El producto fue agregado correctamente
Blog > Ficcion > Los pasos perdidos: un cuento de Étienne Verhasselt
Ficcion

Los pasos perdidos: un cuento de Étienne Verhasselt

Con traducción de Ariel Dilon

El autor, nacido en Bruselas en 1966, fue finalista del prestigioso premio Rossel, y Los pasos perdidos (AñosLuz Editora) –su primer libro de cuentos– recibió el premio Cornélus de la Academia Real de Bélgica y el premio Magie de Littérature del Festival Internacional del Libro en Transilvania.

Por Étienne Verhasselt. Traducción de Ariel Dilon.

 

 

 

Se me acababa de ir el tren y tenía que esperar el siguiente, que no salía hasta la mañana próxima. Tenía veinticuatro años y estaba terminando una vuelta por Europa. No conocía la ciudad en la que me encontraba y no tenía ninguna gana de gastar lo poco que me quedaba en una habitación de hotel, menos aún en uno de los hoteles de mala muerte de por ahí. De modo que había decidido pasar la noche en la estación e instalarme, armado de paciencia, en la sala de los pasos perdidos. Más allá de la medianoche, yo era el único que estaba ahí: hasta los vagabundos y los perros habían desertado.

El tiempo pasaba lentamente, muy lentamente, a ratos me acostaba sobre uno de los bancos, a ratos sobre otro. No lograba ni dormirme ni leer, agobiado por un creciente sentimiento de soledad y de tedio. Entonces me puse a imaginar la actividad desbordante de la estación durante el día: los viajeros apurados, los mil y un destinos que se anudaban en los andenes. ¿Cuántas lágrimas derramadas antes de una partida y cuántas alegrías en el momento de los reencuentros, tal vez en el mismo lugar donde yo me encontraba ahora? La alianza de la noche, el aburrimiento y la soledad favorece sin duda este tipo de pensamientos, que uno juzgaría absurdos en otras circunstancias, pero de pronto me vino la descabellada idea de que, tal vez, si me concentraba muy fuerte, podría entrar en contacto con una u otra de esas penas o de esas alegrías pasadas, allí, en aquella sala de los pasos perdidos. Aunque encaraba aquello con un espíritu puramente lúdico, de todos modos me aseguré de estar solo antes de entregarme a esa especie de espiritismo amateur. Después de algunas tentativas vanas, con los ojos cerrados, los puños apretados y manteniéndome bien derecho, como para propulsarme hacia otra dimensión, me reí mucho de mí mismo y renuncié. Entonces me fui a sentar otra vez al lado de mi equipaje, para picotear alguna cosa, dejando nuevamente errar mi imaginación.

Con ayuda del ensueño, y mientras masticaba un viejo sándwich en esa estación desierta de una ciudad desconocida, me pareció oír los pasos de los numerosos viajeros que la frecuentaban durante  el día. No era desagradable dejarme acunar por esa ilusión: como una música un poco confusa a la que de tanto en tanto venía a añadirse un llamado, un silbido, risas, un sollozo.

Cuando salía de mi ensoñación, para mi gran sorpresa, ya había terminado mi sándwich y vaciado mi botella de agua. Miraba la hora en mi reloj: ¡tres y media de la mañana! Había pasado más de una hora y me sentía todo agarrotado. Me levanté para ir a desentumecer las piernas por el lado de los andenes.

Apenas había dado unos pocos pasos cuando oí unos pasos ligeros detrás de mí. Me di vuelta inmediatamente: ¡nadie! Sin duda, bajo el efecto del cansancio, a mi pobre mente le costaba desembarazarse de mi reciente ensoñación. Volví a ponerme en
camino, con una sonrisita condescendiente destinada a mí mismo. Pero aquello volvió a suceder, discretamente, otras dos veces, antes de que abandonara la sala. Esforzándome por ser razonable, ya no me volví más. ¡Cansado, sí; crédulo, no! Llegué a los andenes donde, igual que yo, algunos trenes esperaban el retorno del día. En un silencio absoluto, los monstruos de metal reposaban bajo las bóvedas que culminaban a más de veinte metros de altura. Me perdí un momento en esa visión impresionante, y después, regresando sobre mis pasos, me dije que esta noche no era tan mal negocio, después de todo.

