Tres poemas de Manoel de Barros
Poesía brasileña
Miércoles 21 de julio de 2021
Tomados de Memorias inventadas, con traducción de José Ioskyn, publicado por Griselda García Editora.
"Estas pequeñas historias fueron inventadas para contar una vida que idealicé para el poeta. Seguramente alguna cosa mía debe haber en ese ideal", respondía en entrevista Manoel de Barros, uno de los poetas más leídos y queridos en lengua portuguesa, nacido en 1916 en Cuiabá, Matto Grosso, y fallecido a los 98 años de edad.
Compartimos tres poemas suyos tomados de Memorias inventadas, con traducción de José Ioskyn, publicado por Griselda García Editora.
Soberanía
Aquel día, en medio de la cena, conté que había intentado
agarrar la cola del viento – pero el culo del viento
se resbalaba mucho y no pude atraparlo. Yo tendría
siete años. Mi mamá me sonrió cariñosamente
y no dijo nada. Mis hermanos dieron carcajadas
burlándose. Mi papá se quedó preocupado y dijo que yo había tenido
un desvarío de la imaginación. Y que esos desvaríos
se acabarían con el estudio. Y me mandó a estudiar
libros. Vine. Después leí algunos tomos que había en la
biblioteca del Colegio. Y me puse a estudiar con determinación.
Aprendí la teoría de las ideas y de la razón pura. Especulé
con los filósofos y llegué a los eruditos. A los hombres de
gran saber. Encontré que los eruditos en sus altas
abstracciones se olvidaban de las cosas simples del mundo.
Fue ahí que encontré a Einstein (él mismo – Alberto
Einstein). Que me enseñó esta frase: La imaginación es
más importante que el saber. ¡Quedé elevado!
E hice una broma. Puse un poco de inocencia
en la erudición. Y salió bien. Mi ojo comenzó a ver de
nuevo las pobres cosas del suelo meadas de rocío.
Y vi a las mariposas. Y medité sobre las mariposas. Vi
que ellas dominan lo más leve sin precisar tener
ningún motor en el cuerpo. (¡Esa ingeniería de Dios!).
Y vi que ellas pueden posarse en las flores y en las piedras sin lastimarse las propias alas. Y vi que el hombre no tiene soberanía ni para ser un benteveo.
Júbilo
Tengo el gusto de lisonjear a las palabras al modo en que el Padre Vieira las lisonjeaba. ¿Sería una técnica literaria de Vieira? Está visto que las palabras lisonjeadas
reverdecían para él. Yo uso esa técnica. Lisonjeo
las palabras. Y ellas hasta me inventan. Y se muestran
coquetas conmigo. En su coqueteo las palabras me
ofrecen todos sus costados. Entonces salimos a vagar
con ellas por todos los rincones del idioma. Nos ponemos a jugar juegos y juegos. Porque no
queremos informar acontecimientos. Ni contar episodios.
Ni crear historias. Solo nos gusta hacer de
cuenta. Inventar las cosas que aumenten la nada.
No nos gusta hacer nada que no sea de
juguete. Esos vagabundeos por los rincones del idioma
son solamente para hacer júbilo con las palabras. Obtener
de ellas algún motivo de alegría. Una alegría de no
informar nada de nada. Sería cualquier cosa como
la charla en el suelo entre dos pajaritos mientras buscan
patitas de moscas. Cualquier cosa como jugar
a la rayuela en la vereda. Cualquier cosa como correr
en caballos de madera. Esas cosas. Puro júbilo sin
compromisos. A las palabras más coquetas les gusta
inventar travesuras. Una de ellas propuso que
hiciéramos de horizonte para los pájaros. Y los pájaros
volarían sobre nuestro azul. Intenté horizontearme
a las golondrinas. Y las palabras más coquetas querían
enlunarse sobre los ríos. Si se quedaran plateadas sobre los ríos dirían que los pescaditos vendrían a besarlas. Nosotros jugábamos en lo plateado del agua. ¡El más puro júbilo!
Melenudo
Cuando mi abuela me recibió en las vacaciones, me presentó a sus amigos: este es mi nieto. Fue a estudiar a Río y volvió de ateo. Dijo que volví de ateo.
Aquella preposición desubicada me disfrazaba de ateo.
Como quien dijera en Carnaval: aquel chico está
disfrazado de payaso. Mi abuela entendía de regímenes
verbales. Hablaba en serio. Pero todo el mundo se rio.
Porque aquella preposición desubicada podía hacer de
una información un chiste. Y lo hizo. Y todavía más: creo
que buscar la belleza en las palabras es una solemnidad de amor. Y puede ser un instrumento para reír. Una vez,
en medio de un partido, un chico gritó: disilimina a ese,
Melenudo. Yo no disiliminé a nadie. Pero aquel
verbo nuevo trajo un perfume de poesía a nuestra
cuadra. Aprendí en esas vacaciones a jugar con palabras
más que a trabajar con ellas. Comencé a no gustar
de la palabra encajonada. Aquella que no puede cambiar de lugar. Aprendí a gustar de las palabras más por cómo
suenan que por lo que informan. Después
escuché a un vaquero cantar con nostalgia: Ay, morena,
no me escribas / que no sé leer. Aquello antepuesto
al verbo leer, en mi oír, ampliaba la soledad del
vaquero.