Por Claire Vaye Watkins. Traducción de Ce Santiago.
28 de julio
Duane Moser 4077
Pincay Drive
Henderson, Nevada 89015
Estimado señor Moser,
En la tarde del 25 de junio, durante mi último viaje a Rhyolite, conducía por Cane Springs Road, a unos quince kilómetros a las afueras de Beatty, cuando me topé con lo que al parecer eran los restos de un accidente de coche. Me bajé de mi camioneta y eché un vistazo. El valle era un secarral. Un viento tórrido del oeste levantaba nubes de polvo de donde yo estaba y se las llevaba arremolinándolas como si fuesen ceniza. Cerca de las huellas del frenazo encontré cristales rotos, profundas rodaduras en la tierra que se salían del arcén y, esparcidos por entre la creosota, una serie de comestibles recién comprados. Latas de Coca-Cola (unas llenas, otras abiertas y vacías, algunas con la anilla intacta, aunque abolladas y goteando medio llenas). Latas de Budweiser Light en el mismo estado que las de Coca-Cola. Fritos. Carne. Etcétera. De especial interés me resultaron dos botes de pastillas prácticamente llenos que habían sido preparados en la farmacia de Tonopah apenas tres días antes y una bolsita reutilizable llena de cartas con la firma M. Advertí también un puñado de fotos de un coche antiguo, una parte solo con la imprimación, la otra oxidada, que entiendo habían restaurado o iban a hacerlo. El coche era un Chevy Chevelle, de 1966, creo. Una vez conocí a un hombre que conducía un Chevelle. Ambos botes de pastillas tenían etiquetas amarillo brillante en un lado que advertían contra el consumo de alcohol durante el tratamiento. Es posible que eso cuadre con las Budweiser Light y las rodaduras en la tierra. Copié sus señas de los botes de pastillas. ¿Qué ocurrió? ¿Dónde está su coche? ¿Por qué abandonó las medicinas, la comida y demás productos? ¿Quién es usted, Duane Moser? ¿Qué andaba buscando allá en Rhyolite?
Espero que esta carta le llegue y que, de ser así, se encuentre usted bien. Por favor, escríbame.
Atentamente,
Thomas Grey
Apdo. de correos 1230 Verdi, Nevada 89439
P. D.: Dejé la mayor parte de los desperdicios en el desierto, excepto las pastillas, las fotos y las cartas de M. También me llevé las bolsas de comida, que desenganché de los arbustos y eché al reciclado de camino a Reno. No me parecía bien dejarlas allí sin más.
***
16 de agosto
Duane Moser
4077 Pincay Drive
Henderson, Nevada 89015
Estimado señor Moser,
Esta mañana, mientras daba de comer a los caballos y las nubes empezaban a deslizarse por las faldas de la Sierra, me acordé una vez más de Rhyolite. Al entrar en casa cogí prestado de su habitación el viejo ejemplar de mi padre del Vademécum. De dicho libro extraigo que, antes de salir en coche hacia Rhyolite, puede que se sintiera usted fuera de control, solo o desamparado. Es posible que se encontrara usted en un estado de profunda depresión; quizás incluso estuviera considerando hacerse daño. A juzgar por la fecha en que fueron preparados los medicamentos y por el número de pastillas que quedaban en los botes —las he contado, sentado en mitad del campo encima del tractor, que dejé que petardeara hasta que se caló, mientras me comía el sándwich que mi esposa me había preparado para almorzar—, no había tomado usted la medicación el tiempo suficiente como para que llegara a contrarrestar sus posibles sentimientos de desesperación. Desesperación, depresión, angustia, soledad. Estas son palabras del Vademécum, cuadragésimo primera edición, que, a petición suya, devolví enseguida a mi padre. A veces mi padre resulta intratable. Se pasa los días encerrado en su cuarto, leyendo viejas novelas de asesinatos pobladas de damiselas y de negros, o viendo la tele que le regalamos con el volumen a tope. Algunos días se niega a comer. Duane Moser, mi padre jamás pensó que viviría tanto.
Creo que esta noche va a haber tormenta; se siente en el aire. Por favor, escríbame.
