Los ojos del hermano eterno
Por Stefan Sweig
Martes 11 de mayo de 2021
Los ojos del hermano eterno tal vez sea uno de los libros más raros dentro de la vasta obra de Stefan Zweig. Escrito como una leyenda oriental situada mucho antes de los tiempos de Buda, narra la historia de Virata, hombre justo y virtuoso. Así comienza, publicada por Ediciones Godot en su apuesta triple a la reedición del autor.
Por Stefan Sweig.
Esta es la historia de Virata, a quien su pueblo elogiaba con los cuatro nombres de la virtud, pero de quien no hay nada escrito ni en las crónicas de los soberanos ni en los libros de los sabios, y cuyo recuerdo las personas olvidaron.
Años antes de que el sublime Buda se hallase en la Tierra e inculcase la iluminación del conocimiento en sus servidores, en el reino de los Birwagher, gobernado
por el rey Rajputas, vivía un noble, Virata, a quien llamaban el “Rayo de la espada”, porque era el más osado guerrero de todos y un cazador cuyas flechas jamás fallaban, cuya lanza jamás se blandía en vano y cuyo brazo caía como un trueno cuando agitaba su espada. Su frente era brillante y una preocupación sincera por las necesidades de la humanidad irradiaba de sus ojos: su mano nunca había sido vista cerrada en un puño avieso ni su voz escuchada en un ataque de ira. Él servía con lealtad al rey y sus esclavos lo servían a él con respeto, porque dentro de las cinco corrientes del río no se conocía a nadie más justo que él. Los piadosos se inclinaban frente a su casa cuando pasaban por ahí y los niños sonreían al ver el brillo de sus ojos.
Pero un día la desgracia cayó sobre el rey al que servía. El hermano de su esposa, a quien el rey había designado como administrador de la mitad de su reino, codicioso por el reino en su totalidad, había sobornado a escondidas con regalos a los mejores guerreros del rey para que lo sirvieran a él. Y había persuadido a los sacerdotes para que le llevaran próximamente las sagradas garzas del lago, que eran el símbolo de la soberanía en el linaje de los Birwagher desde hacía miles y miles de años. El enemigo preparó elefantes y garzas en el campo, reunió a las personas descontentas de las montañas en un ejército y emprendió la emboscada amenazadora sobre la ciudad.
El rey ordenó que sonaran los címbalos de cobre y tocaran los cuernos blancos de marfil desde el alba hasta el ocaso. Por las noches, sus hombres encendían fogatas sobre las torres y arrojaban escamas trituradas de pescados al fuego para que se encendieran
con un brillo vivo bajo las estrellas como señal de emergencia. Pero solo vinieron unos pocos; la noticia del robo de las garzas sagradas había abrumado gravemente los corazones de los líderes y los había acobardado. El guerrero de mayor rango y el guardián de los elefantes, los más experimentados entre los jefes del ejército, ya se habían cambiado al bando enemigo. El desamparado rey buscó amigos en vano (porque había sido un hombre severo, estricto en cuanto a juicio y un cruel recaudador de la servidumbre feudal). Y no vio ningún veterano entre los comandantes y ningún caudillo frente a su palacio, tan solo una multitud desconcertada de esclavos y sirvientes.
En medio de su desesperación, el rey pensó en Virata, quien le había enviado una señal de lealtad al primer llamado de los cuernos. Ordenó que se le preparara el carruaje de ébano y que se lo condujera a la casa de Virata. Al descender el rey del carruaje, Virata hizo una reverencia hacia la tierra, pero el rey lo abrazó implorándole y pidiéndole que liderara el ejército en contra del enemigo. Virata se inclinó y dijo:
—Lo haré, mi señor, y no volveré a esta casa hasta que la ardiente revuelta haya sido apagada con el pie de tus sirvientes.
Y agrupó a sus hijos, sus parientes y sus esclavos, y con ellos se unió al grupo de los leales y los preparó para la guerra. Marcharon durante todo un día por la maleza hasta llegar al río, en cuya orilla opuesta se habían aglomerado los enemigos en un número infinito, alardeando por su tamaño y talando árboles para hacer un puente por el que cruzarían por la mañana como un torrente inundando el reino entero de sangre. Pero Virata conocía, por una reciente caza de tigres, un vado más allá del puente, y al descender la oscuridad, condujo a cada uno de los leales, uno por uno, a través del agua, y por la noche se precipitaron de improviso sobre el enemigo somnoliento. Blandieron antorchas para espantar a los elefantes y los búfalos, para que al huir aplastaran a los soldados dormidos y las llamas blancas incendiaran las carpas. Pero Virata fue el primero en atacar la carpa del antirrey y antes de que los soldados durmientes llegaran a sobresaltarse, él ya había matado a dos con la espada y al tercero justo cuando se estaba levantando para agarrar la suya. Sin embargo, al cuarto y quinto hombres los mató en una
pelea cuerpo a cuerpo a oscuras, clavándoles la espada a uno en la frente y al otro, que todavía estaba desnudo, en el pecho. Una vez que ellos yacían en silencio, sombras entre sombras, se paró en medio de la entrada de la carpa para luchar con cualquiera que intentase entrar con la intención de salvar el símbolo de Dios, las garzas blancas. Pero no se acercó ningún enemigo más, huyeron con un terror absurdo y detrás de ellos aparecieron los sirvientes victoriosos gritando de alegría. El enemigo huía alejándose cada vez más y más. Entonces, Virata se sentó tranquilo con las piernas cruzadas frente a la carpa, la espada sangrienta en las manos, esperando que sus camaradas regresaran de su caza ardiente.
El día de Dios no tardó mucho en llegar desde atrás del bosque, las palmeras ardían en un rojo dorado de la mañana y brillaban como antorchas en la corriente. El sol se alzó ensangrentado, la herida fervorosa del este. Fue en ese momento que Virata se levantó, se sacó la capa, se acercó a la corriente con las manos levantadas por encima de la cabeza y se agachó para rezar frente al ojo luminoso de Dios. Luego, descendió hacia la corriente para una ablución sagrada y la sangre fluyó de sus manos. Pero ahora que la luz le tocaba la cabeza en ondas blancas, se alejó de la orilla, se tapó con su capa y regresó a la carpa con el rostro brillante para observar los actos de la noche a la luz del día. Había miedo dibujado en las facciones de los muertos que yacían con los ojos abiertos y gestos destrozados: el antirrey con la frente hendida y los traidores, aquellos que antiguamente habían liderado el ejército en la tierra de los Birwagher, con el pecho desgarrado.