Luisita
Un cuento de Thomas Mann
Lunes 05 de diciembre de 2016
Un relato de una crueldad arrolladora en el que el Premio Nobel alemán consigue dar relieve al lado más terrible de cada uno de los personajes que compone, incluido en los Cuentos selectos que acaba de publicar Edhasa.
Por Thomas Mann. Traducción de Rosa Sala Rose.
1
Hay matrimonios cuya composición no puede ser concebida ni por la más ejercitada imaginación literaria. Hay que aceptarlos igual que aceptamos en el teatro las uniones extravagantes de contrarios, como viejo y estúpido con bello y vivaz, y que, una vez dadas como premisas, constituyen la base de la construcción matemática de una comedia.
Por lo que respecta a la esposa del abogado Jacoby, era joven y bella, una mujer dotada de inusuales encantos. Hace, digamos, unos treinta años que fue bautizada con los nombres de Anna, Margarethe, Rosa y Amalie, pero de la unión de las iniciales de estos tres nombres de pila salió el apodo con que fue llamada desde siempre, Amra, un nombre que por sus resonancias exóticas se adaptaba a su personalidad como ningún otro. Pues aunque la oscuridad de su cabello fuerte y suave, que llevaba con una raya en medio, peinado hacia los lados formando sendas diagonales sobre su delgada frente, era sólo del color marrón de las castañas, su piel lucía un amarillo mate y oscuro totalmente mediterráneo, una piel tensa que cubría unas redondeces que también parecían haber madurado bajo un sol sureño y que, con su turgencia vegetativa e indolente, hacían pensar en una sultana. Resultaba perfectamente congruente con esta impresión apoyada por cada uno de sus movimientos de concupiscente indolencia el hecho de que, con toda probabilidad, fuera de una inteligencia francamente subordinada. Bastaba con que mirara a alguien una sola vez, elevando con originalidad sus bonitas cejas en posición casi horizontal hacia su frente de conmovedora delgadez, para que eso se hiciera patente. Pero ni siquiera ella era tan simple como para no saberlo. Así pues, optaba sencillamente por no ponerse en evidencia hablando poco y raramente: al fin y al cabo, contra una mujer bella y callada no hay nada que objetar. Por otra parte, posiblemente la palabra «simple» sea la menos adecuada para ella. Su mirada no era sólo boba, sino que también contenía cierta dosis de lasciva hipocresía y se veía a las claras que la limitación de esta mujer no era lo suficientemente acusada como para no causar quebrantos... Por cierto que quizá tenía la nariz un poco excesivamente marcada y carnosa vista de perfil. Pero su boca turgente y ancha era de una belleza perfecta, aunque la única expresión que mostrara fuera la de sensualidad.
Esta inquietante mujer, pues, era la esposa del abogado Jacoby, de unos cuarenta años... Y todo el que lo viera quedaba asombrado a la fuerza. Era obeso, el abogado... Era más que obeso, ¡era un auténtico coloso de hombre! Sus piernas, siempre embutidas en pantalones color gris ceniza como columnas amorfas, recordaban las patas de un elefante, su espalda abultada por acumulaciones de grasa era propia de un oso y, por encima de la descomunal convexidad de su barriga, la singular chaquetilla gris verdosa que solía llevar estaba cerrada con tanto esfuerzo por un único botón que se disparaba elásticamente hacia los hombros al desabrocharla. Sin embargo, sobre este tronco monumental, que casi carecía de la necesaria transición de un cuello, descansaba una cabeza relativamente pequeña de ojillos finos y acuosos, nariz corta y comprimida y mejillas que caían por efecto de su plenitud, entre las que se perdía una boca diminuta de comisuras hundidas en melancólico ademán. Tenía el redondo cráneo y el labio superior cubiertos por cerdas ralas, duras y muy rubias que dejaban entrever en todas partes la piel desnuda, como en un perro sobrealimentado... ¡Ay! A la fuerza tenía que darse cuenta todo el mundo de que la obesidad del abogado no era una gordura saludable. Su cuerpo, gigantesco tanto a lo largo como a lo ancho, adolecía de un exceso de grasa sin ser tampoco musculoso, y muchas veces se podía observar cómo un repentino aflujo sanguíneo se vertía en su rostro inflado para dejar paso de forma igualmente repentina a una palidez amarillenta, al tiempo que su boca se deformaba en un gesto avinagrado...
