Semilla terrestre: los libros de los vivos
Leé un extracto de Parábola del sembrador, de Octavia E. Butler
Martes 24 de noviembre de 2020
"¿Pero qué si todo eso es un error? ¿Qué si Dios es algo completamente distinto?" Leé un extracto de la primera taducción al castellano de esta obra publicada por Overol en Chile, pieza clave de la escritora afroamericana de ciencia ficción nacida en California en 1947.
Por Octavia Butler. Traducción de Virginia Gutiérrez.
Un don de Dios
Puede quemar los dedos desprevenidos.
Domingo 21 de julio, 2024
Hace por lo menos tres años, el Dios de mi padre dejó de ser mi Dios. Su iglesia dejó de ser mi iglesia. Y sin embargo hoy, porque soy cobarde, dejé que me iniciaran en esa iglesia. Dejé que mi padre me bautizara en los tres nombres del Dios que ya no es mío.
Mi Dios tiene otro nombre.
Nos levantamos temprano esta mañana porque teníamos que cruzar el pueblo para llegar a la iglesia. Casi todos los domingos, Papá hace los cultos en nuestras habitaciones delanteras. Es pastor bautista y aunque no toda la gente que vive al interior del muro de nuestro barrio es bautista, los que sienten la necesidad de ir a la iglesia se alegran de poder venir con nosotros. Así no tienen que arriesgarse a ir afuera donde todo es tan peligroso y delirante. Ya es lo bastante malo que algunas personas —incluido mi padre— tengan que salir a trabajar al menos una vez por semana. Ninguno de nosotros sigue yendo a la escuela. A los adultos los pone nerviosos que los niños salgan.
Pero hoy era especial. Hoy mi padre llegó a un acuerdo con otro pastor, un amigo suyo que todavía tiene una iglesia de verdad con un bautisterio de verdad.
Antes Papá tenía una iglesia a unas pocas cuadras de nuestro muro. La empezó antes de que hubiera tantos muros. Pero después de que la robaron y la vandalizaron varias veces, y los indigentes la usaron para dormir, alguien le echó gasolina por dentro y por fuera y la quemó entera. Siete de los indigentes que dormían adentro se quemaron con ella.
Pero de alguna forma el amigo de Papá, el Reverendo Robinson, se las ha arreglado para seguir con su iglesia sin que la destruyan. Fuimos ahí en bicicleta esta mañana: yo, dos de mis hermanos, otros cuatro jóvenes del barrio que estaban listos para que los bautizaran y algunos adultos más para protegernos. Todos los adultos estaban armados. Esa es la regla. Salir en grupo e ir armados.
La alternativa era que nos bautizaran en una tina en la casa. Eso habría sido más barato y seguro, y por mí, bien. Lo dije, pero nadie me prestó atención. Para los adultos, ir a una iglesia de verdad era como volver a los buenos días de antaño, cuando había iglesias por todas partes y demasiadas luces, y la gasolina era para echársela a los autos y los camiones y no para prenderles fuego a las cosas. Jamás pierden oportunidad de revivir los buenos días de antaño ni de decirles a los hijos lo maravilloso que va a ser cuando el país vuelva a ponerse en pie y los buenos tiempos vuelvan.
Sí, claro.
Para nosotros, los jóvenes —la mayoría de nosotros— el viaje era solo una aventura, un pretexto para salir más allá del muro. Nos íbamos a bautizar por obligación o como una especie de seguro, pero la mayoría no está muy interesada en la religión. Yo sí, pero bueno, tengo una religión diferente.
—Para qué arriesgarse —me dijo Silvia Dunn hace unos días—. Quizá todo esto de la religión tiene algo de verdad.
Sus padres pensaron que sí la tenía, así que estaba con nosotros.
Mi hermano Keith, que también estaba con nosotros, no compartía ninguna de mis creencias. Simplemente no le importaba. Papá quería que se bautizara, así que qué tanto. No había mucho que le importara a Keith. Le gustaba estar con sus amigos y hacer como si fuera grande, sacarle la vuelta al trabajo, a la escuela, a la iglesia. Solo tiene doce años, el mayor de mis tres hermanos. No me llevo muy bien con él, pero es el favorito de mi madrastra. Tres hijos inteligentes y uno tonto, y es el tonto al que quiere más.
