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Ficcion

Leé un cuento de Luis Carlos Barragán Castro, invitado colombiano al Filba Internacional

"No es un metro pero es algo", tomado de Parásitos perfectos (Caja Negra), una serie de historias distópicas de su colección "Efectos colaterales". 



Por Luis Carlos Barragán Castro.



Sé que no te gusta Bogotá porque es muy grande y no tiene metro, por eso valoro que hayas venido. Las cosas que dejé en tu casa, las dejé a propósito: he estado esperándote durante casi siete años y, cuando vuelvas y las veas, quiero que me las devuelvas. Son una excusa para que me visites. Yo vivo en Kennedy, pero podemos vernos en el Planetario. Allá es donde se reúnen los enamorados para ver las estrellas.

Cuando Mario llegó, Bogotá era un desastre: la mayoría de las personas había migrado a Bogotá2 y no quedaba casi nadie en la Tierra. Los límites de la ciudad se reducían cada año y, aunque el centro estaba sobrepoblado, el ensanche permanecía vacío y era peligroso. Calles abandonadas, casas y apartamentos en ruinas, inmensos monumentos en los que grupos de locos vivían sin pagar arriendo, quemando muebles para mantenerse calientes cuando nevaba.

Los planes para construir un metro nunca se ejecutaron, pero todavía funcionaba el Transmioruga: unos monstruos enormes y blancuzcos dotados de cuernos postabdominales, espiráculos semitransparentes y apéndices exuberantes de colores tornasolados. Estaban cubiertos por una capa de vello perlado, y sobre sus coloridos estigmas dorsales se amarraba un vagón rojo articulado con un fuelle de piel.

Estas masas de carne alargadas y flácidas se movían con sus innumerables patitas sin producir ruido, excepto para pedir permiso. Había sido la alternativa más eficiente cuando se acabó el petróleo en el planeta, al menos para nuestra ciudad. Los Transmiorugas se alimentaban de una masa marrón procesada en la que hundían sus hocicos velludos: una pasta hecha de sándwiches reciclados, sobras de sopa y otras porquerías, servida en abrevaderos dentro de las estaciones de servicio. Eran enormes cerdos que hacían un festín de los sobrados de la ciudad. Alcanzaban cuarenta kilómetros por hora, pero su promedio de velocidad era menor porque con frecuencia se tropezaban o se lastimaban una patita en los huecos del asfalto. Tenían que aguantarse a los transmi-colados, a los que se subían a cantar una o dos canciones y a los que vendían dulces. Lo peor era cuando llegaban los bandidos encapuchados, quienes escalaban el vagón dorsal como piratas abordando un barco, subiendo por cuerdas con anclas que penetraban y a veces rasgaban la epidermis ventral de las orugas: atacaban a todos los pasajeros para robarles sus pertenencias y saltaban de regreso a sus moto-insectos, haciéndolas zumbar por el aire de forma aterradora.

Cuando Mario entró a su apartamento, lo encontró completamente cubierto de polvo. Hacía muchos años que no iba y los recibos se acumulaban bajo la puerta. Seguramente estaban a punto de embargárselo o de que fuera ocupado por inmigrantes venezolanos o desplazados de Mongolia, como había sucedido en los apartamentos aledaños. Mario tenía una enorme barba de rockero y llevaba una chaqueta de cuero llena de parches bordados con las banderas de los planetas que había recorrido. Los que lo conocían pensarían que había alcanzado la iluminación por haber viajado tanto tiempo, que ahora había elevado su cosmos a tal nivel que sería imposible comprenderlo, pero en vez de ser esa estrella distante, llegó más cálido que antes; extrañaba su casa, el olor del ajiaco, los Cerros Orientales y los abrazos de sus amigos. Encontró mis cosas arrumadas: ropa, zapatos, libros viejos. Leyó mi nota, puso todo en una maleta y fue a verme.

Quiero que sepas que, como mi mamá se quedó sin trabajo, me metí en el programa de engorde de la ciudad. Para ser útil, ya sabes. Todos tenemos que aportar nuestro granito de arena. No te alarmes cuando me veas.


Mario tuvo que cubrirse la nariz apenas entró al Planetario. Cuando sus ojos se ajustaron a la oscuridad, descubrió que por dentro el edificio había quedado en ruinas: las paredes desgastadas estaban cubiertas de grafitis y la cúpula estaba ahora agujereada y casi colapsada. El proyector comenzó a funcionar, lanzando imágenes titilantes, con una música distorsionada y lenta. Si los amantes alguna vez se encontraron acá debió ser hace décadas, cuando la lluvia no se colaba ni producía el riachuelo que corría entre las sillas rotas, cubiertas de musgo. 