El bufete del abogado era de muy limitado alcance. Pero como, en parte gracias a su esposa, poseía un buen patrimonio, esta pareja –que, por cierto, no tenía hijos– residía en un piso confortable de la Kaiserstrasse y mantenía animadas relaciones sociales: claro que, de eso no cabía duda, únicamente en función de las apetencias de la señora Amra, pues es imposible que el abogado, que en tales ocasiones sólo parecía estar atento a fuerza de un tortuoso empeño, se sintiera feliz en las reuniones. El carácter de este hombre gordo era de lo más singular. No había nadie en el mundo más cortés, atento y tolerante que él. Pero, quizá sin que nadie estuviera dispuesto a reconocérselo siquiera a sí mismo, se hacía perceptible que, por algún motivo, la conducta excesivamente amable y aduladora del abogado era forzada y estaba basada en la pusilanimidad e inseguridad interior, lo que conmovía de un modo desagradable. Nada resulta más feo que la contemplación de una persona que se desprecia a sí misma, pero que por cobardía y vanidad pretende ser amable y caer bien a pesar de todo: y estoy convencido de que éste era exactamente el caso del abogado, quien en su autohumillación casi rastrera iba demasiado lejos para seguir conservando la dignidad personal necesaria. A una dama a la que quisiera acompañar a la mesa era capaz de decirle:
–Respetable señora, sé que soy un hombre repugnante, pero ¿tendría usted la bondad de...?
Y lo decía sin tener el más mínimo talento para burlarse de sí mismo, en un tono agridulce, atormentado y repulsivo. También la siguiente anécdota es verídica: un día, mientras el abogado estaba dando un paseo, un grosero criado pasó por su lado con una carretilla y le pisó violentamente un pie con una de las ruedas. Aunque demasiado tarde, aquel hombre detuvo la carretilla y se dio la vuelta, a lo que el abogado, totalmente perplejo, pálido y con las mejillas temblorosas, se quitó el sombrero y farfulló:
–¡Usted perdone!
Esta clase de cosas resultan indignantes. Sin embargo, este singular coloso parecía perpetuamente atormentado por la mala conciencia. Cuando aparecía con su esposa en el Lerchenberg, la principal zona de paseo de la ciudad, y al tiempo que dedicaba de vez en cuando una tímida mirada a Amra, que caminaba a su lado con maravillosa elasticidad, saludaba en todas direcciones con tal exceso de vehemencia, temor y celo como si sintiera la necesidad de inclinarse con humildad frente a cualquier subteniente y pedir perdón por el hecho de que él, precisamente él, se hallara en posesión de una mujer tan bella. Y la patética expresión cordial de su boca parecía estar implorando que nadie se burlara de él.
2
Ya se ha insinuado antes: la razón que pudo mover a Amra a contraer matrimonio con el abogado Jacoby siempre será una incógnita. Él, en cambio, la amaba, y lo hacía con un amor tan apasionado como sin duda es difícil de encontrar en alguien de su constitución, y con tanta humildad y temor como respondía al resto de su ser. Muchas veces, entrada la noche, cuando Amra se había retirado ya a descansar al gran dormitorio cuyos altos ventanales estaban cubiertos por cortinas plisadas y con estampado de flores, el abogado se acercaba a su pesada cama, tan silenciosamente que no se podían oír sus pasos, sino sólo el lento crujir del suelo y de los muebles, se arrodillaba frente a ella y le cogía la mano entre las suyas con un cuidado infinito. En tales casos, Amra solía estirar las cejas hasta formar con ellas una línea horizontal en su frente y, con una expresión de sensual perversidad, miraba en silencio a su monstruoso marido, que estaba tendido frente a ella a la tenue luz de la lamparita de noche. Él, en cambio, mientras le retiraba con delicadeza el camisón del brazo con manos torpes y temblorosas y apretaba su rostro patéticamente gordo contra la mórbida articulación de este miembro de morena plenitud, allí donde unas diminutas venas azules se destacaban sobre la piel oscura, arrancaba a hablar con voz reprimida y trémula y un tono que los hombres razonables no acostumbran a emplear en su vida cotidiana:
–Amra –susurraba–. ¡Mi querida Amra! ¿No te estaré molestando? ¿No estarías durmiendo? ¡Dios mío, llevo todo el día pensando en lo hermosa que eres y en lo mucho que te quiero...! Presta atención a lo que vengo a decirte, pues me resulta muy difícil de expresar...: te amo tanto que a veces mi corazón se contrae y yo no sé adónde ir. ¡Te quiero con todas mis fuerzas! Seguramente no lo entenderás, pero vas a creerme, y tienes que decirme por lo menos una vez que me vas a estar un poquito agradecida por ello, pues, mira, un amor como el que yo siento por ti tiene su valor en esta vida... Y que nunca vas a traicionarme ni engañarme. Ya sé que tú no puedes amarme, pero por agradecimiento, sólo por agradecimiento... Vengo a ti para pedírtelo de todo corazón, con toda la pasión de que soy capaz...
Y tales monólogos solían terminar con que el abogado, sin cambiar un ápice su postura, rompía a llorar amargamente en voz baja. Pero llegado a ese punto, Amra se sentía conmovida y le pasaba la mano a su esposo por las cerdas, diciéndole varias veces en el tono lánguido, consolador y burlón que empleamos para hablarle a un perro que acude a lamernos los pies:
–¡Sí...! ¡Sí...! ¡Mi buen animal...!
