o si no la otra, o la siguiente.
El espacio de los slots es un infierno. Bajamos varios pisos por escaleras mecánicas y nos sumergimos en un no lugar, un espacio sin tiempo donde todo son alfombras, luces enloquecedoras y musiquita alienante. Casi todas las jugadoras son mujeres mayores y parecen zombis encadenadas a sus maquinitas. Ninguna debe saber qué hora es, si afuera es de día o de noche, o si cayó un meteorito enfrente en el campo de polo. El lugar nos expulsa casi de inmediato, justo después de que Pablo se compra una latita de Coca-cola que vale lo mismo que un pack de cuatro botellas de dos litros en el chino.
Las caballerizas están en la otra punta de la manzana, a unos setecientos metros. Feda está medio justa de tiempo porque tiene que dar un taller. Pablo decide agarrar el auto para hacer todo más rápido. Nos dice que arranquemos, que él nos levanta por el camino. Empezamos a caminar, Feda me cuenta que una amiga suya alemana se compró un departamento baratísimo en Monserrat y se quiere venir a vivir para acá. Yo le digo que viví siete años en Monserrat y que amo ese barrio. La charla es fluida, nos divertimos, Feda me cae bien. De pronto me doy cuenta de que nunca caminé por la calle solo con una chica trans. Me pregunto qué dirían mis amigos machirulos, que los tengo y varios, si me cruzara con alguno de ellos en este momento, en pleno Palermo, charlando con Feda entre las tipas. O los muchachos del fútbol de los jueves, que siguen usando la condición sexual de la gente como insulto. Por suerte también me doy cuenta de que me chupa un huevo, de que a mis 50 años tengo muchas más cosas en común con Feda que con ellos, que son amigos por antigüedad. Que me resulta mucho más interesante alguien como ella que los pibes de fútbol. Aparece Pablo, toca bocina, subimos al auto.
Tardamos un rato en encontrar la bendita caballeriza. Los studs se reparten en calles internas, como si fuera una mini ciudad de caballos. Los cuidadores son los porteros de antes: riegan sin parar todos los pisos todo el tiempo. Es difícil caminar entre los boxes sin resbalarse y yo estoy en ojotas. Otra mala decisión del día de hoy. Buscamos a un tal “colorado” con insistencia, como si fuese a mostrarnos algo más que todas esas yeguas y fardos y bosta que ya está a la vista. Feda se pasea con su vestido blanco entre un montón de tipos en cuero, transpirados, con olor a caballos y pasto. Dice algo así como que no es buen lugar para un puto. Aunque enseguida se arrepiente, afirma todo lo contrario y reconoce que le subieron un poco los calores. Después cuenta que muchas veces esos lugares preponderantemente de “machos” son los peores. Nos reímos. Asegura que en proporción se calcula que el diez por ciento de la población es gay, ya sean hombres o mujeres. Me hace acordar a aquel aviso de fernet en el que un grupo de amigos jodía con eso y terminaba con Ezequiel Campa hablándoles con un hielo en la boca. Hoy resultaría inviable.
Me pregunto si será políticamente correcto escribir sobre estas cosas, o si mejor ir solo por el lado de las carreras y la mar en coche. Pero como también me chupa un huevo la corrección política, sé que voy a terminar escribiendo también de esto. Además, sospecho que Feda va a escribir una bitácora mucho mejor que la mía. Aparece finalmente el “colorado” y, tal como lo sospechaba, no tiene mucho que aportar. Pasamos por los mismos lugares, nos muestra dónde comen asado, nos despide, nos vamos. Ya en el auto, Feda dice que le hubiese gustado ver un caballo blanco como el del general. Pablo pregunta qué general. Tomamos Avenida del Libertador. Otro general. Me bajo en la esquina inicial, para emprender el regreso a casa. Los viernes la ciudad es un quilombo, ya lo dije. Me pregunto si no será mejor entrar un ratito más al hipódromo, jugarle mis últimos pesos a un noble potrillo, esperar a que venga la suerte o a que baje un poco el tráfico. Pero no. Mejor me voy a escribir todo lo que estoy debiendo. Y de paso también esta bitácora.