Los grados
Un cuento de Rubem Fonseca
Jueves 07 de abril de 2016
Tomado del libro de relatos El collar del perro (El Cuenco de Plata), un relato del escritor y guionista de cine brasileño —uno de los escritores contemporáneos favoritos de Hebe Uhart, por ejemplo.
Por Rubem Fonseca.
Estoy feliz, me siento como si fuera un, un... un animal. Siento que si diera un salto los músculos me llevarían lejos; soy liviano, aunque mi peso sea poderoso; si quiero, puedo arrancarle de una dentellada un pedazo de carne a la mujer que está a mi lado, con ropa y todo. En medio de estos pensamientos de euforia surge el recuerdo de algunos bifes difíciles de masticar... y la voz de ella leyendo la tapa del disco: carajo, con cantata y todo.
Meto la panza; no quiero tener ese aire de lechuza de ciertos amigos. Las arrugas de mi cara no se dejan ver en la penumbra en que nos encontramos. Ser viejo. Todavía soy un hombre. Ella baila al son de la música. Me besa en la espalda cuando apoyo la cabeza sobre los brazos. Es un genio, ella me pregunta: cómo se llama esto.
Yo (en el pensamiento): Ja, ja, ja, si me muero, ¿qué queda?
Ella: ¿Cómo se llama?
Yo: Carmina Burana.
Ella: ¿Cómo?
Yo: Carmina Burana.
Ella: Ca... ¿ca qué?
Yo: Carmina Burana.
Ella: ¿No me lo escribirías en un papelito?
Eres una loca, digo. ¿Por qué?, responde ella, ¿tú eres un loco? Todo el tiempo me mira de esa manera rara; algo que recuerda a un gato observando disimuladamente a un ratón. ¿Pero por qué? Incluso, hace poco me pareció advertir cierto desdén, no en la mirada sino en la boca. Absurdo.
¿Soy un loco? La opereta terminó, dice ella. Se viste. Tiene pecas. Yo tengo arrugas. ¡Ja, ja, ja, ja, ja, ja, ja, ja, ja, ja, ja, ja!, ¡qué lo parió! Vuelvo a meter la panza. Ella ya está vestida, se acuesta en la cama y vuelve a leer la tapa del disco. ¿Qué se le pasa por la cabeza? ¿Y por la mía? El pelo le cae sobre la cara. Estoy agotado. Cuando era joven no tenía las mujeres que quería; las tengo ahora que soy viejo, les doy mi palabra. Pero me canso fácil. ¡Es un infierno! Antes andaba por las calles como un loco buscando una mujer, cualquier mujer, sin conseguirla; ahora tengo mujeres de sobra, pero me faltan fuerzas. Este mundo es un delirio.
La chica acostada en mi cama, bien dispuesta y disponible, pregunta: ¿ese Carl Orff es conocido? Yo respondo: para los que lo conocen. Ella, oliendo mis manos: ¿qué jabón es este? Pienso y digo: Phebo. Ella dice: no. ¿Entonces cuál es?, pregunto. Ella: otro, uno rosa, otro rosa. Intento de nuevo: ¿Lux? Ella me pone la mano bajo la nariz y dice: es uno rosa, otro rosa. ¿Cuál es la marca entonces, eh?, pregunto. Este olor, querido mío, no es a Phebo ni a Lux, dice ella; y me alisa el cabello y me acaricia el pecho y me besa debajo del brazo, y en la espalda, y en los omóplatos, y en el cuello, y en la nariz. Me gusta el estilo: ella completamente vestida y yo completamente desnudo. La música la perturba: es otra opereta esa: ah, estoy corrompiendo a estas niñas: nunca volverán a ser las mismas: de un solo golpe liquido a Rodgers & Hammerstein, Lerner & Loewe.
Tengo que irme, digo. Ya estoy lista, responde ella, y prosigue: tú no cambias, es siempre lo mismo. Pregunto: ¿qué quieres decir con eso? Ella responde: apareces y desapareces, no envejeces, no enflaqueces, no engordas. Estás loca, digo. Diablito, dice ella, tiemblo de miedo de sólo verte; ¿cuánto tiempo hace que nos conocemos? ¿Dos años? Puede ser, ¿tú qué crees?, respondo. Ella dice: dos años, un instante, en estos dos años nos habremos encontrado veinte veces, ¿no?
Yo: ¿Veinte veces, no?
Ella: ¿Sólo...?
Yo: ¿Sólo, eso preguntaste?
Ella: ¿Qué?
Yo: ¿Preguntaste o afirmaste?
Ella: ¿Pregunté o afirmé qué?
Yo: Que fueron sólo veinte veces.
Ella: ¿Tú qué crees?
Yo: Yo pregunté primero.
