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Poesía

Tres poemas de Mary Shelley

¿Sabías que la autora de Frankenstein también escribía poemas? Sus versos quedaron en gran parte inéditos, y aquí traemos tres. 

Los poemas de Mary Shelley (Londres, Reino Unido, 1797-1851) quedaron en gran parte inéditos en vida de la autora y han permanecido hasta hoy prácticamente desconocidos para el público. No es raro en la historia literaria que el gran éxito de un autor en un género determinado ensombrezca el resto de su obra incluso a sus propios ojos. Pero la enorme calidad de la poesía de Mary Shelley hace necesario conocerla y sacarla a la luz como en muy pocos de esos casos.  

Dotada de esa extraordinaria intuición solo al alcance de los grandes talentos que antes de cumplir los veinte años la llevó a crear una obra maestra como Frankenstein, Mary Shelley vuelva su dolor, sus recuerdos y su profunda melancolía en unos poemas íntimos, palpitantes y obsesivos, nacidos al calor de una sensibilidad en carne viva, pero también de una mente enérgica e inconformista que desesperadamente busca asideros en el abismo de una existencia trágica. Pero, incluso cuando nos hallamos ante puras destilaciones del dolor más íntimo, los versos de Mary Shelley cuentan con una madurez creadora que sabe dar serena y sólida arquitectura a la expresión poética, tanto en sus manifestaciones más breves y musicales como en los poemas más extensos y discursivos. 


 
 

Amar en soledad y en el misterio  

Amar en soledad y en el misterio; 

venerar a quien nunca será mío; 

contemplar el abismo atroz que se abre 

entre el templo que adoro y mi existencia; 

mostrarme siempre pródiga y esclava... 

¿Qué habría de cosechar de esa semilla? 

 

Amor responde con sutil engaño, 

encarnando tan dulces apariencias 

que, sin otra arma más que su sonrisa, 

llenando su mirada de ternura, 

logra rendir mi firme resistencia 

y que mi alma a su credo se consagre.


 
 

Ven a verme en mis sueños, amor mío 

Ven a verme en mis sueños, amor mío. 

No habría para mí mayor regalo. 

Ven, mi amor, con la luz de las estrellas 

y acaricia mis ojos con tus besos. 


Así fue, según fábulas antiguas, 

cómo Amor visitó a una joven griega 

hasta que ella rompió el sagrado hechizo 

y vio desvanecida su esperanza. 


El dulce sueño velará mi vista; 

la lámpara de Psique se hará sombra 

cuando, entre las visiones de la noche, 

vengas a renovar así tus votos. 


Ven a verme en mis sueños, amor mío. 

No habría para mí mayor regalo. 

Ven, mi amor, con la luz de las estrellas 

y acaricia mis ojos con tus besos. 


 
 

Olvidaré tus ojos cargados de ternura  

Olvidaré tus ojos cargados de ternura; 

tu voz que me llenaba de dulces emociones; 

tus promesas perdidas en este laberinto; 

la presión turbadora de tu mano, tan suave, 

y hasta lo más querido: el intercambio diario 

de nuestros pensamientos, que tanto nos unía, 

pues los dos corazones fundía en una mente 

sin miedo ni esperanza más que en nosotros mismos. 


Olvidaré las flores con las que me adornaba. 

¿No son ya flores muertas las que ayer te ofrecí? 

Olvidaré la cuenta de las horas del día. 

Aunque sea de noche, tú no regresarás. 

Pero, si he de olvidarme incluso de tu amor, 

quiero cerrar los ojos, anegados de lágrimas 

desde el amanecer, y buscar el reposo 

para mi pensamiento que la tumba le brinda. 


Quién fuera como aquella que, transformada en árbol, 

ya no puede llorar ni seguir lamentándose, 

o aquella solitaria que, temblando de frío, 

siente que arde su pecho al volverse de piedra. 

Quién pudiese beber el agua del Leteo, 

que aniquila igualmente la tristeza y la dicha. 

Aunque puede que ni ella, al cabo, me sirviese. 

Esperanza, amor, tú, ¿cómo voy a olvidaros? 

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