Desde luego, no hay duda de que este comportamiento de Amra era impropio de una mujer de buenas costumbres. Por otra parte, a estas alturas ha llegado ya el momento de que me descargue de esa verdad que he guardado oculta hasta ahora. Me refiero a que, a pesar de todo, Amra traicionaba a su marido; lo engañaba, quiero decir, y lo hacía con un señor llamado Alfred Läutner. Éste era un joven músico de talento que, gracias a pequeñas y divertidas composiciones, a sus veintisiete años había conseguido labrarse ya cierta fama. Un hombre delgado de rostro pícaro, pelo suelto y largo y una singular sonrisa en los ojos que denotaba gran confianza en sí mismo. Pertenecía a esa clase de pequeños artistas actuales que no se exigen demasiado a sí mismos y que, por encima de todo, quieren ser personas felices y amables, hacen uso de su agradable y pequeño talento para incrementar su amabilidad personal y gustan de desempeñar el papel de genio ingenuo en sociedad. Conscientemente infantiles, amorales, sin escrúpulos, alegres y autocomplacientes como son, y lo bastante sanos para gustarse incluso cuando están enfermos, su vanidad es ciertamente encantadora, al menos mientras nadie se la hiera. Eso sí, ¡pobres de estos pequeños mimos y de estas felices criaturas cuando les sobreviene una desgracia seria, algún sufrimiento a cuya costa no puedan coquetear, en el que ya no se gusten a sí mismos! Porque entonces no van a saber ser infelices con dignidad, no serán capaces de sacarle ningún partido a su desdicha y terminarán por hundirse... Aunque eso ya es otra historia. El caso es que el señor Läutner creaba cosas muy lindas: generalmente valses y mazurcas, cuyo aire de divertimento tal vez fuera un poco popular en exceso para poder considerarlos «música» (al menos por lo que yo entiendo del tema), si no fuera porque cada una de estas composiciones contenía una pequeña originalidad, una transición, una entrada, un giro armónico o algún pequeño efecto nervioso que revelaba la gracia e inventiva con que fueron creadas y que también las hacía interesantes para los conocedores más serios. Muchas veces estos dos solitarios ritmos musicales tenían un aire singularmente triste y melancólico, que se disolvía de forma rápida y repentina en la euforia propia de sala de baile que caracterizaba en general a la obrita...
Así pues, era este joven quien había encendido en Amra Jacoby una censurable inclinación, mientras él, por su parte, no había tenido el decoro suficiente para resistirse a sus reclamos. Unas veces se encontraban aquí, otras allá, y hacía años que una relación deshonesta los unía: una relación que estaba en boca de toda la ciudad a espaldas del abogado. ¿Y qué pasaba con él, con este último? Amra era demasiado tonta para sufrir por mala conciencia y delatarse por ello. Por increíble que parezca, es forzoso dar por hecho que el abogado, por mucho que le pesara el corazón de preocupación y de miedo, no podía abrigar ninguna sospecha concreta en contra de su esposa.
3
Finalmente, y con el fin de alegrar a todos los corazones, la primavera había hecho su entrada en el campo y Amra había tenido una ocurrencia de lo más encantadora.
–Christian –dijo (pues el abogado se llamaba Christian)–, vamos a dar una fiesta, una gran fiesta en honor de la cerveza de primavera. Algo muy sencillo, claro, sólo con asado frío de ternera, pero con mucha gente.
–Claro... –respondió el abogado–. Pero ¿no podríamos retrasarlo todavía un poquito?
Amra no respondió a eso, sino que entró inmediatamente en detalles.
–Vamos a ser tantos, ¿sabes?, que aquí no tendremos espacio suficiente. Tenemos que alquilar un local, un jardín, una sala junto a la entrada de la ciudad, para tener aire y espacio suficientes. Seguro que entenderás eso. Estoy pensando en la gran sala del señor Wendelin, al pie del Lerchenberg. La sala está libre y sólo se comunica con la taberna y la fábrica de cerveza a través de un pasillo. La podremos decorar para una fiesta, poner mesas muy largas y beber cerveza de primavera. Allí podremos bailar y tocar música, quizás incluso hacer algo de teatro, pues sé que tienen un pequeño escenario, y eso para mí es muy importante... En definitiva: haremos que sea una fiesta muy original y nos divertiremos de lo lindo.
Durante esta conversación al abogado se le había puesto la cara algo amarilla y las comisuras de la boca se le hundieron con un temblor.
–Ardo en deseos de que llegue ese día, mi querida Amra –repuso–. Sé que puedo dejarlo todo en manos de tu habilidad. Te ruego que hagas los preparativos necesarios para...