Tan pronto como llegué a la sala, ¡otra vez aquel ruido de pasos que había creído oír más temprano! ¡No podía ser un eco de los míos, porque yo me inmovilicé al instante, mientras que los pasos, en cambio, continuaban, antes de detenerse a pocos metros de mí! ¡Esta vez, el corazón se me salía del pecho! Ya no pensaba en una jugarreta de mi imaginación. Tenía tanto miedo que no me sentí ridículo cuando lancé al vacío, con una voz que no reconocí yo mismo: «¿Hay alguien ahí?». Ninguna respuesta, salvo el ruido de un paso en mi dirección. Estaba petrificado. Reuniendo todo mi coraje, logré repetir mi pregunta. Esta vez, los pasos se alejaron en dirección a mis valijas y allí, delante del banco, se detuvieron en seco. ¡Ni pensar, ya, en agarrar mis cosas y largarme! Seguía sin encontrar la manera de hacer el menor movimiento. Entonces, los pasos se aproximaron lentamente y, llegados cerca de mí, se pusieron a describir un círculo a mi alrededor. Primero en un sentido, luego en el otro, y así sucesivamente. En la angustia de perder la razón, me puse a contar aquellas rondas. Contaba las vueltas, una y otra vez, y proseguían más y más. No terminaba nunca. Sentía que había caído en una trampa. Entonces, una intuición súbita me ordenó escuchar esos pasos y las cosas adoptaron otro giro: cuanto más escuchaba, más me perturbaba aquello que progresivamente se me aparecía con una certeza conmovedora. ¡Finalmente, emocionado, comprendí que se trababa de los ligeros pasos de un niño!

Sí, esos eran los ruidos de unos zapatos pequeños, los pasitos de un niño de seis, siete u ocho años. A pesar de mi emoción, me concentraba cada vez más. Había como una impaciencia en aquellos pasos, pero al mismo tiempo como una vacilación, tal vez incluso temor: tenían algo de salvaje. La situación seguía siendo impensable, pero mi terror había desaparecido. Comenzaba a preguntarme si los pasos no buscaban, tímidamente, entrar en contacto conmigo. Un tanto fuera de mí, me acerqué un poco, entonces, y los pasos se alejaron ligeramente. Retrocedí y ellos se aproximaron. Este ir y venir se reprodujo una, dos, tres, no sé cuántas veces.

Hasta que la desconfianza, de una y otra parte, cedió lugar poco a poco al juego. Los pasos se acercaban y yo retrocedía con un brinco. Ellos reculaban precipitadamente, a su vez, y yo avanzaba dando un salto. Durante este juego, la distancia entre nosotros no dejaba de reducirse. Llegó un momento en que me detuve: me quedé mirando fijamente el suelo delante de mí, donde no distinguía nada, pero allí estaban sin duda los zapatitos, oía moverse sus suelas. Probé un «¿Quién eres?». No hubo respuesta. Con los nervios agotados, regresé a mi banco, seguido por el ruido ligero de los pasitos, y me dormí como un tronco.

A las seis de la mañana, la irrupción de los primeros viajeros me despertó. Por suerte, mi tren partía una media hora más tarde. Me levanté, junté mis valijas y tomé la dirección de los andenes, apenas sorprendido de que los pasitos se plegaran a los míos y me siguieran, mientras abandonaba la sala. Me siguieron dentro del tren, me siguieron hasta mi casa. Desde entonces, hace de esto sesenta años, no me han dejado jamás.