Ella: Es poquísimo. ¿Alguna vez te dije que tienes cara de santo?
Yo: Soy santo.
Ella: No estoy jugando, no. Voy a traerte la estampita para que veas. La del santo que te dije.
Yo: ¿Estampita?
Ella: Es igualito, igualito... los mismos ojos tristes, esa misma arruga aquí...
Muy despacio, sus dedos recorren las arrugas de mi cara.
Cuéntame una historia antes de que me vaya, me pide. Y se saca la ropa con la naturalidad de quien se sienta en una reposera: le gustan mis historias y quiere estar cómoda para oírlas. Es gracioso: el año pasado el cuarto no era lo suficientemente oscuro para que ella se desnudara, y a pesar de las cortinas cerradas, de la penumbra, se encogía toda y se tapaba con las manos, afligida y avergonzada.
Comienzo: había una vez. El Héroe estaba en la casa de una chica: muy linda, judía, con la pierna rota. Además del Héroe había varias otras personas en la casa de la chica; esas personas no interesan, son irrelevantes; pero no se iban, y el Héroe y la Chica Judía se miraban ansiosos, aunque en secreto y rapidísimo; y el tiempo seguía pasando y justo cuando parecía que todos ya se iban a ir, a un tarado se le ocurre que firmen el yeso de la pierna rota o que prueben a transformar amor en odio en el juego de palabras inventado por Lewis Carroll... y todo comienza de nuevo, para desesperación del Héroe y la Chica Judía. Hasta que, ya de madrugada, todos resolvieron despedirse. Uno incluso dijo: ¿vas a quedarte sola?, ¿no necesitas que alguien se quede contigo?, y la judía respondió enfática: mi empleada duerme en la casa, no te preocupes. Al fin, salieron todos. Se quedaron conversando un rato en la puerta de calle y después cada cual siguió su camino. ¡Cómo latía el corazón del Héroe! Quince minutos después estaba de nuevo en la puerta del edificio de la judía, mirando la ventana del noveno piso, donde vivía ella; cuando se asomó los dos se miraron y la mirada quemaba, incluso de lejos. Después la judía envolvió la llave en un papel blanco y miró bien dónde estaba nuestro Héroe y le tiró la llave con una puntería increíble: el paquetito cayó directamente en el fondo de la alcantarilla. Era la llave de la puerta del edificio. El Héroe se desesperó; intentó levantar la rejilla, trató de meter la mano por la abertura de la rejilla, se agotó en esas labores inútiles; jadeando por el esfuerzo, maldijo a la judía con todos las malas palabras que conocía; después, desesperado, miró hacia la ventana y murmuró bajito: ¿y ahora?, ¿y ahora?, con tanto dolor que ella lo oyó y lo sintió allá arriba, en el noveno piso, y respondió con un murmullo tan necesitado que bajó como una gaviota hambrienta que se zambulle en el mar y entró en los oídos del Héroe: ¡espera! ¿Esperar? ¿Qué iba a hacer? ¡Lo mejor sería que alguien llegara y abriera la puerta de calle! Pero a esa hora de la madrugada no llegaría nadie, y si alguien llegara él no tendría cara para aprovechar la ocasión y entrar en el edificio. Pero igual esperó y no pasó nada y por eso empezó a sonreír y después se rió a carcajadas con rabia y desprecio, se rió de él y de la judía. De repente dejó de reírse, asustado, porque vio un bulto horrible que se arrastraba por el hall del edificio en dirección a la puerta de calle; el bulto iba en su busca, en busca del Héroe. Su cuerpo tembló de miedo, y continuó temblando incluso después de ver qué era aquello, aunque ahora ya no de miedo sino de excitación y fascinación: era la judía, que se arrastraba sobre la pierna enyesada y poco después abría la puerta. El Héroe la alzó en brazos y la llevó hasta el ascensor y hasta la cama, sin sentir peso ninguno porque nunca se había sentido tan fuerte en toda su vida.
Ella: ¿Y qué hicieron en la cama? Ellos... ellos... ¿¡y la pierna enyesada!?
¿¡Que qué hicieron!?, ¡ah! Presta atención: el Héroe estaba embobado con la Chica de la Pierna Rota, embobado porque era judía, embobado porque su cabello era rojo como el fuego, embobado porque tenía todo el cuerpo cubierto de pecas, embobado porque era linda, embobado porque estaban en el principio de su amor... entonces, después de que ella hizo lo que hizo para poder acostarse con él, ¿te parece que alguno de los dos le daría importancia a algo tan menor como el yeso de una pierna? ¡¿Eh, eh?! Se engolfaron y se abismaron, se entregaron el uno al otro, se disfrutaron orgullosamente... fue lo más lindo que les pasó en la vida...