4
Y Amra hizo sus preparativos. Deliberó sobre el asunto con varias damas y caballeros, alquiló personalmente la gran sala del señorWendelin e incluso constituyó una especie de comité de señores que habían sido invitados o se habían ofrecido a ayudar en las alegres representaciones que debían embellecer la fiesta... Este comité estaba compuesto exclusivamente de caballeros, a excepción de la esposa del actor de la corte Hildebrandt, que era cantante. Por lo demás, formaban parte de él el propio señor Hildebrandt, un tal catedrático suplente Witznagel, un joven pintor y el señor Alfred Läutner, además de algunos estudiantes que habían sido introducidos por el catedrático suplente y que debían representar unos bailes africanos.
Sólo ocho días después de que Amra hubiera tomado su decisión, este comité se reunió para deliberar en la Kaiserstrasse, para ser exactos en el salón de Amra, una habitación pequeña, cálida y atiborrada, equipada con una gruesa alfombra, una otomana con muchos cojines, una palmera de abanico, sillones ingleses de cuero y una mesa de caoba de patas arqueadas cubierta con un mantel de felpa y adornada con varias piezas de lujo. También había una chimenea que aún desprendía algo de calor. Su repisa negra de piedra sostenía algunos platos con canapés finos, copas y dos botellones de jerez. Amra, un pie ligeramente apoyado en el otro, se reclinaba sobre los cojines de la otomana ensombrecida por la palmera de abanico, bella como una noche cálida. Una blusa de seda clara y muy ligera le cubría los pechos, mientras que su falda era de tela oscura, pesada y con grandes flores bordadas. De vez en cuando se apartaba una ondulada mecha castaña de la frente. La señora Hildebrandt, la cantante, también estaba sentada en la otomana junto a ella. Era pelirroja y vestía un traje de montar. Frente a las dos damas, en cambio, se habían acomodado los señores en un apretado semicírculo. Justo en su centro estaba el abogado, que sólo había hallado libre una butaca de cuero inusualmente baja y que causaba un efecto deplorable. De vez en cuando respiraba profundamente y tragaba saliva, como si estuviera luchando contra un ataque recurrente de náuseas... El señor Alfred Läutner, con atuendo de tenis, había renunciado a todo asiento y se había reclinado en la chimenea, guapo y alegre, pues afirmaba no poder pasar tanto tiempo tranquilamente sentado.
El señor Hildebrandt, con voz bien modulada, habló de canciones inglesas. Era un hombre respetable en grado sumo y que desprendía seguridad, impecablemente vestido de un negro impecable y con una gran cabeza propia de un césar: un actor de la corte de buena formación, sólidos conocimientos y gusto depurado. Era aficionado a juzgar en sesudas conversaciones a Ibsen, Zola o Tolstói, que al fin y al cabo perseguían los mismos reprobables fines. Hoy, en cambio, se había prestado a participar cordialmente en una cuestión trivial.
–¿No conocerán los señores la deliciosa canción That’s Maria!? –decía...–. Es un poco picante, pero de una efectividad nada corriente. También tendríamos la famosa...
Y todavía propuso algunas canciones más sobre las que finalmente el grupo se puso de acuerdo y que la señora Hildebrandt se declaró dispuesta a interpretar.
El joven pintor, un señor muy caído de hombros y perilla rubia, debía parodiar a un prestidigitador, mientras que el señor Hildebrandt tenía la intención de imitar a hombres famosos... En definitiva, todo marchaba viento en popa y el programa ya casi parecía terminado cuando de pronto el señor catedrático suplente Witznagel, hombre de gestos complacientes y marcado por numerosas cicatrices de duelos estudiantiles de esgrima, tomó de nuevo la palabra:
–Todo eso está muy bien, señores míos, todo eso promete ser ciertamente divertido. Con todo, no puedo por menos de añadir una cosa más. Se me antoja que aún nos falta algo: una especie de actuación principal, el número por excelencia, la guinda, el punto culminante... Algo muy especial, algo que deje perplejo, una broma que lleve la diversión al máximo... En fin, debo reconocer que no cuento con ninguna idea concreta. Con todo, según me parece...
–¡En el fondo, es verdad! –dijo el señor Läutner desde la chimenea, dejando oír su voz de tenor–. Witznagel tiene razón. Sería de lo más deseable contar con un número principal a modo de broche final. Pensemos un poco...
Y mientras se ajustaba bien el cinturón rojo con un par de hábiles gestos, miró interrogativamente a su alrededor. La expresión de su rostro denotaba auténtico encanto.
–Pues bien –dijo el señor Hildebrandt–. Si ustedes no quieren ver mi imitación de hombres famosos como el punto culminante...
Pero todos dieron la razón al catedrático suplente. Sería deseable contar con un número principal especialmente jocoso. Incluso el abogado asintió y dijo en voz baja:
–En efecto: algo muy, muy cómico...
Todos se pusieron a pensar.
