Nada más que hasta el fondo
Estudio de Hugo Simberg para su obra "El ángel herido" (1903)
Lunes 15 de febrero de 2016
Por Virginia Cosin.
Cuando cumplí doce años mamá me regaló un libro. En la portada había un dibujo de un chico pelirrojo, unas gallinas, y una casa creo que azul, de fondo. No lo recuerdo bien. (Hoy creo que soy víctima de la maldición de los libros que justo una necesita para “inspirarse” o reforzar una idea que quiere nacer, pero todavía es demasiado débil para romper la película que recubre a la semilla. Estoy convencida de que un duende maligno los esconde en los recovecos de mi biblioteca, para castigarme por ser tan desordenada). Por ahí debe andar. El libro o la idea. (Aviso que hoy estoy errática).
Pelo de zanahoria era, supuestamente, una historia para chicos, y precisamente porque no lo era me fascinó. Era, sí, la historia de un chico al que la familia, que vivía con él en una casa humilde en medio de campo, en el Siglo XIX, lo maltrataba cruelmente. Yo vivía en una casa en Belgrano R. Mi mamá me compraba un montón de cosas. Había personas que me lavaban la ropa y me ordenaban el cuarto. Pero tenía doce años, de modo que lo que Pelo de Zanahoria y yo teníamos en común era casi todo. Años más tarde, en una librería de usados, di con un tesoro: el diario de Jules Renard, el autor de ese libro fantástico y el adulto que se inspiró en su propia infancia para escribirlo.
Ahora, buscando a último momento un disparador para escribir, luchando como un Cupido que perdió el arco y sus flechas por unir palabras que no se encuentran, empecé a hojearlo, a releer subrayados; los míos y los del lector que, antes que yo, hizo con lápiz. Allí encontré severas anotaciones en contra de los perezosos, los indulgentes, los que justifican sus reticencias a la hora de ponerse a escribir.
“El pintor que se dispone a pintar el sol y hace teorías, cuando va a pintarlo, se encuentra con que el sol se ha ido”.
Casi todas sus entradas son así, breves, como aforismos. No es de la clase de diarios que relatan la vida cotidiana, funcionan como paño de lágrimas o recogen largas reflexiones. Pero en el veneno que destila su aguijón, certero como el de un insecto provisto de sensores que lo orientan a dirigirse a la zona más vulnerable de la víctima, también reside el origen de su propio dolor. “Los felices no tienen talento”, escribe, como un chico que observa de lejos a otro más afortunado comer un dulce que a él se le ha negado.
Es que Renard nace pobre y, a diferencia de sus contemporáneos más famosos, se gana un lugar en la literatura a empujones. Medio siglo antes Flaubert, desde el confort de su casa de burgués, le escribe a Louise Colet: “Ayer y anteayer estuve espantosamente triste con una de esas tristezas que tenía en mi juventud y para librarme de las cuales me hubiera tirado por la ventana. Es entonces cuando uno anhela todo lo que no tiene y que aquello que posee lo obsesiona. Es entonces cuando uno desea hacerse renegado, camaldulense, pirata, cualquier cosa, con tal de salir, aunque solo sea en sueños, del espantoso ambiente que lo ahoga. Sí, desde hace cuarenta y ocho horas estoy profundamente aburrido. Es la reacción a la dicha del otro día. Es menester pagar cada alegría con un dolor. ¿Qué digo con uno? ¡Con mil! No me falta razón pues al no ir buscándola. La felicidad es un placer que nos arruina”.
Leyendo sus cartas, da la sensación de que Flaubert no huye tanto de la felicidad como de la propia Colet, a quien más que amar y desear tener cerca, necesita tener lejos para inventarse un sufrimiento que lo retuerza lo suficiente como para escurrir dolor en forma de bellas, justas, exactas palabras.
“Si no fuera por el dolor mi mundo interior equivaldría al de cualquier muchacha que bosteza en el colectivo, a la mañana, ataviadas para sus empleos en oficinas”, escribe lejos de Flaubert y Renard, pero pronta a partir con una beca a Francia, Alejandra Pizarnik. Como si fuera el dolor el que la proveyera del voltaje necesario para producir una descarga que se imprima, con tanta fuerza, que la vuelva indeleble, inolvidable, única.
Tengo que confesar que durante mucho tiempo yo también tuve esta idea. Y todavía hoy creo que sólo alguien que está –aunque sea un poco– roto, que tenga las heridas abiertas, y que sea susceptible de experimentar cierto dolor, tiene algo verdaderamente interesante para decir. Pero también tiene que contar con la fuerza propulsora para subir a la superficie, cuando se ha estado en el infierno.
Maurice Blanchot se reía de la solemnidad de Artaud cuando decía: “Soy verdaderamente de ultratumba”, y citaba a Pascal, que escribió: “Una angustia que escribe bien no está tan consumada como para no haber conservado algo del naufragio”.
El bloqueo –estoy hablando, claro, de mí y de mi imposibilidad de escribir, imposibilidad que Renard juzgaría pura holgazanería– proviene, quizá, no del vacío, no de la mente en blanco, sino del miedo. ¿Cómo contar, sin ahuyentar al que lee, sin arriesgarse a deslizarse por el borde de la cornisa otra vez, lo que se ha visto y oído cuando se fue, nada más –y nada menos– que hasta el fondo?
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Si quieren ver más de la serie de fotos de estudio del simbolista finlandés Hugo Simberg, en The Public Domain Review.