Atentamente,
Thomas Grey
Apdo. de correos 1230
Verdi, Nevada 89439
1 de septiembre
Duane Moser
4077 Pincay Drive
Henderson, Nevada 89015
Estimado señor Moser,
Anoche dormí fatal: tuve sueños que difícilmente podrían identificarse como tales. De habérselos contado a mi esposa, quizás me habría dado un cristalito de cuarzo o una amatista, e insistido para que lo llevara en el bolsillo todo el día con el fin de purificar la mente y el espíritu. Es de California. He aquí una anécdota que le gusta contar. En una de nuestras primeras citas, paseamos cogidos del brazo por el centro de Reno; ella trabajaba allí como dependienta en un ultramarinos y yo estudiaba Agricultura y Comercio. Trató de arrastrarme por una pequeña hilera de escalones hasta el sótano con luz roja de una médium que leía la mano. Estuvo tirando de mí cerca de una maldita hora, diciéndome que de qué tenía miedo, preguntándome a qué venía tanto problema. No soy un hombre religioso, pero, tal como le dije entonces, hay ciertas cosas con las que yo preferiría no mamonear. Ahora le gusta decir que menos mal que no quise entrar, porque, si aquella médium le hubiese dicho que me iba a tener que soportar los catorce años que llevamos ya, se habría dado media vuelta y se habría echado al monte. ¡Ja! Y yo digo: Cielo, ni la mitad de tiempo que habría tardado yo, ¡ja, ja! Es una vieja broma que nos gastamos. Igual que todos nuestros recuerdos, nos gusta airearla de vez en cuando y tenderla en la mesa de la cocina, como hace mi esposa con sus patrones de costura, donde trazamos el contorno de nuestras vidas, en contraste con el que pensamos que tendrían a día de hoy.
Le contaré algo que no le he contado a ella: hay algo bochornoso en todo esto, en esto de mantener a flote nuestros zozobrantes espíritus con viejas anécdotas.
Lo imagino a usted como un hombre solo, Duane Moser, sin nadie que le pregunte por la mañana qué ha soñado, sin nadie que le deslice piedras curativas dentro de los bolsillos. Un soltero. Fueron los Fritos, al final, los que me hicieron recordar la gasolinera de Beatty en la que trabajé cuando iba al instituto y en la que conocí a un hombre que tenía un Chevelle igual que el suyo, de 1966. Pero se me ocurre que quizás dicha asunción sea una tontería; ahí fuera sin duda hay esposas que no han vetado las grasas trans ni el azúcar procesado, como ha hecho la mía. Llevo once años sin probar un Frito. En cualquier caso, le escribo para preguntarle por su familia, si es que me contesta.
Los niños llegaron a nuestras vidas más tarde de lo habitual. La mayor, Danielle, acaba de empezar el colegio. Su hermana pequeña, Layla, lo está pasando mal. Tiene tantas ganas de ir al colegio con Danielle que se pone a gritar y a llorar cuando el autobús escolar se va cada mañana. A veces se tira al suelo y se clava piedrecitas en la piel de los nudillos. Luego se queda hosca y desolada durante el resto del día. Mi esposa se preocupa por ella, pero, la verdad sea dicha, para mí es un aliciente. Cuanto antes entienda Layla que no somos más que la suma de nuestros padecimientos, mejor. Pero a mi padre le ha dado por pasear con Layla cada tarde hasta donde acaba nuestro camino de grava para esperar a Danielle en la parada del bus. A Layla le gusta ir tan temprano como le permitimos, como si por estar allí lograse que el autobús llegara antes. Si la dejáramos, se quedaría de pie al final del camino todo el día. Le da tanto la turra a mi padre que a veces se queda con ella a pleno sol durante una hora o más, pese a no tener el corazón en condiciones como para andar haciendo semejante cosa. En muchos sentidos se porta mejor con las niñas que yo. Se porta muchísimo mejor con ellas de lo que se portó conmigo. No soy un hombre religioso, pero doy gracias a Dios por ello. Empiezo a pensar que es usted fruto de mis ensoñaciones.
Por favor, escriba pronto.
