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Ficcion

Morfina: una nueva traducción adictiva de Mijail Bulgákov

Literatura rusa

Del escritor, dramaturgo y médico ruso nacido en 1932, autor de El maestro y Margarita, la novela que cautivó a Bowie y a Björk, La Tercera Editora entrega Morfina y aquí podemos leer un extracto delicioso.

Por Mijail Bulgákov. Traducción de Alejandro Ariel González.

 

 

Tuc, tuc… Buc, buc, buc… Ajá… ¿Quién? ¿Quién? ¿Qué?... Ah, están golpeando, ah, diablos, están golpeando… ¿Dónde estoy? ¿Qué hago?... ¿Qué sucede? Sí, estoy en mi cama… Pero ¿por qué me despiertan? Tienen derecho porque estoy de guardia. Despierte, doctor Bomgard. Ahí Maria arrastra las pantuflas, va a abrir la puerta. ¿Qué hora es? Las doce y media… Es de noche. Quiere decir que apenas he dormido una hora. ¿Y la jaqueca? En su sitio. ¡Ahí está!

Llamaron suavemente a la puerta.

–¿Qué pasa?

Entreabrí la puerta del comedor. El rostro de la enfermera me miró desde la oscuridad y enseguida discerní que estaba pálido; tenía los ojos muy abiertos y alarmados.

–¿A quién han traído?

–Al doctor del distrito Goriélovo –respondió con voz recia y ronca la enfermera–. Se ha pegado un tiro.

–¿Poliakov? ¡No puede ser! ¡¿Poliakov?!

–No sé cuál es su apellido.

–Vaya cosa… Ahora voy, ahora voy. Usted corra a avisar al médico principal, despiértelo ya mismo. Dígale que lo necesito de urgencia en la guardia.

La enfermera salió a la carrera y la mancha blanca desapareció de mi vista.

Dos minutos después la malvada nevasca, seca y punzante, me fustigó las mejillas en la puerta de entrada, infló los faldones de mi abrigo, aterió mi asustado cuerpo.

En las ventanas de la guardia ardía una luz blanca e inquieta. En la entrada, en una nube de nieve, tropecé con el médico principal, que se precipitaba hacia el mismo sitio que yo.

–¿Es su amigo? ¿Poliakov? –preguntó el cirujano, tosiendo.

–No entiendo nada. Por lo visto es él –respondí, e irrumpimos en la guardia.

De un banco se levantó a nuestro encuentro una mujer toda arropada. Unos ojos familiares me miraron llorosos de debajo del borde de un pañuelo pardo. Reconocí a Maria Vlásievna, la partera de Goriélovo, mi fiel ayudante en los partos de aquel hospital.

–¿Poliakov? –le pregunté.

–Sí –respondió Maria Vlásievna–. Un horror, doctor; he viajado temblando todo el camino, temía no llegar a tiempo… –¿Cuándo?

–Hoy a la mañana, al amanecer –murmuró Maria Vlásievna–. Vino corriendo el guarda y dice: «En lo del doctor se ha oído un disparo…».

Bajo una lámpara que derramaba una luz escasa e inquietante, yacía el doctor Poliakov, y al ver las suelas de sus botas de fieltro, sin vida y como de piedra, el corazón, como de costumbre, me dio un vuelco.

Le quitamos el gorro y asomaron sus húmedos y pegados cabellos. Mis manos, las manos de la enfermera y las manos de Maria Vlásievna se movieron a toda prisa sobre Poliakov, y una gasa blanca con manchas amarillo–rojizas que se extendían emergió de debajo del abrigo. Su pecho se levantaba débilmente. Le tomé el pulso y me estremecí; el pulso desaparecía bajo mis dedos, se contraía y relajaba como un hilito con nudos frecuentes y laxos. La mano del cirujano ya se estiraba hacia el hombro y pellizcaba el pálido cuerpo para inyectarle alcanfor. Ahí el herido despegó los amoratados labios, cubiertos por una franja rosada y sanguinolenta, los movió apenas y, con voz seca y débil, dijo:

–Deje el alcanfor. Al diablo.

–No hable –le respondió el cirujano, y le inyectó el aceite amarillo bajo la piel.

–Al parecer, el pericardio ha sido afectado – susurró Maria Vlásievna, aferrándose al extremo de la mesa y examinando los interminables párpados del herido (tenía los ojos cerrados). Unas sombras entre grises y violáceas, como las del ocaso, empezaron a aflorar en los pliegues de las ventanas nasales, y un sudor fino, semejante al mercurio, brotó como rocío sobre esas sombras.

–¿El revólver? –preguntó el cirujano, contrayendo una mejilla.

–Un Browning –balbuceó Maria Vlásievna.

–Ay, ay –dijo de pronto el cirujano, casi con rabia y enojo, y de pronto hizo un gesto de desdén con la mano y se apartó.

Me volví asustado hacia él, sin comprender. Otros ojos aparecieron detrás de los hombros del herido. Había llegado otro médico.

Poliakov, de repente, crispó la boca como alguien que duerme y desea ahuyentar una fastidiosa mosca, y luego movió su mandíbula inferior como si se atragantara con una bola y quisiera tragarla. ¡Ah, quien haya visto esas funestas heridas de revólver o de fusil conoce bien ese movimiento! Maria Vlásievna frunció el ceño en un gesto de dolor y suspiró.

–El doctor Bomgard… –dijo Poliakov con voz apenas audible.

–Aquí estoy –susurré, y mi voz sonó tierna junto a sus labios.

–El cuaderno es para usted… –dijo Poliakov con voz ronca y aún más débil.

Ahí abrió los ojos y los elevó hacia el lóbrego techo de la sala que se perdía en la oscuridad. Sus oscuras pupilas parecieron llenarse como de una luz interior, el blanco de los ojos se puso como transparente, azulado. Los ojos se detuvieron en lo alto, luego se enturbiaron y perdieron aquella efímera belleza.

El doctor Poliakov había muerto.

Noche. Cerca del amanecer. La lámpara arde con mucha intensidad porque la ciudad duerme y hay mucha corriente eléctrica. Todo calla, y el cuerpo de Poliakov está en la capilla. Noche.

Sobre el escritorio, ante los ojos hinchados por la lectura, yacen un sobre abierto y una hoja de papel. En ella está escrito:

Querido compañero! No voy a esperarlo. He renunciado a curarme. Esto no tiene remedio. Y tampoco quiero seguir sufriendo. Ya es suficiente. Quiero prevenir a los demás: tengan cuidado con los cristales blancos que se disuelven en veinticinco partes de agua. He confiado mucho en ellos y han causado mi perdición. Le regalo mi diario. Usted siempre me ha parecido un hombre curioso y amante de los documentos humanos. Si le interesa, lea la historia de mi enfermedad. Adiós. Suyo, S. Poliakov.

Postdata con letras grandes:

Pido que no se culpe a nadie de mi muerte.

Doctor Serguéi Poliakov 13 de febrero de 1918.

Junto a la carta del suicida, un cuaderno de esos comunes de tapa negra. La primera mitad de las páginas había sido arrancada. En la mitad restante, breves anotaciones, primero a lápiz o con tinta, con letra pequeña y precisa; al final del cuaderno, con lápiz de tinta o un grueso lápiz rojo, con letra descuidada, precipitada y con muchas palabras abreviadas.

 

 

 

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