Primitiva americana: tres poemas de Mary Oliver

Miércoles 02 de abril de 2025
Caleta Olivia publica, con traducción de Natalia Leiderman y Patricio Foglia, poemas de la gran poeta estadounidense.
Por Mary Oliver.
John Chapman
Usaba una lata como sombrero, en donde
también cocinaba la cena
cuando anochecía
en los bosques de Ohio. Su remera
era una bolsa y caminaba
descalzo sobre sus pies torcidos como raíces. Y adonde fuera
manzanos brotaban detrás suyo, encantados
como adolescentes.
No hubo indio ni colono ni bestia salvaje
que lo lastimara, y por su parte, él celebraba
todo, ¡todas las criaturas de Dios! Apenas dudó,
una noche de lluvia,
en compartir su refugio, un tronco hueco, piel a piel
con todas las criaturas presentes: serpientes,
un mapache, tal vez, o hasta un gran oso.
La señora Price, oriunda del condado de Richland,
quien solía verlo merodear alrededor de la casa de sus padres,
recordaba: él habló
solo una vez de mujeres y sus ojos grises
se quebraron como hielo. “Algunas
engañan”, susurró, y ella percibió
el dolor, que aún recordaba
ya de vieja.
Bueno, los árboles que él plantó o regaló
prosperaron, y se convirtió
en una buena leyenda, haz
lo que puedas mientras puedas; cualquiera sea
el secreto, y el dolor,
hay que tomar una decisión: morir
o vivir, persistir en cuidar
algo que te importe. En primavera, en Ohio,
en los bosques que aún quedan podés encontrar
signos: parches
de un frío fuego blanco.
Relámpago
Los robles destellaron
un pálido dorado
sobre el filo
de la tormenta antes
de que el viento se levantara,
su boca sin forma
se abriera y comenzara
su aullido de horas y horas;
las luces
se apagaron de pronto, las ramas
se escondieron bajo
los techos inclinados, agitados
del campo
que se hizo de noche
de repente, excepto por
el relámpago – paisaje
encendido como inmediata
lección de creación, que ya
se fuga. Por dentro,
como siempre,
qué difícil distinguir
deseo y temor:
¡qué sensual
del relámpago su
golpe derramado! y sin embargo
¡qué fuego, y qué riesgo!
Como siempre el cuerpo
anhela esconderse,
anhela ir – lucha
por contenerse mientras
grita su miedo,
su entusiasmo, va
y viene – cada
rayo un río que arde
como quien
huye a través del oscuro
territorio del otro.
Los topos
Bajo las hojas, bajo
las primeras capas
livianas de tierra
ahí están – rápidos
como escarabajos, ciegos
como murciélagos, tímidos
como liebres pero más
escurridizos –
viajando entre
las pálidas raíces
del manzano, como por vigas,
estanterías de roca, nidos
de insectos y oscuros
campos de pimpollos
picantes y colmados
del alimento más dulce: las flores
de primavera.
Campo tras campo
podés seguir la trama
de sus largos
solitarios recorridos, y después
la lluvia borra
también ese frágil indicio –
tan exaltados,
como de felpa,
deseosos de insistir
generación tras generación
sin conquistar nada
más que una breve vida física
mientras viven y mueren,
empujando y empujando
con hocicos obstinados contra
la tierra entera,
que encuentran
deliciosa.