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Tres poemas de Eunice Odio

Poesía costarricense

Tomados de Este es el bosque, 25 poemas de la gran autora nacida en San José de Costa Rica en 1919 y fallecida en México en 1974. En selección y prólogo de Vicente Undurraga, con edición de la editorial chilena La pollera. 

Hay un abismo entre el reconocimiento a la poeta costarricense Eunice Odio (1919-1974) y la inmensidad de su escritura, pero no es el único abismo que su obra ostenta. Ni el mayor. Porque lo más abismante se abre entre la lectura de sus versos y la realidad que nos rodea una vez terminada esa lectura. No porque se aleje o desentienda de lo real para situar sus versos en el escenario de una evasiva fantasía o de un rebuscado delirio, sino porque con su escritura parece estar intentando dar cuenta de otro orden de cosas, descubriendo un concierto del mundo donde pasado y presente y futuro se rozan y hasta confunden del mismo
modo en que indiscernibles resultan el cuerpo y el alma, las sensaciones y las ideas, la materia y lo angélico –lo angélico (“ángeles murmurantes disfrazados de agua”) como símbolo de lo sagrado, esa gran presencia que atraviesa toda su obra, sin beatería alguna.

Vicente Undurraga

 

 

 

Si pudiera abrir mi gruesa flor



Yo no me dejaré humillar por las cosas irracionales:

penetraré lo que hay en ellas de sarcasmo hacia mí;

haré que las civilizaciones y ciudades se me rindan.

Whitman

 

En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre 

no quiero acordarme.

Cervantes

Anita andaba en el sueño

con zapatos de vigilia,

¡ay, Anita, por tus pies,

te van a negar el día!

E.O.

 

Si pudiera abrir mi gruesa flor
para ver su geografía íntima,

su dulce orografía de gruesa flor:
si pudiera saltar desde los ojos

para verme, abierta al sol,
si no me golpeara de pronto, en la mejilla,

esta reunida sombra,
esta orilla de silencio

que es lo que ciertos pañuelos a la lágrima,
un aposento blanco, descubierto.
Si pudiera quedarme abierta al sol
como el sencillo mar;

y alta, recién nacida hija del agua,
creciera mi color al pie del agua.

¿Por qué no he de poder desnudarme los pies
en una casa en que los alfabetos ascienden

por el labio a la palabra, y en que duendes de menta,
sirven té verde y florecida sombra?

Por qué no he de poder
desnudarme los pies en una casa

en que todos los días
un año desviste su estatura melancólica,

y en que la costa azul de un relicario
guarda el retrato de un vecino de mayo que se ha ido.

Sin embargo,

no puedo desnudarme los pies en esta casa,
ni poner sobre la mesa el corazón.

Pero puedo abrirme como una flor,


y saltar desde los ojos para verme,

abierta al sol.

Junio 12, 1946

Granada, Nicaragua

 

 

 

 

 

 

Declinaciones del monólogo

 

 


I


Estoy sola,
muy sola,


entre mi cintura y mi vestido,
sola entre mi voz entera,


con una carga de ángeles menudos
como esas caricias
que se desploman solas en los dedos.

Entre mi pelo, a la deriva,
un remero azul,

confundido,

busca un niño de arena.

Sosteniendo sus tribus de olores
con un hilo pálido,

contra un perfil de rosa,
en el rincón más quieto de mis párpados
trece peregrinos se agolpan.


II


Arqueándome ligeramente
sobre mi corazón de piedra en flor
para verlo,

para calzarme sus arterias y mi voz
en un momento dado
en que alguien venga,
y me llame...

pero ahora que no me llame nadie,
que no quepo en la voz de nadie,
que no me llamen,

porque estoy bajando al fondo de mi pequeñez,

a la raíz complacida de mi sombra,

porque ahora estoy bajando al agónico
tacto de un minero, con su media flor al hombro,
y una gran letra de te quiero al cinto.


Y bajo más,

a las inmediaciones del aire

que aligerado espera las letras de su nombre
para nacer perfecto y habitable.

Bajo,
desciendo mucho más,
¿quién me encontrará?

Me calzo mis arterias
(qué gran prisa tengo),


me calzo mis arterias y mi voz,
me pongo mi corazón de piedra en flor,

para que en un momento dado
alguien venga,


y me llame,
y no esté yo
ligeramente arqueada sobre mi corazón, para verlo,

y no tenga yo que irme y dejar mi gran voz,

y mi alto corazón
de piedra en flor.

 

 

Marzo, 1946

San José, Costa Rica

 

 

 

 

Dos prolegómenos para una canción

 

 

 

I

 

En mi oído se reclina el agua.

 

No se desploma, no,

que tiene mi corazón

anchas ventanas, 

 

y en mi oído

 

reclinada

 

el agua

 

corre 

por dentro

y canta. 

 

 

II

 

Se oye el agua reclinándose

en el musgo.

Es la semilla alegre

del agua

que descansa

o el día hilando

el pequeño desnudo

de los pájaros.

Se oye el cristal agreste

desatando en el alba

su corriente,

 

es el rocío que hiere

con su pata celeste…

 

…escucha

se ha quedado sola como mi desnudez

la rama. 

 

Es que regresa al aire la azucena,

es que cae el aroma

 

¡calla!

 

que en mi oído reclinada

 

el agua

 

canta. 

 

 

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