Atentamente,
Thomas Grey
Apdo. de correos 1230
Verdi, Nevada 89439
16 de octubre
Duane Moser
4077 Pincay Drive
Henderson, Nevada 89015
Estimado señor Moser,
He leído las cartas de M, las que guardaba usted dobladas en la bolsita reutilizable. Perdóneme, pero por lo que sé puede que esté usted muerto, y no pude resistirme. Las leí en mi cobertizo, donde la peste y la densidad del aire se hacían casi insoportables, y las volví a leer en mi camioneta, en el aparcamiento de la oficina de correos de Verdi. Me chocó, igual que cuando las encontré por vez primera cerca de Rhyolite, en Crane Springs Road, lo nuevas que parecen las cartas. Aunque en su mayoría fueron escritas hace casi veinte años, el papel está limpio y los pliegues, marcados. Duane Moser, he aquí lo que no entiendo: ¿por qué una bolsita reutilizable? ¿Temía que pudiesen mojarse durante su viaje por el desierto en pleno verano? Una vez más, me acuerdo de la Coca-Cola y de la Budweiser Light. ¿O he de tomarme la bolsita reutilizable como un indicio de su amor, fiero y protector, por M? ¿Se trata de un síntoma, como sugiere M, de que fue sellando usted poco a poco la totalidad de su yo, hasta que no quedó nada para ella? Es más, debo preguntarle si dicho sellado no lo llevó usted a cabo de manera intencionada.
Dice que cree que siempre estaba pidiéndole a usted demasiado. En ese sentido es generosa, ¿no le parece? Dice que usted no pretendía volverse «tan extraño» para ella. Yo no estoy tan seguro. Amo a mi esposa. Pero nunca le he hablado de cómo una vez conocí a un hombre en Beatty que tenía un Chevelle de 1966. Sé de qué son capaces los hombres como nosotros.
Duane Moser, a lo que vuelvo es a esto: ¿cómo pudo abandonar usted las cartas de M en el arcén de Cane Springs Road cerca del pueblo fantasma de Rhyolite por donde apenas pasa ya nadie? (De hecho, no he visto nunca a ningún otro hombre en Cane Springs Road. Voy allí en coche para estar a solas. Puede que usted haga lo mismo. O que lo hiciera, al menos.) ¿No cayó en la cuenta de que alguien idéntico a usted podría encontrarlas?
Al final he llamado al número que aparece en los botes de pastillas, aunque lo único que oí fueron los tonos de número inexistente, cada vez más fuertes. Aun así, me descubrí a la espera de oírle a usted. Por favor, escriba pronto.
Atentamente,
Thomas Grey
Apdo. de correos 1230
Verdi, Nevada 89439
P. D.: Pensándolo mejor, puede que a veces sea mejor dejar esas cosas en el arcén, por así decirlo. A veces otra persona desea una parte de ti que no hace bien a nadie. A veces el amor es una herida que se abre y se cierra, y se abre y se cierra, de por vida.
2 de noviembre
Duane Moser
4077 Pincay Drive
Henderson, Nevada 89015
Estimado señor Moser,
Mi esposa ha encontrado sus fotos, las del Chevelle. Ese que quizás consiguió en algún desguace o de algún amigo, o que quizás perteneció a su familia durante años, pudriéndose en algún garaje de alguna parte porque después de lo que ocurrió nadie quería ni verlo. Guardé las fotos remetidas tras el parasol de mi camioneta, atadas con una goma. No sé por qué las guardé. No sé por qué he guardado sus cartas de M ni sus pastillas. No sé lo que haría si encontrara lo que estoy buscando. Cuando iba al instituto trabajaba en el turno de noche de una gasolinera en Beatty. Aún sigue allí, en el cruce de la I-94 con la autopista 374, cerca de las fuentes termales. Puede que haya estado usted allí. Ahora es una gasolinera Shell, pero por aquel entonces se llamaba Hadley’s Fuel. Yo trabajaba allí catorce, quince horas a la semana. Bill Hadley era amigo de mi padre. Era un hijo de perra demente, como diría mi padre, que tenía una escopeta guardada debajo del mostrador y me acusaba siempre de robar de la caja o de dormirme en el trabajo, aunque yo no hacía nada de aquello. Me gustaba el turno, me gustaba estar despierto de noche, lejos de papá, escuchando los traqueteos de las grandes cámaras frigoríficas, el bordoneo de los tubos fluorescentes de fuera.
A finales de esa primavera, un enjambre de saltamontes atravesó Beatty de camino a los campos de alfalfa allá en el sur. Eran gruesos y feroces, te rugían en la cabeza como truenos. Los saltamontes se comen todo lo que sea verde. En dos días deshojaron todos los álamos y los sauces del pueblo; luego fueron a por los enebros y los pinos, las espiguillas y el taray amargo. Hubo un enjambre que devoró la lana a las ovejas vivas de Abel Prince. Las cosas se pusieron tan feas que pararon las vagonetas que salían de las minas durante una semana porque las tripas de aquellos bichos dejaban los raíles demasiado resbaladizos.