Keith miró el entorno más que nadie mientras íbamos en bicicleta. Su ambición, si se la puede llamar así, es dejar el barrio e irse a Los Ángeles. Nunca es muy claro acerca de qué va a hacer cuando llegue allá. Solo quiere ir a la gran ciudad y ganar mucho dinero. Según mi padre, la gran ciudad es un cadáver cubierto por demasiados gusanos. Creo que tiene razón, aunque no todos los gusanos están en L.A. También están aquí.
Sin embargo, los gusanos no suelen levantarse temprano. Pasamos en bicicleta al lado de gente echada, durmiendo en las veredas, y unos pocos despertándose, pero no nos prestaron atención. Vi al menos a tres personas que no se iban a despertar de nuevo, nunca. Una de ellas no tenía cabeza. Me sorprendí mirando alrededor, buscando la cabeza. Después de eso, traté de no mirar más.
Una mujer joven, desnuda e inmunda pasó tropezando a nuestro lado. Alcancé a ver su expresión relajada y me di cuenta de que estaba aturdida o borracha o algo.
Quizá la habían violado tanto que se había vuelto loca. He escuchado historias así. O quizá solo estaba volada. Los hombres de nuestro grupo casi se cayeron de la bicicleta por mirarla. Qué pensamientos religiosos más maravillosos iban a tener por un rato.
La mujer desnuda nunca nos miró. Le eché un vistazo después de que la habíamos pasado y vi que se había instalado entre las malezas apoyada en el muro del barrio de otra gente.
Gran parte de nuestro viaje fue pasar al lado de un muro de barrio después de otro; algunos de una cuadra de largo, otros de dos cuadras, algunos de cinco… Arriba hacia los cerros había propiedades amuralladas; una casa grande y varias dependencias pequeñas, que más parecían chozas, donde vivían los empleados. No pasamos al lado de nada parecido hoy. De hecho, pasamos algunos barrios tan pobres que sus muros estaban hechos de piedras sin cemento, pedazos de concreto y basura. Luego estaban las patéticas áreas residenciales sin muro. Un montón de casas habían sido destrozadas: quemadas, vandalizadas, repletas de borrachos o adictos, o tomadas por familias indigentes con sus hijos sucios, flacos, semidesnudos. Los niños estaban completamente despiertos y mirándonos esta mañana. Me dan pena los más chicos, pero los de mi edad o mayores me ponen nerviosa. Creo que si fuéramos solo uno o dos, o si no pudieran ver nuestras armas, quizá tratarían de tirarnos al suelo y robarnos las bicicletas, la ropa, los zapatos, lo que fuera. ¿Entonces qué? ¿Violación? ¿Asesinato? Podríamos terminar como esa mujer desnuda, caminando a tropiezos, aturdida, quizás herida, con la certeza de atraer la atención de alguien peligroso a menos que pudiera robar algo de ropa. Ojalá hubiésemos podido darle algo.
Mi madrastra dice que ella y mi padre pararon a ayudar a una mujer herida una vez y los tipos que la habían herido saltaron desde atrás de un muro y casi los mataron.
Y estamos en Robledo, a veinte millas de Los Ángeles y que, según mi padre, antes era una ciudad pequeña y próspera, verde, sin muros, que él había estado impaciente por abandonar cuando era joven. Como Keith, había querido escapar del aburrimiento de Robledo y llegar a la emoción de la gran ciudad. L.A. era mejor entonces, menos letal. Vivió ahí por veintiún años. Después, en 2010, sus padres fueron asesinados y él heredó la casa. Quien sea que los haya matado robó todo y destrozó los muebles, pero no quemó nada. No había muro en el barrio en ese entonces.
Qué locura vivir sin un muro que te proteja. Incluso en Robledo, la mayoría de los pobres de la calle: okupas, borrachos, adictos, indigentes en general, son peligrosos. Están desesperados o locos, o las dos cosas. Eso es suficiente para hacer que cualquiera sea peligroso.