Y al final de esta pausa, que debió de durar un minuto y que sólo se vio interrumpida por pequeñas exclamaciones propias del proceso reflexivo, sucedió lo extraño. Amra estaba reclinada en los cojines de la otomana mientras, hábil y afanosa como un ratón, se mordía la uña puntiaguda del meñique, al tiempo que su rostro reflejaba una expresión singular en extremo. Había una sonrisa en torno a su boca, una sonrisa distraída y casi demencial, que hablaba de una lascivia simultáneamente dolorosa y cruel, y sus ojos, que tenía muy abiertos y brillantes, se desplazaron lentamente hasta la chimenea, donde por un segundo quedaron retenidos por la mirada del joven músico. Pero entonces, en un impulso, se volvió bruscamente en dirección a su esposo, el abogado, y mientras, con las dos manos en el regazo, lo miraba fijamente a la cara con una expresión fascinadora y absorbente y su rostro empalidecía de forma ostensible, dijo con voz sonora y muy articulada:
–Christian, propongo que al final salgas tú disfrazado de cantante con un vestido de bebé de seda roja y nos bailes algo.
El efecto de estas pocas palabras fue tremendo. Sólo el joven pintor trató de reírse benévolamente, mientras el señor Hildebrandt se limpiaba la manga con el rostro glacial, los estudiantes soltaban una tosecilla y, con un ruido poco decoroso, hacían uso de sus pañuelos, la señora Hildebrandt se ruborizaba violentamente, algo que no solía sucederle, y el catedrático suplente Witznagel salía huyendo directamente para irse a buscar un canapé. El abogado, acurrucado en una mortificante postura en su butaca demasiado baja, miraba a su alrededor con la cara amarilla y una sonrisa aterrorizada, al tiempo que farfullaba:
–Pero si yo..., yo... dudo que sea capaz... No quiero que... Discúlpenme...
Alfred Läutner ya no tenía la mirada despreocupada de antes. Parecía como si hubiera enrojecido levemente y, con la cabeza estirada hacia delante, miraba a Amra a los ojos, conmocionado, inquisitivo, sin comprender...
Ella, en cambio, sin modificar su persuasiva postura, siguió hablando con la misma entonación insistente:
–Y deberías cantar una canción, Christian, que haya compuesto el señor Läutner y a la que él te acompañará al piano. Eso será la mejor y más efectiva guinda de nuestra fiesta.
Se hizo una pausa, una pausa abrumadora. Pero entonces, muy de repente, se produjo lo inesperado: que el señor Läutner, contagiado, por así decirlo, arrebatado y excitado, avanzó un paso y, temblando por una especie de súbito entusiasmo, se puso a hablar a toda prisa:
–Caramba, señor abogado, estoy dispuesto, me declaro dispuesto a componerle algo... Tiene que cantarlo, que bailarlo... Será el único apogeo imaginable de la fiesta... Ya lo verá, ya lo verá. Esa canción será lo mejor que he hecho y que haré nunca... ¡En un vestido de bebé de seda roja! ¡Ah, su señora esposa es una artista, una artista, le digo! ¡De no ser así nunca se le habría ocurrido nada parecido! ¡Diga que sí, se lo suplico, acepte usted! Voy a hacer algo magnífico, algo extraordinario, ya lo verá...
En ese momento se disolvió la tensión y todo el mundo empezó a moverse. Ya sea por maldad o por cortesía, el caso es que todos empezaron a acosar al abogado con sus ruegos, y la señora Hildebrandt fue tan lejos como para decir muy alto, con su voz de Brunilda:
–Pero, señor abogado, ¡si normalmente es usted un hombre tan alegre y divertido...!
Pero el propio abogado también había empezado a recobrar el habla y, todavía un poco amarillo, pero con un gran acopio de determinación, dijo:
–Escúchenme, señores... ¿Qué quieren que les diga? No soy la persona adecuada, créanme. Poseo pocas aptitudes cómicas y además, independientemente de ello... ¡En fin, que no! ¡Lo siento, pero eso es imposible!
Se mantuvo con firme obcecación en esta negativa y, como Amra ya no intervino en la conversación, pues volvía a estar reclinada con expresión ausente, y como tampoco el señor Läutner volvió a decir palabra, sino que se quedó mirando fijamente un arabesco de la alfombra, el señor Hildebrandt logró darle un nuevo giro a la conversación y pronto el grupo se disolvió sin haber tomado una decisión respecto al último punto.
Por la noche de ese mismo día, no obstante, cuando Amra se había retirado a dormir y yacía en la cama con los ojos abiertos, entró pesadamente su esposo, acercó una silla a su cama, tomó asiento y dijo vacilante y en voz baja:
–Escucha, Amra, para serte sincero, me siento abrumado por los escrúpulos. Si me he mostrado excesivamente reservado con los señores, si los he ofendido... ¡Dios sabe que ésa no era mi intención! ¿O es que puedes llegar a pensar en serio que yo...? Te lo ruego...
Amra calló unos instantes mientras sus cejas se alzaban lentamente hasta alinearse en su frente. Entonces se encogió de hombros y dijo:
–No sé qué quieres que te diga, amigo mío. Te has comportado como nunca lo hubiera esperado de ti. Te has negado con palabras descorteses a colaborar en la representación, colaboración que, por cierto, no puede sino halagarte, pues todos han estimado necesaria tu participación. Por emplear una expresión suave, has defraudado terriblemente a todo el mundo y has perturbado toda la fiesta con tu ruda falta de complacencia, cuando tu obligación como anfitrión hubiera sido...
