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Festival Eterno

Pienso que

El escritor Tomás Downey fue invitado a observar un detrás de escena de un programa de streaming. A partir de esa experiencia, escribió un texto que leyó junto a Paula Vázquez el miércoles 27 de noviembre en el Festival Eterno. Un festival que sigue, todos los días de lunes a viernes a partir de las 19 h en la librería

Por Tomás Downey



Lunes a viernes de 19 a 21, diez horas por semana, más de cuarenta por mes, casi quinientas en un año. Quinientas horas de silencio, pienso, a llenar con palabras, con gente diciendo cosas. Como tiendo a ser más bien callado, la perspectiva me da vértigo. La cita es 18.50 y llego 18.55, en bicicleta, transpirado y un poco ansioso ante la posibilidad de que no me dejen pasar. Imagino un estudio como los de radio o televisión; una puerta hermética, la luz de aire encendida, silencio de misa. Pero nada de eso: hay un aire general de informalidad y las puertas quedarán abiertas durante todo el programa mientras la gente entra y sale. El bullicio no molesta, acompaña. Los conductores son tres, Marcos Aramburu, Elisa Sánchez y Tomás Quintín Palma, y empiezan hablando de hablar. Me pregunto si es casualidad o si seré demasiado obvio, me decanto por la segunda. Hablan de la cantidad de palabras que usaron en su vida, ¿cientos de miles, millones? Dicen que son tres personas que nunca se quedan calladas, se preguntan si ya habrán dicho todo lo que había para decir, si deberían, de ahora en más, llamarse a silencio. De todos modos, objeta Aramburu, el silencio está romantizado. Se supone que es pulcro, superior al ruido, pero hay que desconfiar: los callados son como las católicas que son medio zorras, dice. Algo de razón tiene, pienso ahí a un costado, con la boca cerrada y una birome en la mano, tomando nota de todo lo que veo como un ladrón, como un vampiro. Si hablás mucho un par metés, dice Aramburu, y con eso remata el tema. Hasta acá era una intro: venían hablando en voz baja, casi susurrando. Ahora empieza al programa y levantan la voz. En la mesa detrás de cámara, la gente de técnica, dirección y producción aplaude, grita. Durante todo el programa se reirán de los chistes, harán acotaciones, aportarán volumen. Los conductores, entonces, siguen hablando de hablar. Dicen que ahora cuando volvés de un viaje no hay nada que contar porque ya subiste todo a redes. Con las redes, dicen, aunque no hables con alguien hace mucho sentís que estás al tanto de su vida. Recuerdan una publicidad de Sprite de hace unos años en la que un grupo de amigos se reúne tras mucho tiempo sin verse: el Gordo ahora es flaco, el Oso es una chica trans, el Enano es alto, el Facha tiene cara de boludo. La producción busca la publicidad, la pasan. Los conductores descansan un momento. Cuando termina, siguen hablando de hablar. Entiendo que uno de ellos, Quintín Palma, solía ser tartamudo (persona con difluencia, aclaran) y que una vez ganó un premio al mejor tartamudo del año. No me queda claro si es un chiste. Cuenta, Quintín Palma, que al recibir el premio ya no tartamudeaba, y que estaba nervioso porque temía que lo trataran de impostor. Mencionan a Borges, otro tartamudo ilustre. A Wado de Pedro. Hablan de convenciones de tartamudos: gente de Chile, Brasil, Japón. El tema se agota y cambian de rumbo, pero no se alejan de la boca. Aramburu menciona una nota que leyó sobre gente que se come las uñas. El término científico es onicofagia y aqueja al 30% de la población. Es microcanibalismo, dice Sánchez. Pienso en las manos, en la boca, en la relación entre hablar y escribir. No saco ninguna conclusión interesante. Cuando vuelvo a prestar atención, cambiaron de tema: la única diferencia entre el streaming y el básquet, están diciendo, es que en el básquet no hay nepotismo. Quintín Palma levanta un dedo en el aire. Lebron James, dice. La productora