Más grave para mí, muchas veces algo anda mal con ellos. Se cortan las orejas, las piernas, los brazos unos a otros… Tienen enfermedades sin tratar y heridas supurantes. No tienen dinero para comprar agua para lavarse, así que incluso los que no están heridos tienen llagas en la piel. No les alcanza para comer, así que están desnutridos, o comen comida en mal estado y se intoxican. A medida que pedaleaba, trataba de no mirarlos, pero no podía evitar ver —recibir— algo de su dolor en general.
Puedo aguantar mucho dolor sin derrumbarme. He aprendido a hacerlo. Pero hoy era difícil seguir pedaleando y seguirles el paso a los otros cuando prácticamente todos los que veía me hacían sentir cada vez peor.
Mi padre me echaba una mirada de vez en cuando. Él me dice: «Puedes derrotarlo. No tienes que rendirte ante esto». Siempre ha fingido, o quizá creído de verdad, que mi trastorno de hiperempatía es algo que yo puedo superar y dejar de lado. Al fin y al cabo, la participación no es real. No es magia o percepción extrasensorial lo que me permite participar del dolor o el placer de otra gente. Es psicótico. Hasta yo reconozco eso. Mi hermano Keith siempre fingía que le dolía algo para hacer que yo cayera y participara de su supuesto dolor. Una vez usó tinta roja como sangre falsa para hacerme sangrar. Yo tenía once años entonces y todavía sangraba por los poros cuando veía sangrar a alguien más. No podía evitarlo y siempre me preocupaba que me fuera a delatar con gente fuera de la familia.
No he participado del sangrado de alguien desde que tenía doce años y tuve mi primera regla. Qué alivio fue eso. Ojalá todo lo demás hubiera desaparecido también. Keith logró engañarme para que sangrara solo una vez y le saqué la cresta por eso. Yo no peleaba mucho de chica porque me dolía tanto. Sentía cada golpe que pegaba como si me pegara a mí misma. Así que cuando decidía que sí tenía que pelear, buscaba hacerle al otro más daño del que es común entre los niños. Le quebré el brazo a Michael Talcott y la nariz a Rubin Quintanilla. Le saqué cuatro dientes de un golpe a Silvia Dunn. Todos merecían el doble o el triple de lo que les hice. Me castigaron todas las veces y lo resentí. Era un castigo doble, al final, y mi padre y mi madrastra lo sabían. Pero saberlo no los detuvo. Creo que lo hacían para que los otros padres quedaran tranquilos. Pero cuando le pegué a Keith sabía que Cory o Papá o los dos me iban a castigar. Después de todo es mi pobre hermano chico. Así que tenía que asegurarme de que mi pobre hermano chico pagara por adelantado. Lo que le hiciera tenía que valer la pena a pesar de lo que ellos me hicieran a mí.
Valió la pena.
Papá se encargó de que nos llegara después; a mí por pegarle a un niño más chico y a Keith por arriesgar a que en la calle se supieran «asuntos de familia». Papá le da mucha importancia a la privacidad y a los «asuntos de familia». Hay toda una variedad de cosas a las que ni siquiera aludimos fuera de la familia. La primera entre todas es cualquier cosa relacionada con mi madre, mi hiperempatía y cómo se conectan las dos. Para mi padre, todo el asunto es una vergüenza. Él es pastor y profesor universitario y decano. Una primera esposa que era adicta a las drogas y una hija con problemas por culpa de las drogas no es algo de lo que quiera enorgullecerse. Mejor para mí. Ser la persona más vulnerable que conozco no es para nada algo de lo que quiera jactarme.
No puedo hacer nada acerca de mi hiperempatía, no importa lo que Papá piense o quiera o desee. Siento lo que veo que otros sienten o lo que creo que sienten. La hiperempatía es lo que los doctores llaman Trastorno Psicótico Orgánico. Tremenda huevada. Duele, eso es todo lo que sé. Gracias a Paracetco, la pastillita, la harina de Einstein, la droga que mi madre eligió tomar en exceso antes de que mi nacimiento la matara, estoy loca. Me llega mucho dolor que no me pertenece y no es real. Pero duele.
