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Ficcion

Marie

Por Delphine de Vigan

"Importar, deber. ¿Es así como se mide la gratitud? En realidad, ¿fui suficientemente agradecida?", comienza Las gratitudes (Anagrama), de la escritora francesa nacida en 1966. 

Por Delphine de Vigan. Traducción de Pablo Martín Sánchez.

 

 

 

¿Os habéis preguntado alguna vez cuántas veces al día dais las gracias?

Gracias por la sal, por la puerta, por la información. Gracias por el cambio, por el pan, por el paquete de tabaco.

Unas gracias de cortesía, de conveniencia, automáticas, mecánicas. Casi huecas. A veces tácitas. A veces demasiado enfáticas: Gracias a ti. Gracias por todo. Infinitas gracias. Gracias de verdad.

Unas gracias profesionales: Gracias por su respuesta, por su atención, por su colaboración.

¿Os habéis preguntado alguna vez cuántas veces en la vida habéis dado realmente las gracias? Unas gracias sinceras. La expresión de vuestra gratitud, de vuestro agradecimiento, de vuestra deuda.

¿A quién?

¿Al profesor que os abrió la puerta al mundo de los libros? ¿Al joven que intervino cuando os agredieron en la calle? ¿Al médico que os salvó la vida? ¿A la vida misma?

Hoy ha muerto una anciana a la que yo quería. A menudo pensaba: «Le debo tanto.» O: «Sin ella, probablemente ya no estaría aquí.» Pensaba: «Es tan importante para mí.»

Importar, deber. ¿Es así como se mide la gratitud? En realidad, ¿fui suficientemente agradecida? ¿Le mostré mi agradecimiento como se merecía? ¿Estuve a su lado cuando me necesitó, le hice compañía, fui constante?

Me pongo a pensar en los últimos meses, en las últimas horas. En las conversaciones que tuvimos, en las sonrisas, en los silencios.

Me vienen a la memoria los momentos compartidos. Otros los he olvidado.E invento los que me perdí.

Intento determinar el día en que me di cuenta de que algo había cambiado irremediablemente y empezaba la cuenta atrás.

Sucedió de golpe. De un día para otro.

No digo que no hubiera indicios. En ocasiones Michka se detenía en mitad del salón, desorientada, como si ya no supiera por dónde tirar, como si hubiera olvidado de pronto aquel ritual tan repetido. Otras veces se detenía en mitad de una frase, tropezando literalmente con algo invisible. Buscaba una palabra y encontraba otra. O no encontraba nada, tan solo el vacío, una trampa que debía sortear. Pero seguía viviendo sola, en su propia casa. De manera autónoma. Y continuaba leyendo, viendo la tele, recibiendo visitas de vez en cuando.

Pero entonces llegó aquel día de otoño, sin previo aviso.

Antes, todo iba bien. Después, ya no iba nada.

Me la imagino en su piso de techos bajos, sola, sentada en el sillón. Tras ella, las cortinas están echadas, pero por la rendija se filtra la luz de media tarde. La pintura de las paredes amarillea. Los muebles, los cuadros, las figuritas en los estantes, todo a su alrededor parece provenir de un tiempo lejano.

Se llama Michka. Es una anciana con apariencia de niña. O una niña envejecida por descuido, víctima de un encantamiento. Se aferra a los brazos del sillón con sus dedos largos y huesudos, como si tuviera miedo de caerse.

De pronto, varios pitidos rompen el silencio. Michka parece sorprendida, mira a su alrededor, observa la pulsera que lleva puesta como si el sonido pudiera proceder de ese objeto tan raro y tan feo que al final ha accedido a llevar.

Entonces resuena en la estancia la voz de la operadora de teleasistencia.

–Buenas tardes, señora Seld, le habla Muriel, de la teleasistencia. ¿Ha apretado el botón de alarma?

–Sí...

–¿Se ha caído?

–No, no.

–¿No se encuentra bien?

–No del todo.

–¿Puede explicarme qué le pasa?

–Tengo miedo.

–¿Puede decirme dónde está, señora Seld?

–En el salón.

–¿Está herida?

–No, pero... Estoy perdiendo.

–¿Perdiendo qué?

Michka se aferra con más fuerza todavía, siente que el sillón se tambalea bajo su peso, a menos que sea el suelo el que se está hundiendo. No responde a la pregunta.

–¿Está sentada?