Con los años, he aprendido alguna que otra cosa sobre ellos. Por ejemplo, que les gusta el juego de la rayuela y saltar sobre un pie. También se me ha ocurrido pensar que pertenecían a una niña. Pero asimismo he constatado que corren muy rápido y no vacilan en saltar con los dos pies dentro de los charcos, salpicando a los transeúntes que me tratan, con variaciones, de pajarraco. Así que también podría ocurrir que pertenezcan a un varón. Los pasitos adoran hacer todo lo que está prohibido, correr por el departamento o saltar sobre mi cama para despertarme. Pero lo que les encanta, por encima de todo, es mezclarse con los niños en los patios de recreo o en las áreas de juego. Los llevo lo más a menudo que puedo y los espero, leyendo tranquilamente el diario, feliz. Cuando han terminado de jugar, regresan a mí y patalean: es la señal de que hay que volver a casa.

He tenido una hermosa vida, he vivido muchas cosas, he trabajado y viajado, me consagré a los otros, pero nunca fundé una familia. Tuve algunas compañeras, que nunca se quedaron mucho tiempo, y me he resignado a ello. Contrariamente a lo que me había imaginado, no he tenido hijos. Tal vez porque mi vida se desarrolló como si siempre hubiese tenido uno, del que nadie jamás se enteró. Y tal vez, en el fondo, tan a menudo y durante tanto tiempo he estado soltero por haberlo amado tanto, a este niño. No lo sé.

Ahora estoy viejo y me preocupo: ¿qué será de los pasitos cuando yo ya no esté? Me gustaría tanto que no terminen tristemente en una sala de los pasos perdidos. Pero ¿a quién confiarlos? ¿Quién va a creerme? ¿Quién los oirá?

 

 

 

Artículos relacionados

Lunes 28 de diciembre de 2015
Oscura plegaria
Ariana Harwicz sorprende con cada novela que publica. En Precoz trabaja una zona del lenguaje que puede relacionarse con Zelarayán, Néstor Sánchez, Aurora Venturini, entre otros.
Miércoles 10 de mayo de 2017
La salud de Cheever

"Escribir es fugarse, pero en un sentido estrictamente carcelario: crear con el lenguaje la salida del lenguaje. Esto parece decirnos la extraordinaria novela Falconer (1977): tal es el nombre de la cárcel que inventó John Cheever para escapar de sus fantasmas". Una lectura de Matías Moscardi.

Sobre Falconer, la novela que lo catapultó a los lectores

Lunes 29 de enero de 2024
Amanecer, anochecer: así escribe Edwidge Danticat

"La psiquis de su hija es tan débil que se agita por cualquier cosa. ¿No se da cuenta de que la vida que tiene es un accidente del azar?": releemos un fragmento de Todo lo que hay dentro, de la escritora haitiano-estadounidense Edwidge Danticat (Editorial Fiordo).


Lunes 21 de marzo de 2016
Tribulaciones, lamentos y ocaso de un tonto rey imaginario o no

La novela El paraíso opuesto, de Antal Szerb (La Bestia Equilátera, traducción de Laura Wittner), es una historia alegórica que advierte: «El deber no es un lecho de rosas».

Entre la alegoría y la sátira política
Lunes 28 de marzo de 2016
Lengua de vidrio

Una lectura de la antología de relatos de la gran escritora neoyorkina, Colgando de un hilo, edición de Lumen con ilustraciones de Simone Massoni.

Antología de cuentos de Dorothy Parker
Martes 22 de marzo de 2016
El silenciero

Jorge Consiglio (Hospital posadas, Pequeñas intenciones, entre otros) extrae sus citas favoritas de El silenciero, de Antonio Di Benedetto, también autor de autor de Zama y Los suicidas, entre otros títulosl.

Citas de Di Benedetto
×
Aceptar
×
Seguir comprando
Finalizar compra
0 item(s) agregado tu carrito
MUTMA
Continuar
CHECKOUT
×
Se va a agregar 1 ítem a tu carrito
¿Es para un colectivo?
No
Aceptar