Se supone que participo del placer y el dolor, pero no hay mucho placer por estos lados hoy en día. Prácticamente el único placer que he encontrado del que disfruto participar es el sexo. Me llegan las sensaciones del tipo y las mías. Casi me gustaría que no fuera así. Vivo en una comunidad pequeña, una pecera-callejón amurallada, sin salida, y soy la hija del pastor. Hay un límite muy real respecto a lo que puedo hacer cuando se trata de sexo.
Bueno, mis neurotransmisores están revueltos y van a seguir así. Pero aguanto bien, siempre y cuando otra gente no sepa lo que tengo. Dentro de los muros de nuestro barrio, estoy bien. Nuestro viaje en bicicleta hoy, en cambio, fue infernal. Ir y volver fue lo peor que he sentido; sombras y fantasmas, retorcimientos y pinchazos de dolor inesperado.
Si no miro mucho rato heridas viejas, no me duelen tanto. Había un niño chico desnudo cuya piel era una masa de grandes úlceras rojas; un hombre con una costra enorme en el muñón donde antes estaba su mano derecha; una niña chica, desnuda, de quizá siete años de edad, con sangre corriéndole por los muslos desnudos. Una mujer con el rostro golpeado, hinchado, sangrante…
Debo haberme visto saltona. Miraba alrededor mío como un pájaro, sin dejar que mi mirada se posara en nadie por más tiempo del que me tomara ver que no venían hacia mí ni me apuntaban con nada.
Papá debe haber leído algo de lo que yo sentía en mi expresión. Trato de no dejar que mi cara muestre nada, pero él me sabe leer. A veces la gente dice que parezco sombría o enojada. Mejor que piensen eso a que sepan la verdad. Mejor que piensen cualquier cosa a que sepan qué fácil es causarme daño.
Papá insistió en agua fresca, limpia, potable para el bautizo. No podía pagarla, por supuesto. ¿Quién podría? Esa era la otra razón para los cuatro niños extra:
Silvia Dunn, Héctor Quintanilla, Curtis Talcott y Drew Balter, junto con mis hermanos Keith y Marcus. Los padres de los otros niños habían ayudado con los costos. Pensaban que un bautizo como debe ser era lo bastante importante para gastar algo de dinero y correr algunos riesgos. Yo era la mayor por unos dos meses. Curtis venía después. Odiaba estar ahí, pero más odiaba que estuviera Curtis. Me importa más de lo que quiero que me importe. Me importa lo que piensa de mí. Me preocupa entrar en crisis un día delante de él y que me vea. Pero no hoy.
Para la hora a la que llegamos a la fortaleza-iglesia, los músculos de la mandíbula me dolían de tanto rechinar los dientes y estaba exhausta.
Solo había unas sesenta o setenta personas en el servicio, lo suficiente como para llenar nuestras habitaciones delanteras de la casa y parecer una gran multitud. En la iglesia, en cambio, con sus muros circundantes y sus puertas aseguradas con barras de metal y su alambre Lazor y su enorme vacío adentro, y sus guardias armados, la multitud parecía un puñado de gente dispersa. Eso era bueno. Lo último que quería era una gran audiencia para quizás hacer que me cayera al suelo de dolor.
El bautizo fue tal como se había planeado. Nos mandaron a los baños («Damas», «Caballeros», «Por favor no arroje papeles de ningún tipo en el W.C.», «Agua para lavarse en el balde a la izquierda…») para desvestirnos y ponernos túnicas blancas. Cuando estábamos listos, el padre de Curtis nos llevó a una antesala donde podíamos oír la prédica —del primer capítulo de Juan y el segundo capítulo de Hechos— y esperar nuestro turno.
Me tocó al final. Supongo que fue idea de mi padre. Primero los vecinos, después mis hermanos, después yo. Por razones que no tienen mucho sentido para mí, Papá piensa que necesito ser más humilde. Yo creo que mi humildad —o humillación— biológica personal es más que suficiente.
¿Qué tanto? A alguien tenía que tocarle al final. Solo me gustaría haber sido lo bastante valiente como para evitar por completo el asunto.
Así que «en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo…».