Los fluorescentes del Hadley’s atraían a los saltamontes. Durante semanas, el aparcamiento palpitó con ellos. Si hubiese salido a los surtidores aquella noche, los habría sentido crujir bajo mis pies, muertos y agonizantes bajo los zapatos, pero nunca llegué a salir a los surtidores. Yo estaba en el mostrador haciendo los deberes, matemáticas, por el amor de Dios. Levanté la vista y aquel tipo estaba cruzando la puerta hacia mí. Miré fuera y vi el Chevelle de 1966, destellando bajo las luces, los saltamontes que caían como la lluvia en torno a él.
Intenté detenerlo, pero me forzó a volver detrás del mostrador. Empuñaba una pistola que sostenía como si fuese su propia mano. Dijo: ¿Ves esto?
Llevaba una pañoleta en la cara. Pero Beatty es un pueblo pequeño, y por entonces era más pequeño todavía. Sabía quién era. Sabía que su madre trabajaba de camarera en el Diligencia y que su hermana se había graduado un año antes que yo. El dinero, me decía. Se llamaba Frankie. El puto dinero, decía Frankie.
Yo apenas había tocado un arma antes de aquella noche. No sé cómo lo hice. Solo sentí cómo el aliento salía de mí y que eché mano de la escopeta de debajo del mostrador y que apunté. Le disparé en la cabeza.
Luego llamé a la poli. Había hecho lo correcto, me dijeron los polis y Bill Hadley, en pijama, y también mi padre. Me lo dijeron una y otra vez. Estaba sentado en el bordillo fuera de la tienda, los escuchaba adentro, sus botas crujían sobre las baldosas. El ayudante del sheriff, Dale Sullivan, que era también el ayudante del entrenador del equipo de baloncesto, salió y se sentó a mi lado. Yo tenía las manos en la cabeza para mantener alejados a los saltamontes. Chaval, esto tenía que pasar, dijo Dale. Era un muchacho problemático. Escoria.
Me dijo que podía irme a casa. No le pregunté qué iba a pasar con el coche. Esa noche conduje hasta Rhyolite por Cane Springs Road. Di una vuelta por el pueblo abandonado con las ventanillas bajadas; oía los chasquidos de la grava bajo los neumáticos. Estaba saliendo el sol. Allí, bajo la blanquecina luz del amanecer, odié Beatty más que nunca. El Diligencia, las fuentes termales, todos los árboles con esa apariencia tan desnuda contra el cielo. No quería volver a ver nada de aquello.
Iba de camino al instituto y todos se habían enterado ya. Beatty no era mi sitio. La familia de aquel muchacho, su madre y su hermana y su padrastro, se mudaron poco después de lo sucedido. No los volví a ver por el pueblo; tampoco en el Hadley’s. Durante aquellas últimas semanas de clase nadie habló de ello, al menos no conmigo. No tardó en parecer que aquello nunca había ocurrido. Beatty —y creo que me di cuenta de esto entonces, allá en Rhyolite, en ese arramblado pueblo fantasma— jamás sería un sitio al que yo pudiera llamar hogar. Cuando mi esposa me preguntó por sus fotografías, dijo que no se había percatado de que yo supiera tanto de coches. Dije: Sí, desde luego. Bueno, un poco. ¿Ves estos conductos de aquí? ¿En el capó? ¿Ves esta parrilla en negro? Así se sabe que es de 1966. Le dije que estaba pensando en comprar un coche antiguo, en restaurarlo, tal vez uno como aquel. Entonces ella empezó a partirse de la risa. Claro, alcanzó a decir entre carcajadas, restaurar un coche. Siguió riéndose. Tiró el puñado de fotos al asiento de la camioneta y dijo: No me jodas, Tommy.
No es culpa suya. Ese hombre, el que reconoce un 1966 cuando lo ve, no es el hombre con el que se casó. Y así debe ser. Usted me entiende, ¿no? Le sonreí. No, señora, dije. Yo jamás le haría algo así. Usted es mi jodienda favorita.
Ella se echó a reír —en ese sentido es generosa— y dijo: Un coche. Es lo que menos falta nos hace aquí.
