Chinchorreo
CILE 2016
Lunes 28 de marzo de 2016
Por Mónica Yemayel.
—¡Pero sí que estaba en el diccionario! —dice Isaac con la alegría de quien es portador de grandes noticias. La puertorriqueñidad existe y está en el diccionario.
En la entrada del Sheraton Hotel, con un vozarrón tan potente como su cuerpo, el maletero deja crecer su pecho en una profunda inspiración, cruza las dos manos sobre el corazón y dice estar emocionado. Es hijo y nieto de independentistas y su defensa de la lengua española se siente inapelable. La noche ha caído y enfrente se ve, iluminado como una nave futurista de cristales y metales blancos, el Centro de Convenciones de San Juan de Puerto Rico. El sitio que es, desde el martes 15 y hasta el sábado 19 de marzo, la sede del VII Congreso Internacional de la Lengua Española, CILE 2016.
La isla del Caribe pertenece, pero sin ser parte, a los Estados Unidos de América. Formalmente, Puerto Rico es un Estado Libre Asociado con dos idiomas oficiales, el español y el inglés. Y aunque el español es la lengua que se elige por identidad, el inglés se abre camino como el idioma de las oportunidades laborales. Como una deriva que no se sabe muy bien hacia dónde va, los más jóvenes hablan el spanglish, una mixtura que late fuerte en las calles más populares.
Fue durante la inauguración oficial del Congreso, que el poeta Luis Rafael Sánchez llamó a ese mestizaje de lengua y cultura puertorriqueñidad, y dijo que la palabra debería ser admitida por la Real Academia. Sentados en primera fila lo escuchaban las máximas autoridades de la institución española y también el Rey y el Gobernador de Puerto Rico. El público aplaudió al poeta de pie, y el Rey Felipe y el Gobernador García Padilla no pudieron sino citar sus palabras. Y así el discurso del escritor se interpuso en el discurso del poder.
Sin embargo, al día siguiente se supo que la palabra figuraba en el diccionario, y eso es lo que celebra Isaac. Porque dice que su país —no dice Estado Libre Asociado— necesita recuperar su orgullo. Él es ciudadano estadounidense, pero no puede votar en las elecciones presidenciales; si fuera acusado de cometer un delito federal, debería enfrentarse a una justicia que sólo habla en idioma inglés; si quiere viajar a cualquier parte del mundo —salvo algunas excepciones que han comenzado a darse últimamente— está obligado a hacerlo vía Estados Unidos; si fuera un importador o un exportador, sólo podría transportar su mercadería a través de la carísima flota mercante estadounidense y debería pagar unos impuestos que explican en buena medida la crisis que viene asfixiando a la economía; si Isaac fuera un reportero no podría aspirar a ser un corresponsal en el extranjero porque en Puerto Rico la información que llega desde el resto del mundo viene directamente desde las agencias de prensa extranjeras; si fuera un artista, por ejemplo un escritor, no podría soñar con que su embajada difundiera su obra porque Puerto Rico no tiene embajadas. Así que, si fuera por él, habría que resignar el confort de saberse ciudadano americano; y, si fuera por él, habría que confiar en que un pueblo siempre tiene la fuerza y el poder para sobreponerse de las crisis. Pero Isaac sabe que no todos piensan así. El voto de los independentistas no llega ni al 5%.
Isaac está en el epicentro del Congreso y está muy bien informado. Sabe que vino el Rey y sabe que vino a plantar la bandera del idioma español. Su caso es una excepción que apenas se repite con los empleados del Hotel que alberga a cientos de invitados, y las personas que se han contratado para trabajar en el Congreso. Fuera de eso, la gente se ha enterado poco de la batalla que pareciera estar dándose desde los atriles. Con los discursos que se dicen y los que se callan. Mucho se ha escrito sobre la trama entre lengua y política. Y mucho de las condiciones que imponen el predominio de unas sobre otras. Pero quizás nadie lo dijo tan crudo ni de una forma tan políticamente incorrecta como el lingüista polaco Uriel Weinreich. La lengua es un dialecto con un ejército.
Por estos días, el incumplimiento de los pagos de la deuda de Puerto Rico —una deuda de U$S 70 mil millones de dólares que equivale al 100% de su PIB— amenaza con abrir la puerta para que Estados Unidos cercene las decisiones de su máxima autoridad, el Gobernador. Algunos han llegado a sugerir que si el estatus de Estado Libre Asociado no ha caído aun es por no incomodar a la comunidad internacional con el triste espectáculo de asistir al advenimiento de una colonia —con todas las letras— en pleno siglo XXI. En ese entorno, es difícil que la llegada de los Reyes de España no depare lecturas políticas. Al menos, es así en los pasillos del Centro de Convenciones donde se habla de eso. Aunque en la calle, de eso no se hable. Al día siguiente de la inauguración, una de las recepcionistas del Congreso que cada mañana recibe temprano a los invitados en el salón de desayuno, estaba apenada porque la noche anterior, en una fiesta de casamiento, la única discusión que había suscitado el Congreso —del que ella se siente tan orgullosa— había sido si la Reina Letizia estaba bien o mal vestida. Un trajecito parco en colores y estricto en sus formas clásicas no había logrado captar la empatía de las mujeres de la isla.