Los católicos se hacen cargo de todo esto cuando son guaguas. Ojalá los bautistas hicieran lo mismo. Casi me gustaría poder creer que es importante como mucha gente parece creer, como mi padre parece creer. Ya que no se puede, me gustaría que me diera lo mismo.
Pero no me da lo mismo. La idea de Dios está mucho en mi mente estos días. He estado prestándole atención a lo que otra gente cree, si creen y, si es así, en qué tipo de Dios creen. Keith dice que Dios no es más que la forma en que los adultos te asustan para que hagas lo que ellos quieren. No lo dice cuando está Papá, pero lo dice. Cree en lo que ve; y no importa lo que esté frente a él, no ve mucho. Supongo que Papá diría eso de mí si supiera lo que creo. Quizá tendría razón. Pero eso no me impediría ver lo que veo.
Mucha gente parece creer en un Dios-papá o en un Dios-policía o en un Dios-rey. Creen en una especie de superpersona. Unos pocos creen que Dios es otra palabra para la naturaleza. Y la naturaleza termina por significar casi cualquier cosa que no entiendan o de la que no se sientan en control.
Algunos dicen que Dios es un espíritu, una fuerza, una realidad suprema. Preguntarles a siete personas distintas qué significa eso es recibir siete respuestas diferentes. Así que ¿qué es Dios? ¿Solo otro nombre para lo que te hace sentir especial y protegido?
Hay una tormenta grande de principios de estación empezando a calmarse en el Golfo de México. Ha rebotado por el Golfo matando gente de Florida a Texas y después en México. Hay setecientos muertos confirmados hasta ahora. Un solo huracán. ¿Y a cuánta gente ha herido? ¿Cuántos se van a morir de hambre más adelante por las cosechas destruidas? Es la naturaleza. ¿Es eso Dios? La mayoría de los muertos son pobres de la calle que no tienen dónde ir y no escuchan las noticias hasta que es demasiado tarde para que sus pies los lleven a un refugio. De todas maneras, ¿dónde hay refugio para ellos? ¿Es un pecado contra Dios ser pobre? Nosotros mismos estamos cerca de ser pobres. Hay menos y menos trabajos entre nosotros, más y más guaguas naciendo, más niños creciendo sin nada a lo que aspirar. De una u otra forma, todos seremos pobres algún día. Los adultos dicen que las cosas van a mejorar, pero nunca han mejorado. ¿Cómo va a comportarse con nosotros Dios —el Dios de mi padre— cuando seamos pobres?
¿Hay un Dios? Si existe, ¿se preocupa por nosotros? Deístas como Benjamin Franklin y Thomas Jefferson creían que Dios era algo que nos hizo y después nos dejó solos.
—Equivocados —dijo mi padre cuando le pregunté por los deístas—. Deberían haber tenido más fe en lo que les decían sus Biblias.
Me pregunto si la gente en la Costa del Golfo todavía tiene fe. La gente ha mantenido la fe a lo largo de desastres horribles en el pasado. Leo mucho sobre cosas así. Leo mucho, punto. Mi libro favorito de la Biblia es Job. Creo que dice más del Dios de mi padre en particular y de los dioses en general que cualquier otra cosa que haya leído.
En el libro de Job, Dios dice que ha creado todo y que sabe todo, así que nadie tiene derecho a cuestionar lo que haga con nada de eso. Okey. Eso funciona. El Dios del Antiguo Testamento no va en contra de cómo son las cosas ahora. Pero ese Dios suena muy parecido a Zeus; un hombre superpoderoso, jugando con sus juguetes tal como mis hermanos más chicos juegan con soldados de juguete. ¡Bang, bang! Siete juguetes caen muertos. Si son tuyos, tú decides las reglas. A quién le importa lo que piense el juguete. Arrasar con la familia de un juguete, luego darle una familia nueva. Los hijos de juguete, como los de Job, son reemplazables.
Quizá Dios es una especie de niño grande, jugando con sus juguetes. Si lo es, ¿qué importa si setecientas personas mueren en un huracán, o si siete adolescentes van a la iglesia y se sumergen en un gran tanque de agua cara?
¿Pero qué si todo eso es un error? ¿Qué si Dios es algo completamente distinto?