Ella: ¿Tú?
Yo (las lágrimas corriendo por mi cara): Sí... a los veintiún años...
Ella: No llores...
Yo: No es nada, es que eso jamás volverá a ocurrir, una chica infernal haciendo locuras para acostarse conmigo.
Ella: ¿Y yo?
Yo: ¿Y yo?
Ella: Sí. ¿Y yo?
Yo: No tienes la pierna rota.
Ella: Cuéntame mi historia. Quiero escuchar mi historia.
Yo: ¿Sin retoques ni ornamentos?
* * *
Yo le cuento historias, historias de hombres, de mujeres, de hombres y mujeres: la historia de mi joven vecina que sale de su casa el sábado de carnaval y vuelve el miércoles de ceniza diciendo: “otra vez volví a casa entera, nunca me falta un pedazo”; o la historia del ascensorista del edificio donde tengo mi oficina que, sin que nadie lo supiera, vivía en el ascensor: él, su mujer y los dos hijos; o la historia de la pareja loca de amor que se encerró en un cuarto y fornicó sin parar una semana entera hasta llegar a odiarse.
Muchas historias, pero nunca le conté la historia de ella; sin embargo, su complacencia me irrita, esa manera casual con que encara, o mejor dicho no encara nuestra diferencia de edad, su docilidad, su inteligencia, su magnífica y arquetípica ignorancia, su belleza, su salud y su tranquilidad me dan rabia, ganas de castigarla.
Yo: ¿Sin retoques ni ornamentos?
Ella: Cruda...
Yo: ¿Desnuda?
Ella: Como debe ser la verdad.
Entonces empezaremos diciendo que cualquier semejanza es pura coincidencia y la historia se titulará la historia de la mujer cuyo marido no le daba dinero para su vanidad. ¿Puedo proseguir?
“¿Eres casado, no? Si no lo fueras yo no confiaría...” Eso después de una triquiñuela que terciamos juntos; claro: “Soy casado”.
(Tiempo después, en la cama: “¿Cómo se llama tu mujer?”. No le dije. Ella insistió: “¿No quieres decirme?”. “No, mi amor, no quiero que ella exista en tus pensamientos, ella tiene que ser un pez de acuario: muda, distante, indiferente”.)
“Mi marido no me da dinero para mi vanidad”... Ella tenía auto...
Ella: Basta.
Yo: Desnuda y cruda...
Ella: Está bien, continúa.
... piscina, una casa enorme con todas las máquinas y electrodomésticos del mundo, seis empleados; sin embargo, nada de ropa ni de joyas. Tipo raro, el marido: ingeniero, construía en todos los rincones, tenía tableros por todas partes, me perseguía: a veces me paraba a mirar la placa con su nombre grabado... y entonces pensaba en la mujer. Un día de mucha exaltación tuve ganas de coger en la escalera y escribir en el tablero el nombre de él: fulano de tal: “cornudo”.
Ella venía a verme vestida con ropas miserables. No: con simplicidad; ni joyas ni maquillaje; nada. ¿Eso la afeaba? ¡El muy burro! La mejoraba, la apartaba de los rococós, de las estilizaciones, de todas esas porquerías que las mujeres suponen que las adornan pero sólo sirven para divertirse... y sin todo eso ella, ¡ah!, era sólo cuerpo, simetría, hambre, represalia.
Ella: ¿Represalia?
Yo: El marido no le daba dinero para su vanidad.
Ella: ¿Por qué represalia? ¿Y si ella tenía interés en el amante?
Yo: ¿Un viejo?
Ella: Y sin embargo...
Yo: ¿Sin embargo?
Ella: Sin embargo más joven que muchos que ella, que ella conocía...
Yo: ¿Muchos...?
Ella: Adelante, sigamos con la historia.
La cara limpia, toda ella cruda, pura... era imposible pellizcarla, de tan tensa que tenía la piel. ¿Piel? Ella no tenía piel, ella sólo tenía carne, carne firme en todas las partes del cuerpo, entiéndeme: si quería, podía matar una pulga aplastándola con la uña de mi dedo pulgar contra su panza; tan infernal era que me daban ganas de pegarle cabezazos en el cuerpo, ya que no podía morderla. Y yo daba cabezazos contra su vientre firme, encorvado como un toro que desea regresar al verde útero bovino de su madre, un útero que al mismo tiempo es Dios y la Nada. Y ella me agarraba la cabeza y dirigía las embestidas... como las de un ariete que intentara traspasarla rompiendo las puertas de su carne... y se reía hasta que rodábamos juntos y sudábamos y yo sentía el gusto de su sudor en mi boca, y nuestro sudor estallaba entre nuestros vientres, el sudor empapaba mis pestañas, y yo me envanecía por sudar tanto, y me sentía orgulloso por el largo tiempo que pasaba dentro de ella. “¿Cómo se llama tu mujer?”, me preguntaba de repente. Ahora bien, yo no podía decir el nombre de mi mujer, y eso es definitivo: yo no tenía mujer, era, y soy, soltero. Inventé un nombre: María... todas las mujeres tendrían que llamarse María y andar de negro, mostrando los brazos y la espalda. “¿Te gusta que tu mujer se ponga linda?”, preguntó. “De negro, mostrando los brazos y la espalda”, respondí. “A él no. Me regaló un Portinari, sabes, pero le gusta que yo ande así”. “¿Así así?”, le pregunté cuando estaba acostada en la cama, desnuda como si fuera un sol o una serpiente. “No, así como llegué”.
