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Festival Eterno

La Flor: una bitácora de Federica Baeza

Por Rita Braun
Compartimos una de las bitácoras de esta semana en el Festival Eterno: Feda Baeza y su visita al hipódromo.

Por Feda Baeza.


Demorada, apurada, un poco transpirada, llegué a la puerta del Hipódromo para reunirme con mi compañero de crónica, Loyds, y nuestro guía, Pablo. Los había dejado esperándome, con cierto descaro, por más de veinte minutos. El día estaba hermoso y soleado, me entretuve con unas enormes flores blancas, que creo no haber visto antes. En grandes racimos, invadían el clima veraniego con un aroma dulzón e intenso. La claridad del día parecía reflejarse en las camisas de Pablo y Loyds, estampadas con formas florales de colores suaves que contrastaban con la sobriedad de mi vestido negro y anteojos de marcos blancos. Nunca había entrado a este edificio, nunca me habían interesado las carreras, ni había apostado. Nos dirigimos a la pista y empecé a entender por qué. Los burreros, hombres en general mayores de setenta años, no dejaban de mirarme. Una travesti de solero negro no era un personaje común en este paisaje. Mientras me veía reflejada en sus miradas desde la discreción de mis lentes oscuros, el calor del sol de la tarde me abrazaba y hacía correr más gotas de sudor desde la nuca, cubierta por mi cabellera, hasta la espalda, perdiéndose en el confín del vestido. 

Nos sentamos a la sombra, lo cuál agradecí, a contemplar la diminutas figuras de los caballos que se veían al comienzo de la pista. Allí sentada me di cuenta de que no quería cumplir con la comisión: nada me llamaba la atención. Entonces dejé vagar mis pensamientos, entendí que este escrito iba a ser un relato sobre mi propio discurrir mental en las dos horas de la visita, un monólogo fragmentario que muestre pocas y oblicuas relaciones con lo que estaba viendo. Iba a confiar en el azar de la continuidad entre los pensamientos y lo que veía como si en ese montaje pudiera encontrar la hebra de algún relato que estableciese las vinculaciones que necesito. Espero tener suerte.

Mis pensamientos se dirigían a Mateo, un chico trans con el que me estoy conociendo hace poco. Más exactamente se orientaban a tratar de ordenar lo que me estaba pasando con esta experiencia. Déjenme explicarme un poco. Hace tres años que no me enamoraba. Las citas, los encuentros furtivos, las aventuras, lxs amantes, las noches en fiestas sexuales, no habían podido recrear esa euforia del sentirme enamorada. Algo del brillo del mundo que se produce con el enamoramiento se había perdido en mi vida por aquellos meses. Paralelamente en esos años se dio la enfermedad y el tratamiento de mi madre, quien finalmente murió a causa de un cáncer. En mi mente fui enlazando esta dificultad para enamorarme y el fallecimiento de mi mamá. Su duelo implicaba mirar las ruinas de aquel primer vínculo amoroso, la marca de una relación de madre e hija que estableció modos de relacionarme y experimentar el amor. El vínculo con ella no había sido fácil. Fue una madre demandante, por momentos asfixiante, muchas veces infranqueable. Pero el final de su vida nos encontró reconciliadas, con la posibilidad de mirarnos frente a frente, con franqueza, y sentir que nuestras cuentas estaban, de algún modo, saldadas. Estaba allí en el hipódromo, no prestando atención a las carreras, intentando observar mis sentimientos como si fueran un paisaje. Como si no se tratara de mí misma, como si pudiera desentenderme de cualquier explicación causal y sólo percibir, tomar nota de las oscilaciones atmosféricas de este paisaje de mis sentimientos y mi duelo.

El volver a enamorarme suponía el ejercicio de un músculo dormido, un músculo que poco a poco se recuperaba de una lesión. Es difícil saber en que estado realmente se encuentra, en la medida que se extiende y empieza a entrar en contacto con el movimiento diario se van observando las marcas de aquellas antiguas lesiones. Es como si fueran cicatrices que no es posible ver con los ojos, que sólo pueden sentirse cuando se lo ejercita. Se perciben en el movimiento. Así sobrevienen sensaciones de plenitud, de recobrar, poco a poco, un ámbito que parecía perdido. Pero también aparecen inseguridades y hasta instantes de temor como si fueran puntadas de dolor dentro del tejido que se va recuperando. Estaba intentando abordar todas estas sensaciones con tranquilidad, por eso insistía en contemplarlas como un paisaje que me rodea pero en el que no me encuentro inmersa. Es como observar el inicio de una tormenta desde un lugar protegido. Comienza con el viento y la aparición de las nubes. Luego llegan los relámpagos y los truenos mientras caen las primeras gotas. Mirarlo de este modo me libraba de sentirme dentro del acontecimiento.