confirma que James Jr. está por debutar en la NBA. Pasan a hablar de cosas que uno hereda: gustos, taras, costumbres. Enumeran: gritar cuando hablamos por teléfono, la risa, fumar en el auto, fumar en el baño y tirar la ceniza en el bidet, ver fútbol sin sonido, el club del barrio, el mate dulce o amargo, el asado o la pasta los domingos. Caen en un pequeño bache, como en cualquier conversación. Leen algunos de los comentarios del público en el chat de YouTube. Después una pausa, ya son las ocho, va una hora de programa. Se pasa rápido, pienso. Los tres se paran, estiran las piernas, van al baño. Vuelven un minuto o dos después. Retoman con una clase de karaoke que da Sánchez frente a un pizarrón: explica que no se va a cantar bien, que es como ir a la cancha, que se trata del aquí y ahora, de la conexión con el otro. La llaman la sacerdotisa del karaoke argentino, organiza juntadas. Ella invita al público a la próxima fecha, pasa el instagram: avenidakaraoke. Sigue explicando: en el karaoke nadie espera nada del que se sube a cantar, no sos ni tan especial ni tan importante, pero todos están dispuestos a quererte. Esto último me conmueve, pienso que podría ir, pero al mismo tiempo pienso que es probable que no lo haga. Mientras tanto, pasan algunos audios de oyentes que cuentan qué heredaron de sus padres. Después una canción, Sweeet child of mine. Se toman otra pausa, estiran las piernas. ¿Tenemos chivos hoy?, pregunta Aramaburu. Tres, contesta la productora. Cuando vuelven, es hora del invitado: Cucuza Castiello, músico, cantante de tango. Aramburu cuenta que lo conoció porque ambos son maradonianos. Cucuza le trae de regalo dos remeras de Maradona. Ambos tienen puestas, en ese momento, remeras de Maradona. El set es compartido con otros programas y empieza a llegar la gente del que sigue, entramos en la recta final. Cucuza cuenta anécdotas con Maradona: lo conoció de chico, conocía a la familia. Cuando Diego volvió de México en el 86, estuvo en su casa. Años después cantaron juntos un tango en un estadio, en un partido despedida. No tengo necesidad de soñar porque la vida se me adelanta, dice Cucuza, me pasan cosas. Se le puso la piel de gallina, acota Quintín Palma, sentado al lado. En el set, a mis espaldas, acomodan un arco de yeso que simula ser piedra. Es por donde sale Rebord, me dice la productora. Traen sillas como para un pequeño público. Me distraigo. En la mesa, Cucuza canta un tango que le escribió a Maradona. Segurola y Habana. Hay una melancolía ahí como motor, dice Quintín Palma. Hablan de la formación del cantante de tango: que el cantor vaya de la esquina a la academia y no al revés. Se empieza a notar cierto cansancio, la energía baja un poco. Cucuza canta una versión de "No soy un extraño". Después, La última curda. La vida es una herida absurda, anoto en mi cuaderno (el optimismo ante todo). Aplausos, se recupera un poco del entusiasmo inicial, o algo parecido, pienso: la distensión del final. Chivo de una empresa de seguros, más aplausos, ahora más enérgicos, la despedida. Atrás aumenta el bullicio, ya son varios los que van y vienen. Salgo porque estoy en el medio. Voy hacia la puerta. Querría saludar, pero hay mucho ajetreo en todos lados, siento que estorbo y salgo a la calle. Estoy procesando todo lo que escuché, pienso en cómo contarlo, pienso otra vez en hablar y escribir, el control sobre la palabra, la espontaneidad, el vértigo del vivo. Me subo a mi bicicleta, me pongo el casco. Estoy por empezar a pedalear cuando sale Aramburu, me saluda. Espero que la hayas pasado bien, dice. Tiene una sonrisa que parece sincera, una mirada cálida, me cae bien. En la mochila tengo un par de ejemplares de uno de mis libros: traje para regalar, por si acaso. Pienso en darle uno. Pienso, pienso, pienso. No llego a decir nada. Él se sube a un auto y se va.

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