Mavis Gallant, la prodigiosa
Por Inés Garland
Jueves 14 de noviembre de 2019
"Su primer cuento fue rechazado por The New Yorker, pero le preguntaron si tenía algo más para mostrar. A partir del segundo, que salió en 1951, publicó en la revista más de cien. Compartió espacio con J. D. Salinger, John Cheever, John Updike, Sylvia Townsend, Frank O’Connor y muchos otros": un perfil de la autora de Los cuentos de Linnet Muir escrito por su traductora a modo de prólogo.
Por Inés Garland.
Llegué a Mavis Gallant gracias a Leopoldo Brizuela. Porque traducir es la mejor manera de conocer a un autor, la empecé a traducir mientras seguía leyéndola, lo hacía deslumbrada por su inteligencia, por el humor de sus reflexiones, por la manera absolutamente certera de describir a un personaje con una línea de diálogo o un gesto mínimo.
La serie de Linnet Muir es la más autobiográfica de todas. Gallant dice que Linnet “no es ella, sino una especie de síntesis de lo que alguna vez ella fue”. Es un conjunto de cuentos donde se entretejen su infancia y su juventud. A lo largo de la lectura vamos develando a sus padres, conociendo a la Canadá de la primera mitad del siglo xx y a una sociedad con sus taras, sus mandatos y su hipocresía.
La actualidad de los relatos es la consecuencia de la profundidad de su mirada. Allá en lo más hondo, adonde ella deja llegar la plomada, está nuestra condición humana, lo que apenas cambia con el contexto, lo que hace a la buena literatura. Elegir esta serie, a la que sumé “Con V mayúscula”, me pareció la mejor manera de presentarla.
“Oh, habla sola todo el día”, escuchó decir a su madre una vez cuando ella era muy pequeña. A Mavis la asombró muchísimo el comentario: no se había dado cuenta de que otros podían escucharla, pero además ella no hablaba sola, estaba convencida de que lo que hacía era facilitarles una voz a sus muñecas.
En el prólogo a sus Collected Stories escribió: “Todavía no sé qué impulsa a alguien en su sano juicio a dejar la tierra firme y pasarse la vida describiendo personas que no existen. Tal vez el agregado cultural de la embajada canadiense estaba expresando una opinión adulta cuando me dijo: ‘¿Pero qué es lo que usted hace realmente?’. Tal vez un escritor es, de hecho, un niño disfrazado, con su mirada lúcida, su percepción certera de la atmósfera, su capacidad de improvisar cuando se trata de encontrarle sentido al comportamiento de los adultos”.
Mavis Gallant nació en 1922 en Montreal. Hija única de un vendedor de muebles de origen inglés y de su esposa de Europa del este (dos protestantes que hablaban inglés en una ciudad católica de lengua francesa). A los 4 años sus padres la mandaron pupila a un colegio francés. Lo único que recuerda de esa experiencia es que su madre la sentó en una silla, le dijo que volvía enseguida y no volvió más. Su padre murió cuando ella tenía 10 años y a ella le dijeron que se había ido a vivir a Inglaterra y que volvería en cualquier momento. Su madre se volvió a casar al poco tiempo y se mudó a Nueva York. No quería saber nada con su vida anterior y su hija era su vida anterior y se parecía demasiado al padre, según cuenta la propia Mavis para explicar por qué su madre la dejó en Ontario a cargo de parientes que se la iban pasando unos a otros. Mavis siguió sus estudios en diecisiete colegios distintos, esperando que su padre volviera a rescatarla. A los 20 años se casó y consiguió trabajo en el diario The Montreal Standard. A los 28 se divorció en buenos términos para mudarse a París, abandonó el periodismo y decidió dedicarse a la escritura de ficción. Si en dos años no conseguía vivir de su escritura, se había prometido tirar todos sus papeles “hasta la más mínima anotación” y dedicarse a otra cosa. El coraje que necesitaba una mujer en 1950 para mudarse a otro continente, sin trabajo, sin marido y sin red de ninguna clase habla de una integridad y una determinación en ella raras de encontrar aun hoy en día. Su primer cuento fue rechazado por The New Yorker, pero le preguntaron si tenía algo más para mostrar. A partir del segundo, que salió en 1951, publicó en la revista más de cien. Compartió espacio con J. D. Salinger, John Cheever, John Updike, Sylvia Townsend, Frank O’Connor y muchos otros. La mayoría de sus cuentos los publicó el reconocido editor William Maxwell, con quien ella se mostró profundamente agradecida a lo largo de su vida. Escribió toda su obra en inglés.
