Los cuatro puntos cardinales son tres
© Memoria Chilena
Elvira Hernández
Domingo 18 de setiembre de 2016
Autor de libros como Cerrado por derrumbe y Zona de excavación, el chileno Guido Arroyo también es editor desde hace prácticamente una década en Alquimia. Comienza hoy su curaduría con la enorme Elvira Hernández.
Por Guido Arroyo.
Toda curaduría requiere un marco, un boceto en tiza que establezca límites temporales y territoriales. Pero como este ejercicio era libre ensayé varias propuestas. Primero pensé en una selección de europeos difuntos cuya obra haya sido afectada por la violencia política. Por qué, no sé muy bien, fue la primera idea. Quizá por la intuición de que la escritura poética adquiere su mayor intensidad cuando la lengua está forzada a mutar, cambiar de signos, volver traducción el testimonio personal.
El listado, naturalmente, fue: Charles Simic, Anna Ajmátova, Joseph Brodsky y Bertolt Brecht. Pero quedaban fuera Czeslaw Milosz, Paul Celán, Marina Tsvetáyeva y varios más. Luego pensé en poetas latinoamericanos cuyo elemento común fuese estar vivos, es decir, en pleno despliegue de escritura. Y emergieron nombres tan disímiles como Luis Felipe Fabre, Tamara Kamenszain, Luis Chavez, José Carlos Yrigoyen, Robin Myers, Jaime Luis Huenún, Laura Wittner, Inti García, María Negroni, Ferreira Gullar, etcétera, etcétera.
Luego pensé en poetas irremediablemente muertos (Wordsworth, Bashoo, Williams y así) o poetas anglosajones de la segunda mitad del siglo veinte (Adrienne Rich, Lyn Hejinian, Michael Hamburger, Jhon Ashbery –al que nunca he dejado de releer desde los 18–), pero los listados se volvían infinitos. Resultado: un punzante malestar, la imposibilidad de realizar la curaduría, comprender otra vez que el arte de hacer listados me resulta complejo. Recordé la consigna: elige el territorio que te haga feliz. Lo digo en serio. El recuerdo generó calma. Y una idea.
Aprovechando mi doble militancia (escritor / editor) se me ocurrió elegir poemas de autores que he publicado, y cuya lectura, relectura y, sobre todo, proceso de edición, me ha generado esa voluble y esquiva emoción: la felicidad, la plenitud que a veces genera la lectura, que demoramos tanto en reconocer como parte del juicio. Aunque de un tiempo a esta parte sostengo que la literatura chilena no existe, todos comparten el hecho de escribir gran parte de sus poemas en aquél país.
Acá lo “curado”, entonces:
Elvira Hernández
Cuesta definir a esta poeta. Parte de su obra se resume en nunca afiliarse a ninguna corriente, nunca tener control de ningún espacio. Como Elvira afirma: "Tengo muy claro que el poeta no puede ser parte del sistema. No se puede estar cerca del poder sin contaminarse". En sus poemas pareciera extinguirse las identidades sólidas dando paso a jirones textuales, que construyen un paisaje crítico, una invitación a la reflexión y el merodeo.
Es autora de libros alucinantes como Arre Halley Arre (Ergo sum, 1986); Carta de Viaje (Último Reino, 1989); La bandera de Chile (Libros de Tierra Firme, 1991; El Retiro, 2003; Cuneta, 2010. Santiago); Santiago Waria (Cuarto Propio, 1992. 2ed. 1996) y Cuaderno de deportes (Cuarto Propio, 2010). Varios de ellos reunidos en el volumen Actas Urbe, título que trabajamos con Elvira durante tres años, mediante encuentros informales que derivaban en cualquier parte. Recuerdo mucho esos diálogos, cómo a partir de cualquier tema Elvira aportaba datos rarísimos, que te obligaban a modificar la óptica y estaban cargados de ironía, de criticidad, de desconfianza ante la llaneza de la realidad impuesta. Espero equivocarme, pero no creo que tenga otra opción de trabajar de forma así un libro.
De El orden de los días (1991)
Día 1
a alguien le parece que sale el sol
una luz cruza como una cuchillada
el relámpago matutino del filamento despiadado
pone una herradura incandescente
quién madruga amanece más insomne
marcado viaja con la fosforecencia solar como un golpe
con la cicatriz visible del alarma clock
en el entrecejo
el día se destripa encima
y hay que ponerle el hombro para cargarlo
Día 9
despiertan las carnes descarnadas de la vida
adormecidas aún en la blandura del sueño
un horizonte blanco ingresa como carta de amor
bajo la puerta
en la oscuridad del día es un cuchillo que encandila
al abrir la puerta se precipitará encima con su brillo de tajos
afuera hombres arrastran piedras peor que Sísifo
o son las cadenas de los fantasmas de salarios mínimos
Un día como cualquier otro
I entra el sol tajante por la ventana y nos divide en luz y sombra
II sentado alguien espera micro como espera un nuevo gobierno
III hojas que caen planean como palomitas
IV aparecen murallas con cicatrices alfabéticas
–la letra con sangre queda–
V el aire está irrespirable
VI las vitrinas viven en la apoteosis de la luz
VII el que canta la Canción Nacional sin reírse gana
VIII universidad norteamericana se adjudica obra inédita de Vicuña Mackenna
IX el tiempo es trabajado por el cuarzo
X alguien nos da un cuarto de hora y lo perdemos –el chileno es así–
Día 28
todo permanece igual
es aterrador