El abogado tenía la cabeza gacha y, respirando con dificultad, dijo:
–No, Amra, no era mi intención ser poco complaciente, créeme. No quiero ofender ni desagradar a nadie, y si me he comportado mal, estoy decidido a remediarlo. Se trata de una broma, una mascarada, una diversión inocente... ¿Por qué no? No quiero perturbar la fiesta; me declaro dispuesto...
A la tarde siguiente Amra salió una vez más de casa para hacer unos «recados». Detuvo el coche en el 78 de la Holzstrasse y subió al segundo piso, donde ya la estaban esperando. Y cuando, entregada y rendida de amor, apretó la cabeza de su amante contra su pecho, susurró apasionadamente:
–Compónlo a cuatro manos, ¿me oyes? Vamos a acompañarlo los dos mientras él canta y baila. Yo, yo misma me encargaré de hacerle el traje...
Y un raro estremecimiento, una carcajada mal reprimida y compulsiva les atravesó los miembros a los dos.
5
Para todo aquel que desee dar una fiesta, una diversión al aire libre de gran estilo, los locales del señor Wendelin en el Lerchenberg son de lo más recomendable. A través de una elevada verja se accede desde la agradable calle del suburbio al parque ajardinado que forma parte del establecimiento y en cuyo centro se encuentra la amplia sala de celebraciones. Esta sala, únicamente comunicada por un estrecho pasillo con el restaurante, la cocina y la fábrica de cerveza y construida de madera pintada de colores alegres, en una divertida mezcla de estilos entre chino y renacentista, posee grandes puertas de dos batientes que, si el tiempo es bueno, se pueden dejar abiertas para dejar entrar el aliento de los árboles. Además, tiene una capacidad considerable.
Los coches que hoy se iban acercando ya eran saludados a lo lejos por un abigarrado resplandor, pues toda la verja, los árboles del jardín y la sala propiamente dicha habían sido densamente adornados con farolillos de colores y, por lo que respecta al interior de la sala, ésta ofrecía un aspecto verdaderamente alegre. Debajo del techo se extendían gruesas guirnaldas de las que colgaban numerosos farolillos de papel, y eso a pesar de que entre los adornos de las paredes, compuestos por banderas, arbustos y flores artificiales, resplandecía una gran cantidad de lámparas eléctricas que procuraban a la sala una iluminación deslumbrante. En un extremo se encontraba el escenario, a cuyos lados había plantas de adorno y sobre cuyo telón rojo flotaba un geniecillo pintado por mano de artista. Desde el otro extremo de la estancia se extendían casi hasta el escenario las largas mesas adornadas con flores en las que los invitados del abogado Jacoby disfrutaban del asado de ternera y de la cerveza de primavera: juristas, oficiales, comerciantes, artistas, altos funcionarios en compañía de sus esposas e hijas... Sin duda más de ciento cincuenta comensales. La gente iba vestida con sencillez, con americana negra y vestidos primaverales de color claro, pues se trataba de que en ese día imperara un aire alegremente informal. Los caballeros acudían personalmente a llenar sus jarras de cerveza en los grandes barriles que había en una de las paredes laterales, y en aquella estancia amplia, colorida y luminosa, henchida del aroma festivo, dulzón y bochornoso de una mixtura de abetos, flores, gente, cerveza y alimentos, resonaba vibrante el trajín, la conversación ruidosa y sencilla y las risas luminosas, corteses, vivaces y despreocupadas de toda esta gente... El abogado, amorfo y desamparado, estaba sentado al extremo de una de las mesas, cerca del escenario. No bebía mucho y de vez en cuando dirigía con esfuerzo una palabra a su compañera de mesa, la esposa del asesor gubernamental Havermann. Respiraba casi a regañadientes, con las comisuras de los labios hundidas, mientras en una especie de melancólica enajenación fijaba los ojos hinchados, turbios y acuosos en todo aquel alegre ir y venir, como si en todas esas emanaciones festivas, en aquella ruidosa animación, hubiera algo indeciblemente triste e incomprensible...
Se empezaron a servir grandes tartas, que se tomaron acompañadas de vino dulce y de discursos. El señor Hildebrandt, el actor de la corte, rindió homenaje a la cerveza de primavera en una alocución enteramente compuesta de citas clásicas, incluso griegas, y el catedrático suplente Witznagel empleó su gestualidad más complaciente y su máxima exquisitez para brindar a la salud de las damas presentes, tomando un puñado de flores del jarrón más próximo y de encima del mantel y comparando a cada dama con una de ellas. A Amra Jacoby, sentada frente a él y ataviada con un vestido de seda fina y amarilla, la llamó «la más bella hermana de la rosa de té».