La relación con Mateo iba creciendo en intensidad e intimidad. Intercambios de lecturas, anécdotas de la infancia, historias familiares, declaraciones, gustos musicales, presentaciones de amigxs, salir a ver muestras juntxs, celos de otrxs amantes, chistes y algunas burlas sutiles, habían ido construyendo una trama prolífica. También lo habían hecho varias horas de exploración de nuestros cuerpos, sus puntos de excitación, las técnicas para estimularnos. Mientras cogíamos nos sosteníamos la mirada a los ojos mutuamente. Por alguna razón, empecé a redoblar la apuesta en este romance. Es importante recordar que para saber ganar, hay que poder perder. Esto pensaba mientras apostaba en la ventanilla del hipódromo. Aposté mil pesos, después tres mil. Si bien Loyds, que tenía más experiencia, me instruyó sobre algunas lógicas de las apuestas a los caballos, reconozco que presté poca atención. No me importaba, di la suma que estaba dispuesta a perder sin preocuparme. En el caso de Mateo empecé a redoblar la apuesta a partir de la escritura. Usé textos que me encargaron para escribir sobre otras cosas y así hablar de él. Luego se los enviaba. Mis escritos se volvieron cartas dirigidas a él. Allí trataba los temas que quería abordar. Pero buscaba cierto riesgo, que estuviesen al borde de lo que era posible decir sin incomodar en esta instancia del vínculo. Desde el inicio, Mateo me comentó que era trabajador sexual. Entonces escribí la sinopsis de una serie para televisión que ponía en el centro de la trama diversos episodios relacionados con su actividad. También me daba el espacio de mostrar mis temores, un poco velados, la historia incluía a un cliente violento y peligroso. Cuando se lo mostré, afortunadamente, gané la apuesta, lo atraje más. Pero el desenlace dramático de la historia también dejaba ver mis prejuicios. Entre risas me empezó a decir que yo era abolicionista. En parte tenía razón, más allá de lo políticamente correcto de mis explicaciones afloraba mi educación puritana. Me puse a pensar en el siguiente paso. Para mí, toda relación es la posibilidad de ir más allá de mis límites.

En esas dos horas de visita al hipódromo seguí meditando sobre esto. Durante toda esa semana le había contado a mis amigas una idea que tenía en mente. Hacía un mes un señor mayor me escribía insistentemente para vernos. Yo había coqueteado con concretar el encuentro pero no terminaba de confirmarlo. Él es italiano, está en sus setentas, usa un sombrero pequeño negro, cuello tortuga y un saco de cuero. Es dueño de un conocido restaurante del microcentro. Me parecía un poco sexy. Até cabos e imaginé que el siguiente paso era concretar un encuentro sexual pago con él. Consultando con mis amigas puse mi precio: 500 dólares. En realidad hacía tiempo que venía fantaseando con la idea de tener esta experiencia. Tengo varias razones. Ser travesti implica que muchas veces se de por sentado que ejercés el trabajo sexual. De hecho imagino que los señores del hipódromo pensaban esto. Me miraban junto a Pablo con su camisa floreada y suponían que este era el escenario de una cita, tal vez el punto para encontrarse y después ir a algún hotel alojamiento. Ser una persona trans es lidiar con estas fantasías. Mejor tomar el toro por las astas, me dije. También sería una ofrenda que le rindo a Mateo, es imposible negarlo. Estoy intentando demostrarle que puedo traspasar mis límites, ir más allá, ser un poco otra para él. Igual otras amigas me habían desanimado. Interpretaban que en realidad yo quería demostrarle poder, subrayar que inclusive podía ganar más que él en un terreno que no es el mío. Última razón para concretar el encuentro: 500 dólares. Es realmente un aliciente para mí. Imaginen que por el encargo de este texto ganaré 70, que incluye la visita al hipódromo, este momento en el que escribo y luego su lectura en un evento público. A fin de cuentas, estoy en el hipódromo pensando en el dinero, en las apuestas, los riesgos, las pérdidas y los premios.

Luego de un par de apuestas, Pablo nos dijo que tenía un contacto en las caballerizas, allí fuimos. El escenario era un poco más interesante para mí. Varios petiseros, así se conoce en la jerga a quienes cuidan de los caballos, estaban manguereando a los animales en cuero. Como la palabra lo dice eran todos hombres bajos. Bromeé junto con mis compañeros, parecen hombres trans, yo soy la más alta acá. También señalé: qué difícil ser puto en este lugar. Me quedé mirando a uno particularmente fibroso, no sé si lo notó. En la caballeriza había más de esas flores blancas y dulzonas. Entre los hombres y las flores empecé a transportarme a otro lugar en medio del calor sofocante. Entré en una especie de sueño, las palabras de mis compañeros alrededor se hicieron inaudibles. Me asaltó una imagen. 

Como si se combinasen la imagen del torso del petisero que estaba mirando y esas flores blancas evoqué una escena de Mateo y yo mientras cogíamos. En un momento vi su sexo abierto e imaginé una de esas flores que se abren sólo a la noche, que extienden sus largos estambres y pistilos de un modo tan amplio que parecen abrazar el aroma que exhalan. Su presencia conmueve el aire nocturno que la rodea. Luego de la visita del hipódromo del viernes, el domingo le di a Mateo una de esas flores blancas que recogí en la calle mientras caminábamos. Le dije que me hacía acordar a su sexo y al modo en el que conmueve el aire cuando se abre frente a mí. La tomó y me señaló que la flor se iba cerrando lentamente. Me quedé pensando en esa flor y en su movimiento. Y ahora que estoy escribiendo todo esto, que parece no tener sentido, empecé a decirme que tal vez tenga sacar de mi cabeza este oscilar de apuestas, riesgos y premios, de miradas de los hombres, de pensamientos que me rodean. En ese movimiento lento de la flor sentí, por un instante, el despliegue de un cuerpo que sigue creciendo. Como las formas caprichosas de las nubes que se van transformando sin responder a ninguna previsión. Sentí que más allá de las heridas, los límites, de lo que le me dio forma, voy encontrando otro espacio. En esa torsión se reúnen el placer, el miedo, la tristeza, lo que imagino y lo que pasa, lo que pasó y lo que puede pasar como distintos momentos de un una misma forma que se sigue desplegando. Pude quedarme tranquila y poner, finalmente, mi mente en blanco.


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