Cuando era niño, mi padre me llevaba a cazar. Perdices, sobre todo, y, en una ocasión, venados. Pero no se me daba bien y desistió. No lo llevaba dentro, decía mi padre, triste y franco, como si fuese un defecto de nacimiento, mi manera de ser. Aún hoy, los ciervos bajan de las montañas y hocican en nuestro jardín, dejan las tomateras peladas, se comen los cogollos de nuestras coles de Bruselas. Y mi padre dice: Mata a uno. Cuélgalo. Así aprenderán. Le digo que no soy capaz. Me paso los domingos parcheando los agujeros del vallado o poniendo uno más alto. La Iglesia del Corazón Compasivo, lo llama mi esposa. Ella es feliz así, con esta vida nuestra, con el hombre que soy. Layla me ayuda a remendar el vallado. Se queda detrás de mí y me pasa los alicates o el cortaalambres cuando se los pido.
Pero la verdad es esta, Duane Moser: a veces veo sus ojos por encima de la pañoleta, veo los saltamontes brincando en las lámparas, los oigo vibrar. Noto el golpe de la culata en mi esternón. Lo volvería a hacer.
Atentamente,
Thomas Grey
Apdo. de correos 1230
Verdi, Nevada 89439
20 de diciembre
Duane Moser
4077 Pincay Drive
Henderson, Nevada 89015
Estimado Duane Moser,
Esta será la última vez que le escriba. He regresado a Rhyolite. Le dije a mi esposa que me iba unos días al sur a acampar y hacer senderismo. Me dijo: ¿Por qué no te llevas a Layla? Le vendría bien.
Layla durmió casi todo el trayecto. Seis horas. Cuando reduje la velocidad y me desvié por Cane Springs Road se irguió y dijo: Papá, ¿dónde estamos?
Estamos aquí, dije yo.
La ayudé con el abrigo y los mitones, y dimos un paseo por entre las ruinas. Le conté lo que fueron en su día. Aquí, dije, estaba la escuela. La acabaron en 1909. Por entonces no había suficientes niños en el pueblo como para llenarla. Al año siguiente se incendió. Ella quiso acercarse más.
Quédate donde pueda verte, dije yo.
¿Por qué?, dijo ella. No supe cómo decirlo. Edificios medio derruidos, suelos descompuestos, cloacas, pozos de minas abiertos. Coyotes, serpientes de cascabel, pumas.
Porque, dije, para las niñitas es peligroso.
Proseguimos. Detrás de aquella valla de allí está la oficina de correos, que terminaron en 1908. Este bloque, esas vigas, ese muro de ladrillos era la estación de tren. Tenía suelos de mármol, carpintería de caoba, uno de los primeros teléfonos del estado. Pero con los años lo han vendido o lo han robado todo.
¿Por qué?, dijo ella.
Es lo que pasa cuando un pueblo muere.
¿Por qué?
Porque sí, cariño. Porque sí.
Al atardecer intenté enseñar a Layla cómo se monta una tienda y cómo se enciende un fuego, pero no tenía interés. En vez de eso, se concentró en llenar de piedras su mochila de vinilo rosa y en usarlas para erigir pequeñas pirámides a lo largo del sendero que conducía a las afueras del pueblo. Se acuclillaba sobre ellas, movía con cuidado cada piedra en busca de una cara plana, de una base estable.
¿Para qué son?, le pregunté.
Por si nos perdemos, dijo ella. Me lo enseñó el abu.
Cuando oscureció, nos sentamos juntos a escuchar el siseo de los perritos calientes en el extremo de nuestros palos, el chisporroteo violento de la savia al escapar de la hoguera. Layla se durmió en mi regazo. La llevé a la tienda y la arropé en un saco de dormir. Me quedé allí observándola, su pecho subía y bajaba, la suya era la respiración leve e incierta de un ave. Cuando me agaché para salir por la abertura de la tienda algo se cayó del bolsillo de mi peto. Lo sostuve a la luz del fuego. Era un pedazo turbio de amatista, del tamaño de un diente de caballo.
Lo he intentado, Duane Moser, pero no me lo imagino a usted en el 4077 de Pincay Drive. No lo veo en Henderson, y punto; ni en los suburbios ni en una calle sin salida ni en una de esas casas prefabricadas con el estuco y el garaje abierto en la fachada igual que una boca. No lo veo de pie igual que un bicho bajo esas farolas del color del jabón antibacteriano. De noche, me siento en mi porche y contemplo las luces de Reno en las colinas, la ciudad que marcha hacia nosotros como un ejército. No es accidental que el primer paso que di en eso que llaman sacar adelante una parcela de tierra fuese ponerle un vallado alrededor.