–Sí, estoy en el sillón. Pero no puedo moverme.

–¿No puede levantarse?

–No.

–¿Desde cuándo está en el sillón, señora Seld?

–No lo sé, desde esta mañana, creo. Me he sentado después de desayunar, como sueño hacer, para resolver el crucigrama. Pero no he encontrado nada. Y luego..., luego he querido... Y no he podido levantarme... Lo pierdo todo, es por eso.

–¿Qué es lo que ha perdido, señora Seld?

–Algo que no se ve. Pero yo lo siento. Se me escarpa... Se me escapa.

–¿Puede mover las piernas, señora Seld?

–No, no, no, no puedo. Se acabó. Tengo miedo.

–¿De verdad no puede levantarse?

–No.

–¿Ha comido a mediodía?

–En realidad no.

–Así que lleva en el sillón desde esta mañana y no se ha movido.

–Exacto. Eso es.

–Voy a llamar a una de las personas de contacto que están en su lista, ¿le parece bien?

–Sí.

Estoy convencida de que Michk’ oyó el ruido que hacían los dedos de la operadora al deslizarse a toda velocidad por el teclado.

–Me sale el nombre de Marie Chapier. ¿La llamo?

–No sé...

–¿Es su hija?

–No.

–¿Quiere que la llame?

–Sí, por favor. Dígale que no la quiero... malestar, pero que estoy perdiendo algo, algo importante.

La voz de la operadora da paso a una música de supermercado. Michka no se mueve, mantiene la vista fija al frente, en esa posición de espera reconcentrada que conozco tan bien. Al cabo de unos segundos, vuelve la voz de la operadora.

–¿Sigue ahí, señora Seld?

–Sí.

–Marie llegará enseguida. Me ha dicho que estará ahí en veinte, veinticinco minutos. Y que ella se encarga de avisar al médico.

–De recuerdo. Ha dicho «de recuerdo» con el tono exacto de quien dice «de acuerdo».

–¿De recuerdo?

–De recuerdo, sí.

–Está bien, señora Seld. Voy a continuar con mi trabajo, pero no me iré muy lejos: si no se encuentra bien, vuelva a apretar el botón de la pulsera y seré yo quien conteste, ¿de acuerdo?

–Sí, de recuerdo. Gracias.

Michka sigue sentada, con las manos en los brazos de la butaca, intentando acompasar la respiración.

Cierra los ojos.

Poco después, oye la voz de una niña.

¿Hoy dormiré en tu casa? ¿Dejarás la luz encendida? ¿Te quedas aquí? ¿Puedes dejar la puerta abierta? ¿Te quedas a mi lado?

Michka sonríe. La voz de la niña es un recuerdo dulce y doloroso a la vez.

¿Desayunaremos juntas? ¿Tú no tienes miedo? ¿Sabes dónde está mi escuela? No apagues la luz, ¿eh? ¿Me llevarás tú si mamá no puede?

Llamé al timbre y acto seguido metí la llave en la cerradura.

Entré en el salón y encontré a Michka agarrada a la butaca como si se la fuera a llevar la corriente.

Me acerqué y la abracé. Noté el perfume dulzón de la laca, cuyo poder de reminiscencia se ha mantenido intacto hasta hoy.

–Pero bueno, Michk’, ¿se puede saber qué te pasa?

–No lo sé. Tengo miedo.

–Te voy a ayudar a ponerte en pie, ¿vale?

–No, no, no.

–Pero, Michk’, si cuando vine hace tres días andabas bien con ayuda del bastón. Seguro que puedes levantarte.

La agarré por debajo de las axilas. Michka se apoyó en los brazos del sillón para darse impulso y se encontró de pie, sorprendida de sí misma, un tanto insegura pero perfectamente capaz de mantener la posición.

–¿Lo ves?

–¿Te he contado cuando me caí en el salón?

–Sí, Michka, ya me lo has contado.

–¡De mulo! Le di el bastón y me coloqué del otro lado para que pudiera agarrarme del brazo.

–Venga, ¡en marcha!

–Con cuidado, eh...

–Debes de estar muerta de hambre...

Fuimos a la cocina. Michka se aferraba a mí y avanzaba a pequeños pasos. Noté cómo poco a poco iba recobrando la confianza.

–No es tan peor como pensaba...

Pero a partir de aquel día Michka ya no pudo seguir viviendo sola.

 

 

 

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