Inmediatamente después Amra se pasó la mano por su suave cabellera, elevó las cejas e inclinó seriamente la cabeza en dirección a su esposo, a lo que el gordo se puso en pie y estuvo a punto de estropear todo el ambiente farfullando a su embarazosa manera un par de pobres palabras con su fea sonrisa... Sólo se hicieron oír un par de «bravos» forzados y por un instante se hizo un silencio opresor. No obstante, pronto se impuso de nuevo la alegría y la gente empezó a levantarse, fumando y bastante achispada, con el fin de apartar las mesas de la sala con sus propias manos armando un enorme escándalo, pues tenía ganas de bailar...
Eran las once y la desenvoltura ya era absoluta. Una parte de los invitados había salido al jardín iluminado con farolillos de colores para tomar un poco el aire, mientras el resto permanecía en la sala formando grupos, fumando, charlando, vaciando los toneles de cerveza, bebiendo de pie... Entonces un fuerte toque de trompeta que resonó desde el escenario hizo regresar a todo el mundo a la sala. Habían llegado los músicos –instrumentistas de viento y de cuerda– y se habían acomodado delante del telón. Ya estaban preparadas las hileras de sillas sobre las que había programas de mano de color rojo y las damas tomaron asiento mientras los caballeros se colocaban de pie tras ellas o en los pasillos laterales. Reinaba un silencio expectante.
Entonces la pequeña orquesta tocó una obertura embriagadora, el telón se abrió... y apareció un grupo de negros repugnantes vestidos con trajes chillones y con labios rojos como la sangre, que enseñaban los dientes y emitían barbáricos alaridos... Verdaderamente, estas representaciones constituyeron el punto culminante de la fiesta de Amra. El público prorrumpió en aplausos entusiastas y el programa, inteligentemente compuesto, se fue desarrollando número tras número: la señora Hildebrandt salió a escena con una peluca empolvada, golpeó el suelo con un largo bastón y cantó con voz premeditadamente aguda: That’s Maria! Un prestidigitador apareció con un frac cubierto de condecoraciones para realizar trucos de lo más asombroso, el señor Hildebrandt imitó con inquietante parecido a Goethe, Bismarck y Napoleón, y el redactor Dr. Wiesensprung se apuntó en el último instante a dar una conferencia cómica sobre el tema: «La cerveza de primavera desde el punto de vista de su significación social». Al final, sin embargo, la tensión alcanzó su apogeo, pues había llegado el momento del último número, ese número misterioso que aparecía enmarcado por una corona de laurel en el programa y cuyo título rezaba: «Luisita. Canto y baile. Música de Alfred Läutner».
Una oleada de agitación atravesó la sala y las miradas se encontraron cuando los músicos dejaron sus instrumentos a un lado y el señor Läutner, apoyado hasta ese momento en una puerta, en indiferente silencio y con el cigarrillo colgándole de los labios entreabiertos, se sentó con Amra Jacoby al piano que había en el medio, justo delante del escenario. Ahora tenía el rostro enrojecido y pasó nervioso las hojas de las partituras, mientras Amra, que por el contrario estaba un poco pálida, con un brazo apoyado en el respaldo de la silla, miraba al público con ojos expectantes. Entonces, mientras todo el mundo estiraba el cuello para ver mejor, sonó el timbre agudo que daba la señal de comenzar. El señor Läutner y Amra tocaron un par de compases a modo de trivial introducción, se levantó el telón y apareció Luisita...
Una sacudida de estupefacción y de pasmo se fue implantando entre los espectadores cuando esta masa triste y espantosamente acicalada salió a escena dando esforzados pasos de baile propios de un oso. Era el abogado. Un amplio vestido de seda sin plisar color rojo sangre que le caía hasta los pies le rodeaba el amorfo cuerpo, con un escote que le dejaba repugnantemente al descubierto el cuello empolvado con harina. También las mangas, abombadas a la altura de los hombros, eran muy cortas, pero unos largos guantes de color amarillo claro le cubrían los brazos gordos y sin músculo, mientras la cabeza sostenía un peinado alto, con rizos de color rubio paja entre los que de vez en cuando asomaba una pluma verde. Pero bajo esta peluca miraba un rostro amarillo, inflado, infeliz y que trataba desesperadamente de expresar animación, cuyas trémulas mejillas no cesaban de hincharse y deshincharse patéticamente y cuyos ojillos enrojecidos, incapaces de ver nada, estaban esforzadamente fijos en el suelo, mientras el gordinflón lanzaba con grandes esfuerzos todo su peso de una pierna a la otra, a lo que, o bien levantaba el vestido agarrándolo con ambas manos, o bien alzaba los dos índices con sus brazos inanes: eran los únicos movimientos que conocía. Y con voz reprimida y jadeante entonaba una canción ridícula al son del piano...
