Hay que encontrar qué contar
Martes 26 de noviembre de 2024
La bitácora que Tamara Tenenbaum leyó, junto a María Gainza, en la apertura del Festival Eterno. Mañana hay más, 18:30 en la terraza de la librería.
Por Tamara Tenenbaum.
Quedamos en hacer una caminata por la rambla. Fue idea de María, y en principio se la aplaudí: la ley del menor esfuerzo, no nos compliquemos con ideas estrambóticas. Pero cualquier productor sabe que ahorrarse el trabajo en un proceso rara vez es gratis. No complicarse pensando en qué vamos a hacer y elegir, en cambio, una bitácora muy simple, genera lo que me está pasando ahora: hay que encontrar qué contar. La otra vez que hice una bitácora saqué a pasear a un belga musulmán; fue una cosa muy extraña porque no nos conocíamos. Una chica pasando a buscar por un hotel a un muchacho que no conoce para llevarlo a una fiesta. Me pareció bien que nos lo encargaran; me pareció valiente. Era una época de mucha paranoia en el primer mundo, de feminismo mal entendido en los países en los que la gente que decide de qué se habla es la que nunca tuvo un problema de verdad, y entonces conversamos con él mismo (Fikry, se llamaba, algo así) lo curioso que era que nos hubieran mandado a una chica joven con un escritor un par de años mayor a salir de noche sin supervisión. Al final se terminó destaggeando de todas las fotos del festival porque su mujer le hizo un escándalo. Igual la pasamos bien. Él era un poco raro, de esa gente que tiene más de 40 años y todavía no superó la culpa de no ser lo que esperaban sus padres (y por eso mismo no puede abandonar, tampoco, la creencia infantil de ser un poco superior a ese mundo que dejó). Acá en Montevideo, en cambio, lo extraño es que sí nos conocemos. O no. O sí, pero no. Es más o menos así: María y yo nos hicimos amigas hace poco, a partir de una logia extraña a la que las dos pertenecemos. Es un grupo de seis mujeres que se llama Las regias. Tenemos distintas edades y distintas profesiones. Muchas somos judías, pero algunas no lo son; algunas son de alcurnia, pero yo no lo soy. No queda del todo claro qué es lo que nos une, pero yo siempre digo que esas son las mejores parejas, las que son un misterio. Hace poco hablaba con un amigo que se acaba de separar y me decía que él ya no le pedía tanto a la vida, en el sentido del amor: ya no espero, me dijo, una pasión como las de los 20. Me alcanza con coger, llevarme bien; estar tranquilo, me dijo. Yo siempre me acuerdo del título perfecto ese del libro de Marina Mariasch, Paz o amor. No existe, le digo, eso de decir que uno se conforma con menos. O más bien: existe solo si uno no se lo confiesa. Nadie puede decir conscientemente “listo, me caso con esta que no me entusiasma tanto pero está bastante bien”. Mucho menos, le digo, los neuróticos como nosotros; porque los neuróticos le encontramos el agujero a todo. No es que algo nos puede cerrar por lo que es: lo único que le pone freno a la neurosis es la magia. Las faltas están siempre: para que una no se engolosine con eso, para encontrar en el corazón la voluntad de persistir; hace falta esa incógnita, ese apego incomprensible, eso que mi amigo llama la pasión de los 20 y que es lo único, para mí, que merece el nombre de amor, o de amistad, o de arte, a los 20 o a los 90.
Hablando de misterios, entonces: Braun, María y yo caminando por la rambla. María es una de mis autoras favoritas y ahora además es mi amiga. Es una de esas personas con las que me entiendo a cualquier nivel: no tengo muchas así. Gente a la que siento que podría decirle cualquier cosa; que la quiero ver, que no la quiero ver; gente a la que no hay que avisarle “esto no lo cuentes” porque lee perfectamente las capas de los secretos; intuye lo que se puede y lo que no. Entonces caminamos por la rambla y no sabemos muy bien qué pensar sobre la rambla: pensamos y hablamos sobre cualquier otra cosa. Braun nos dice que tiene un solo dato sobre la rambla para compartirnos: que el agua a la que da es río, pero todos la llaman mar. Una playa trans. Pienso que Braun y María comparten una elegancia aristocrática de la que yo carezco; yo puedo ser la amiga judía de los aristócratas, que es otra cosa. Lo entendí el año que trabajé en una ONG para una chica fina, que empleaba a otras chicas súper finas; una de ellas, Damiana (apellido de presidente de facto), me contó que ella una vez había salido con un chico judío, “era un bocho, como vos”. Él la terminó dejando, según ella me dijo, con toda razón: “es lógico que no salgan con nosotras”, me dijo ella; “somos más básicas”. Gainza y Braun, igual, no ofrecen ese consuelo: no tienen nada de básico. Pienso que si yo no estuviera acá podrían estar coqueteando, pero no significa nada, yo pienso eso más o menos de todo el mundo. No lo pienso en serio tampoco; lo pienso para divertirme, que es una forma muy importante de pensar, igual. Divisamos con María unas esculturas bastante feas: nos acercamos a intentar sacarles algo. Recuerdo, mientras hacemos un esfuerzo medio absurdo por exprimir ese milímetro de experiencia, que ni a María ni a mí nos gusta viajar, y en parte debe ser por esto. Pienso que compartimos una sensibilidad de la espontaneidad, y en esa forma de elegancia sí creo que podemos encontrarnos: a las dos nos gustan las cosas que son bellas porque así nacieron, cosas que pueden tener mucho trabajo encima pero que tanto no se les note. Eso me gusta de la escritura de María, esa mezcla extraña de afectación y naturalidad de su forma de frasear, y es algo que trato de imitar, a mi manera, cuando yo escribo también. Hay algo de esta actitud vital que es muy incompatible con el viaje: viajar requiere esto que estamos intentando ahora, ponerle un horario a la felicidad, decir “ahora la vamos a pasar bien”, “hoy vamos a aprovechar el día”. Mi novio es un poco así. Me doy cuenta de que eso le da ciertas alegrías, pero también algunas melancolías innecesarias. A veces nos pasa alguna cosa de vacaciones y dice “se arruinó un día perfecto”, o le mandan algún arreglo para desgrabar o una música para escribir urgente y empieza con que “hoy justo que la íbamos a pasar genial”. Braun, María y yo somos la clase de gente que se protege de estas tristezas anulando cualquier expectativa. La felicidad solo te puede sorprender. Así que ahí vamos, bajo el rayo del sol, por una rambla de la que no sabemos nada, hablando básicamente de lo que se nos ocurre, sin buscarle una especificidad al paseo; hablamos de contratos, separaciones, achaques, librerías, tiradas, primos, editores, matrimonios, agentes. Chusmeamos sobre cualquier cosa; con los años descubrí que es la única forma lógica de viajar. Llegar a un lugar y sencillamente hacer lo mismo que una sabe hacer en cualquier parte, sin ninguna expectativa de estar a la altura de ninguna circunstancia. Quiero transmitirle esto a María, porque a ninguna de las dos nos gusta viajar, pero yo viajo. Quizás la que tiene que aprender algo soy yo: en el fondo, es ella la que logra ser soberana de su castillo, y no dejarse llevar por modos de vida que le son ajenos. Pero en el fondo pienso que poder viajar aunque una no le guste es una buena habilidad, como aprender a comer lo que sea que te sirvan; y que María, que de hecho en esto viaje viene brillando en todas las mesas y todas las conversaciones, también podría hacerlo, viajar, de esta misma manera que lo estamos haciendo ahora. Haciendo como que no pasa nada. Haciendo como que no.