“Soy canadiense”, decía cuando le preguntaban su nacionalidad, “pero creo que lo que te define no son tanto tus abuelos o lo que sea, son tus años de colegio. Cuando eres un niño, eres el centro del universo, y están los planetas; los dos más grandes son tus padres y orbitan a tu alrededor. Tu visión del mundo queda establecida, sin dudas, para cuando cumples 10 años”. Del cuento “El doctor”: “Inconscientemente, cualquier niño de menos de 10 años sabe todo. Antes de los 10 entra a una habitación y percibe de inmediato todo lo que se siente, todo lo que se calla, todo lo que se reprime relativo al amor, al odio y al deseo, aunque pueda no tener las palabras adecuadas para esos sentimientos. Es parte de la clarividente inmunidad a la hipocresía con la que nacemos y que se desvanece justo antes de la pubertad”.
“Si no fuera por la guerra, jamás nos habríamos visto obligados a contratar mujeres”, decían sus jefes en el diario. Ella ganaba la mitad de lo que ganaban sus colegas hombres, pero no se sometía, encontraba maneras de escaparse a la biblioteca a leer para trabajar solo esa mitad. Sus observaciones, de una inteligencia que da en el blanco como un dardo envenenado, nos recuerdan que la lucha por la igualdad tiene la lentitud de una psiquis resistente al cambio.
“La diferencia entre el periodismo y la ficción es la diferencia entre desde adentro y desde afuera. El periodismo narra con la mayor exactitud y economía posibles el clima de las calles; la ficción no presta atención a ese clima en particular, sino que les da vida a todos los climas posibles, es un clima de la mente. Lo que no quiere decir que no necesite exactitud y precisión: es precisión de otro orden”, dijo cuando quiso comparar su primera profesión con la pasión de su vida.
Varios de sus entrevistadores notaron que Mavis Gallant hablaba en tercera persona cuando las preguntas trataban sobre las emociones. “Creo que uno se queda un poco afuera. Es lo único que se puede hacer para no sentirse totalmente abrumado”, decía.
La única vez que volvió a Châteauguay, el último lugar donde había vivido con sus padres, fue cincuenta años después y con un equipo de filmación para un documental. “Un equipo de televisión compuesto de extraños, en su mayoría indiferentes, concentrados en terminar lo antes posible el trabajo y volver a sus casas”, dice en el prólogo a sus Collected Stories. “Su indiferencia era lo que necesitaba: un cristal grueso contra los efectos de la memoria”.
En esta serie de cuentos, la memoria, con su claridad sospechosa y feroz, su resentimiento y su melancolía, nos va llevando como olas que se superponen. A veces parece que las digresiones perdieron el rumbo del cuento, pero al llegar al final el lector sabe que Gallant siempre supo adónde iba, nunca soltó el hilo que va por debajo: cuando leemos los últimos párrafos estamos boqueando en la orilla.
Es necesario releer sus cuentos una y otra vez. El lenguaje y las imágenes que usa son como un alambique de esos que destilan toneladas de rosas para llenar un pequeño frasco de esencia. Ella narra a sus personajes a partir de detalles tan certeros, de diálogos tan reveladores y de reflexiones tan inteligentes que la dimensión de lo que está contando no se puede captar en una sola lectura.
Así reflexiona Mavis Gallant sobre su escritura: “El impulso de escribir y la tenacidad necesaria para insistir me vienen, creo, de un cimbronazo drástico temprano en mi vida. Hay hasta una expresión para eso: el shock del cambio. Probablemente significa un sobresalto que quita el cerrojo de la puerta que divide la percepción de la imaginación y la deja entornada de por vida, o que fusiona la memoria y el lenguaje como si soñáramos despiertos. Algunos escritores pueden simplemente haber nacido con una visión superpuesta de las cosas vistas y las cosas como podrían ser vistas. Todos tienen la capacidad de respirar y contener la respiración a la vez. Es el requerimiento básico. Si el shock fuera la única explicación, millones de hombres y mujeres, constantemente golpeados con dureza, no harían otra cosa que escribir; de hecho, la mayoría no lo hace. Ninguna infancia es inmune a la perturbación. Hay un temblor bajo los pies cuando un adulto en el que confiamos dice una cosa y hace otra. La reacción universal de un niño es decir ‘no es justo’. La pobre respuesta de ‘la vida no es justa’ no hace nada para restaurar el orden".
Creo que mirarnos a nosotros mismos y a los que nos rodean con la mirada de esta escritora prodigiosa, llena de humor y de sensibilidad, implacable y liviana a la vez, nos rescata del desorden. Ella lo despliega frente a nosotros con su mirada inteligente y compasiva; encuentra las palabras para contarlo. Y eso, de alguna extraña manera, hace más por restaurar el orden que las respuestas de los que apartan la mirada.