Ella: ¿Eres soltero?
Yo: Soy soltero.
Ella: Es una historia muy instructiva esta.
Yo: Y un poco aburrida también.
Ella: Aburrida no, cuadrada: principio, medio y fin.
Yo: ¿Fin?
Ella: ¿Te acuerdas de aquel día que fuimos juntos a la playa?
Yo: Me acuerdo.
Ella: ¿De veras?
Yo: Más o menos.
Ella: El día que decidimos ponerle nota a las mujeres lindas de la playa. ¿Te acuerdas?
Yo: Ahora me acuerdo.
Ella: Pasamos al lado de un loco que tenía el pelo largo y barba y tú dijiste “vamos a ponerle nota también a este tipo”, ¿te acuerdas?
Yo: Me acuerdo. Estaba a la última moda: pelo de Buffalo Bill, barbita, aire hastiado y desfilaba.
Ella: Le pusiste un cero.
Yo: ¿Un cero? Seguro que fue por estar a la última moda.
Ella: Un loco, aunque esté a la última moda, merece más que un cero.
Yo: Le puse un cero y no se lo saco.
Ella: Ese día no le pusiste diez a nadie. Buscaste, buscaste en la playa inmensa, a mí me dolían los pies de tanto caminar, pero ningún diez. Yo me saqué un nueve.
Yo: La nota más alta.
Ella: Buscas cosas que son imposibles de encontrar.
Yo: Bah.
Ella: Como una persona que sea al mismo tiempo enano, cura, negro, veterano y homosexual. Eso no existe.
Yo: Enano, cura, negro, veterano, homosexual y miope, con anteojos. No desisto; algún día voy a encontrarlo, ya vas a ver.
Ella: ¿Entonces te acuerdas de ese día?
Yo: Me acuerdo.
Ella: Yo te pedí que me ayudaras, ¿te acuerdas?
Yo: Me acuerdo.
Ella: Y tú desapareciste durante meses, ¿te acuerdas?
Yo: Me acuerdo.
Ella: Meses y meses, y un día volviste diciendo que habías viajado a los Estados Unidos. ¿Te acuerdas?
Yo: Me acuerdo.
Ella: ¿Y habías viajado a los Estados Unidos?
Yo: No.
(Yo había viajado, pero la verdad, a los efectos de aquella conversación, era que no había viajado.)
Ella: ¿Por qué mentiste?
Yo: Creía que si nos acostábamos querrías abandonar a tu marido y venir a vivir conmigo. Una cuestión de rectitud.
Ella: Pero al final nos acostamos y yo no abandoné a mi marido.
Yo: Cometí un error de cálculo, felizmente.
Ella: Pero hoy decidí venir a verte y ponerte una nota. Si te pongo una nota alta eso quiere decir que abandonaré a mi marido y vendré a vivir contigo.
Empezó a vestirse mientras yo protestaba: qué locura, piensa bien lo que vas a hacer, yo no sirvo para estar casado, tengo mal genio, soy un viejo solterón empedernido...
Bombacha, portaligas, medias, corpiño, enagua, vestido, zapatos... y se mete en el baño...
¡Estoy lleno de manías!, grito para que me escuche y ella suelta una carcajada de esas que en los dibujos animados hacen estallar los vidrios de las ventanas. Me preocupo: es una carcajada como las de esas brujas de nariz ganchuda, asexuadas, que traman la desgracia del muchachito y el muchachito, el muchachito ¡mierda!, el muchachito soy yo.
Ella sale del baño y los dos estamos serios. Me mira de arriba abajo con rostro impasible. Una mirada inesperada, que me sorprende.
Me lleno de coraje y pregunto: “¿Cuál es mi nota?”
“Cero”, dice ella.
Busco en su cara algo que me diga que todo esto no pasa de ser una broma, pero no logro ver nada, ni en un sentido ni en el otro. Ella se va y me deja solo, un viejo.