Esta deplorable figura, ¿no estaba desprendiendo más que nunca un frío soplo de sufrimiento capaz de aniquilar cualquier alegría desenvuelta y que, como la presión inevitable de una penosa desazón, se posa sobre el ánimo de todos los presentes...? Pues era ese mismo espanto el que se estaba reflejando ahora en el fondo de los innumerables ojos que, como hechizados, estaban capturados por esa visión, por esa pareja que tocaba el piano y por ese esposo de ahí arriba... Aquel escándalo callado e inaudito debió de durar cinco interminables minutos.
Pero entonces se produjo ese instante que ninguno de los que asistieron a él iba a olvidar en toda su vida... Rememoremos lo que realmente se produjo durante esa terrible y compleja fracción de tiempo.
Es bien conocido ese ridículo cuplé que lleva por título Luisita, y sin duda recordarán las líneas que dicen así:
Ni la polca, ni tampoco el vals
ha bailado nadie como yo;
soy Luisita, el ángel popular,
que a tantos corazones conmovió...,
esos versos feos y triviales que constituyen el estribillo de las tres estrofas, bastante largas. Pues bien, en la nueva composición musical que acompañaba estas palabras Alfred Läutner había creado su obra maestra, llevando al extremo su procedimiento habitual de recurrir a una muestra repentina del arte musical más elevado para suscitar sorpresa en medio de un artefacto por lo demás cómico y vulgar. Hasta ese momento, la melodía, que se desarrollaba en do sostenido mayor, había sido bastante agradable y terriblemente banal. Sin embargo, al principio de la citada estrofa el ritmo se volvía más alegre y empezaban a surgir discordancias que, a través de la predominancia cada vez más vivaz de un si, hacía esperar una transición al fa sostenido mayor. Estas discordancias se iban complicando hasta llegar a las palabras «como yo» y después del «soy» que culminaban la complicación y la tensión musicales y que tenían que diluirse con un fa sostenido mayor. En cambio, sucedió lo más sorprendente. Y es que, mediante un giro brusco, gracias a una ocurrencia poco menos que genial, el tono pasó bruscamente al fa mayor, y esta entrada –que con el empleo de los dos pedales incidía en la segunda sílaba, largamente sostenida, de la palabra «Luisita»– causaba un efecto indescriptible, totalmente inaudito. Era una sorpresa que dejaba completamente anonadado, un roce inesperado de los nervios que se abría camino por la columna vertebral, un prodigio, una revelación, un descubrimiento casi cruel de tan brusco, una cortina que se desgarra...
Y en este mismo acorde en fa mayor, el abogado Jacoby dejó de bailar. Se quedó quieto, como si le hubieran salido raíces en medio del escenario, los dos índices todavía levantados – uno de ellos un poco más bajo que el otro– y la «i» de «Luisita» quebrándosele en la boca. Enmudeció y, casi al mismo tiempo, se interrumpió también secamente el acompañamiento al piano, mientras esa criatura extravagante y espantosamente ridícula de ahí arriba miraba al frente, adelantando la cabeza y con los ojos inflamados... Miraba fijamente a la sala festiva, adornada, luminosa y llena de gente, en la que, como si se tratara de una emanación de todas aquellas personas, se había acumulado, condensándose casi hasta generar una atmósfera, el escándalo... Miraba fijamente a todas aquellas caras alzadas, deformadas y fuertemente iluminadas, a esos cientos de ojos que, todos con idéntica expresión de saber, centraban la vista en aquella pareja que tenían allí abajo, frente a ellos, y en su propia persona... Mientras sobre todos ellos se alzaba un silencio terrible que no se vio perturbado por sonido alguno, desplazó la mirada con siniestra lentitud, los ojos cada vez más abiertos, de aquella pareja al público y del público a la pareja... Una revelación pareció atravesarle repentinamente el rostro, un aflujo sanguíneo se fue vertiendo en él hasta inflarlo del mismo color rojo del vestido para abandonarlo a continuación, dejándolo de nuevo de color amarillo como la cera... Y entonces el gordinflón se desplomó con gran escándalo sobre los tableros.
Durante unos instantes siguió imperando el silencio. Después se dejaron oír algunos gritos, se produjo un tumulto, un par de resueltos caballeros, entre ellos un joven médico, saltaron desde la orquesta al escenario y alguien hizo bajar el telón...
Amra Jacoby y Alfred Läutner, sin mirarse, continuaban al piano. Él, cabizbajo, parecía seguir atento a su transición a fa mayor. Ella, incapaz de comprender tan rápidamente con su cerebro de gorrión lo que estaba pasando, miraba a su alrededor con cara de total vacuidad...
Poco después el joven médico, un pequeño caballero judío de rostro serio y perilla negra, volvió a salir a la sala. A algunos señores que lo rodearon en el umbral de la puerta les respondió, encogiéndose de hombros:
–Se acabó.
El presente relato fue tomado de los Cuentos selectos de Thomas Mann (Edhasa, 2016). Selección y prólogo de Hugo Becaccece. Agradecemos al sello el permiso de publicación.