El desinterés fue registrado por la cobertura de los periodistas de la Fundación Nuevo Periodismo que recorrieron las calles más populares para medir el impacto del CILE 2016. El único ruido de fondo que escucharon fue la llegada del Rey, pero la mayoría de los testimonios no mostraba conocimiento ni interés por saber por qué Su Majestad había llegado hasta aquí. El acceso al Centro de Convenciones es gratuito y uno ve caminar solitariamente a Jean-Marie Gustave Le Clézio, a Sergio Ramírez, a Antonio Skármeta, a Leonardo Padura, a Fabio Morábito, por nombrar sólo a los más visibles. Dónde están las hordas de lectores, periodistas, fotógrafos, o simplemente gente curiosa que uno imagina debería acosarlos. No hay. Sólo hubo revuelo mientras duró la visita del Rey. Y de la Reina que tiene un rol tan anodino que uno tiende a olvidar su presencia. Y que fue periodista. Tan quieta ahora por esas cosas del amor.
Es casi seguro que Héctor Feliciano —presidente del Comité Organizador, hombre de persistencia de acero y artífice de la elección de Puerto Rico como sede— no haya querido conformarse con un público de intelectuales hablándose entre sí, y midiéndose sus egos. Porque de lo contrario no se explica los centenares de educadores que con sus carpetas y sus jarros de café y muffins de vainilla y chocolate, hacen fila para ingresar a las salas de conferencias. Sólo una movida ejecutada con certera intención explica que, por ejemplo, los baños estén repletos de chicas con uniforme escolar que cuentan con entusiasmo el encuentro que acaban de tener con el Premio Nobel de Química, escritores, cineastas, y músicos que son ídolos populares. Los adolescentes son los menos problematizados con esa derivada llamada spanglish y eso, según Héctor Feliciano, tiene su explicación en una normatividad que ha devenido lábil a partir de los años ´80. Sin un marco normativo, dice, es posible que en 50 años los latinoamericanos no podamos entendernos; es lo que les sucedió a los árabes y es lo que debemos evitar. Desde Estados Unidos se desliza una inquietante simplificación de la lengua guiada por una lógica empresarial y militar donde el reino es de los verbos.
Los emisarios del Congreso puertas afuera no se agotan con los educadores y los estudiantes. Ahora mismo, en la sala de prensa, un dibujante reparte sus comics con la cobertura del congreso. Y el viernes a la noche, en la Plaza del Quinto Centenario, los mejores salseros se presentarán en un escenario con un telón de fondo que lleva el logo anaranjado CILE 2016. La gente baila feliz; algunos pueden responder qué significan esas letras, otros no tienen idea aunque dicen que es algo del gobierno. Según cuentan los taxistas, la sigla CILE 2016 ha sonado bastante en la radio y televisión. En cambio, en la prensa escrita local el espacio de cobertura no ha sido demasiado. El lunes, por ejemplo, en los periódicos locales, la noticia más importante en relación con la lengua decía: “Asesinan a boricua en Wisconsin por no saber inglés”.
En estos días periodistas y escritores, en sus reflexiones acerca de cómo contar una historia de no ficción, repitieron una y otra vez que nadie puede entender la realidad de un país en una semana. Menos con un Estado Libre Asociado; “ese muñeco”, según cuenta Isaac que le dice la gente al ambiguo estatus de pertenecer —pero sin ser parte— a Estados Unidos. No es sencillo entender, y tal vez por eso esta isla puede volverse una obsesión, un sitio urticante donde la puja entre lenguas se manifiesta en carne viva.
—Yo, por ejemplo, soy un boricua ciento por ciento —dice Isaac—. Nacido y criado en la isla. De esos que le pegan al auto la calcomanía “boricua a bordo”.
—¿Y qué palabra te gustaría que acepte la Real Academia? Ya que puertorriqueñidad estaba en el diccionario, podríamos sugerirle alguna otra.
Isaac acepta el juego y no lo piensa ni un segundo.
—¡Pues, Chinchorro! Esa es la palabra. ¿Ves ese barcito de allí?
Hacia la izquierda de la entrada del hotel y al borde de una gran fuente de agua iluminada, un bar es tan solo una barra y un puñado de mesas al aire libre. Un chinchorro no es así de elegante pero es igual de abierto y dispuesto al alcohol.
—Es en donde encuentras la cerveza más fría y barata. La Placita de Santurce es un buen sitio para eso.
La noche tibia, dice Isaac, se muestra regia para salir a chinchorrear, para ir de chinchorro en chinchorro haciendo un buen chinchorreo.
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Con un café en mano, Héctor Feliciano, el Presidente del Comité Organizador de CILE 2016, decía que había invitado a los responsables de las editoriales más vitales de Latinoamérica con alevosía. Para acercarlos a los autores de la puertorriqueñidad. Leonora Djament estuvo allí, y fue de los poquísimos argentinos incluidos en el programa de actividades.
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