Mario escuchó un sonido, se volteó asustado y me vio ajustando el proyector. Sobre la vejez y la ruina se reprodujo un caleidoscopio de constelaciones y astros fugaces, esos mismos que se veían en el cielo antes de que las nubes de carbonato de calcio y dióxido de sulfuro lo cubrieran todo.

La música distorsionada se convirtió en un bolero ralentizado de los Panchos. Bajo la luz tenue de la proyección pudo detallarse la mella que le había hecho el tiempo al suelo, a las sillas con la espuma por fuera, al estuco podrido de las paredes, lleno de rasguños, rayones y dibujos obscenos, y al suelo arruinado con ladrillos rotos, desperdicios plásticos de empaques hace tiempo, retoños de arbustos que crecían entre las grietas y heces humanas. Sus ojos no pudieron ocultar la sorpresa.

Quiero que sepas que te he extrañado, que me la paso recordando todo lo que hicimos antes de que te fueras, y que me muero por escuchar las historias de tus viajes.

Mario me ve y nota que soy enorme. El programa de engorde me convirtió en esto. Los desplazados por la violencia y los venezolanos que alguna vez tuvimos que vender dulces para pagar la habitación terminamos en el Plan Obligatorio de Mutaciones, POM. Para la alcaldesa fue matar dos pájaros de un tiro: solucionaba el problema de la movilidad y el de los refugiados. Ofrecían trabajo y alimentación a quienes lo habíamos perdido todo y a la ciudad le daban un servicio de transporte totalmente ecológico, sin emisiones de CO2; habían pensado en todo, incluso nuestros residuos orgánicos servían como abono. Crecí violentamente, la grasa aumentó en pocas semanas, me nacieron protuberancias en el pecho que se convirtieron en nuevas patas y mi columna vertebral se alargó en un proceso doloroso, agónico, me retorcí de sufrimiento un mes entero con dosis inútiles de morfina en pastillas, tenía la piel brillante de tan inflamada y estirada, la garganta herida de tanto gritar. Mi cara adoptó las características monstruosas de una oruga de jardín. Nadie está acostumbrado a ver de cerca el aspecto de una larva de mosca, los rasgos repugnantes de los ácaros de la sarna, la ampliación microscópica de una lombriz de tenia; nada me preparó para encontrar en el espejo las características deformadas de mi rostro humano hundiéndose para siempre en la carne de insecto, despertando el terror de no tener cara en absoluto, de verla reemplazada por abultadas glándulas y piezas bucales salpicadas de diabólicos vellos negros. Mis fauces se volvieron tan grandes que, si hubiera querido, me habría podido tragar a Mario de un mordisco. ¿Quién puede vivir así sin odiarse? Tuve que acostumbrarme a habitar garajes fríos, a no caber en los brazos de nadie, a estar repleta de apéndices atrofiados y voluminosos, a ser inmunda, a ser parte del plan deforme que solo pudo haber nacido de la mente del dios más perverso de las profundidades, a ser un número exótico en el catálogo de metamorfosis malvadas, a mostrar a todos la verdadera y repugnante cara de la naturaleza que tanto adoran.

Es bueno tener un trabajo estable, no debería quejarme, pero tiene sus riesgos. Cada vez que hay protestas contra el gobierno nacional alguna de nosotras resulta herida, nos queman vivas en los enfrentamientos con la policía, nos lanzan piedras y palos y nos usan como escudos contra el ESMAD. Si quedamos incapacitadas de por vida siempre encuentran un reemplazo rápido, porque todos los inmigrantes están muertos de hambre y harían cualquier cosa por sobrevivir. Tengo miedo de ser obsoleta y reemplazable, de ser un símbolo del gobierno al que empalen, al que amarren a los postes mientras se retuerce en el suelo, al que estudiantes iracundos le claven espinas en los ojos y le revienten sus glándulas de cebo en el tórax con un aire victorioso.

Pero tengo que vivir con ese miedo, es eso o no comer. Lo bueno... es que pagan bien, y que si vivo lo suficiente tendré para jubilarme rápido. Me dan bonos por horas extra y prima anual, sin falta. Trabajo de lunes a viernes y tengo pensión, vacaciones pagas y cesantías. No me puedo quejar.

Hoy pedí el día libre para verte. No te asustes, no te vayas. Sigo siendo la misma.

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