Lo veo a usted detrás de una valla. Cuando lo veo, lo veo allí, en Rhyolite, recogiendo trozos de carbón de la escuela a medio quemar y escribiendo su nombre en los cimientos de hormigón a la vista. Cerrando un ojo para mirar a través de los muros hechos con botellas de la casa de Tom Kelly. No, es mi hija. Soy yo de niño manchándome de carbón los pantalones vaqueros. Es usted en su Chevelle de 1966 subiendo por Cane Springs Road, pasando como un rayo por la que fuera la tienda de los hermanos Porter. Lo veo a usted con M, arrojando desde el coche Fritos y carne y latas medio vacías de Coca-Cola y de Budweiser Light como si fuese una maldita fiesta, mudando vuestros antiguos yoes.
Es casi Navidad. He mirado las pastillas, las cartas, las fotos. Usted no es Frankie, eso lo sé. No es más que una coincidencia, un paquete de fotos arrojado desde un coche en mitad de ninguna parte. Un coche no es más que un coche. El mundo está lleno de Chevelles, uno de 1966 por cada día del año. Usted no sabe nada del Hadley’s Fuel en Beatty ni del muchacho que mataron allí una noche a finales de primavera cuando los saltamontes sonaban como truenos en la cabeza. No le debo nada.
Esta mañana, al despertar, había nieve en el suelo y Layla no estaba. No había dejado huellas. Me calcé las botas y rodeé el campamento. Una capa de blanco cubría las colinas y el valle y los armazones de los viejos edificios; iluminaba el valle con una fluorescencia. Era cegador. Grité el nombre de mi hija. Escuché, apretando la suela del zapato contra las piedras ennegrecidas que bordeaban la hoguera. Miré la nieve que se aguaba en la huella de mi bota. No hubo respuesta.
Comprobé la camioneta. Estaba vacía. En la tienda encontré su abrigo y sus mitones. Se habían llevado los zapatos. Trepé una pequeña colina y la busqué desde allí. Escruté los viejos edificios en busca de su silueta, las colinas, Cane Springs Road entera. Los postes de los vallados, negros por la humedad, ensartados por todo el valle como tumbas. En mis tripas y en mi garganta se espesó la náusea. Había desaparecido.
La llamé a gritos una y otra vez. No oí nada, aunque sin duda me llegaba el eco de mi propia voz. Sin duda la nieve crujió bajo mis pies cuando recorrí el campamento y las ruinas. Sin duda los rizos de creosota helados me azotaron las piernas cuando eché a correr por el pueblo fantasma, de un extremo a otro del sendero de grava. Pero me había abandonado todo sonido, excepto el rugido lento y continuo, el sonido de mi sangre en mis oídos, de un coche que subía retumbando por la antigua carretera.
De repente el pecho me ardía. No podía respirar. Layla. Layla. Me agaché y apreté las palmas de las manos contra la tierra congelada. Las rodilleras de mis calzones largos se empaparon y comencé a notar pinchazos en los dedos.
Entonces vi una silueta junto a los restos calcinados de la escuela. Un pánico tan ardiente y extremo como nada en el mundo —más extremo— surgió en mí. El lustroso vinilo rosa de su mochila. Corrí hacia ella. Al agacharme a recogerla, oí algo en el viento. Algo similar al lenguaje agudo y entrecortado que mis hijas emplean entre ellas cuando juegan. Seguí el sonido y rodeé la escuela y allí encontré a Layla en pijama, acuclillada y apilando en la nieve uno de sus hitos de piedra.
Hola, papá, dijo.
La nieve le había enrojecido las manos y las mejillas como si se hubiese abrasado. Me tendió una piedra.
Toma, dijo. Cogí a mi hija de los hombros y la puse de pie. Le levanté la barbilla para que sus ojos y los míos se encontraran y luego le di una bofetada. Se puso a llorar. La abracé. El Chevelle subía y bajaba por Cane Springs Road, la grava bajo sus neumáticos hacía pop, pop, pop. Shh, dije. Ya pasó. Ahí fuera una niña no vale nada.
Atentamente,
Thomas Grey