La vida tranquila
Duras traducida por Pizarnik
Martes 29 de noviembre de 2016
"Siento el cansancio orgulloso de haber nacido, de haber llegado al fondo de este nacimiento. Antes que yo, nada había en mi lugar". Un extracto de la exquisita novela de Marguerite Duras en versión de Alejandra Pizarnik que acaba de publicar Mardulce.
Por Marguerite Duras. Traducción de Alejandra Pizarnik.
En el mar, simultáneamente en todas partes, estallan flores de las que creo escuchar el crecimiento de los tallos a mil metros de profundidad. El Océano escupe su savia en esas eclosiones de espuma. Realicé estadías en los vestíbulos calientes y lodosos de la tierra que me escupió de su profundidad. Y aquí estoy: llegada. Uno viene a la superficie. Hay suficiente lugar para que todo el Océano venga a reventar al sol, que cada parte de agua despose la forma del aire y madure a su contorno. Hay la mía que la mira. Soy flor. Todas las partes de mi cuerpo han estallado bajo la fuerza del día, mis dedos que estallan de la palma de mis manos, mis piernas, de mi vientre, y hasta la punta de mis cabellos, mi cabeza. Siento el cansancio orgulloso de haber nacido, de haber llegado al fondo de este nacimiento. Antes que yo, nada había en mi lugar. Ahora, existo yo en el lugar de nada. Es una sucesión difícil. De ahí, sin duda, el sentimiento de ser una ladrona de aire. Ahora uno lo sabe y uno acepta haber venido al mundo. Robo mi lugar en el aire pero estoy contenta. Así es. Héme aquí. Me extiendo. El tiempo está hermoso. Soy harina al sol.
Una noche, estaba cerca del mar. Quise que me tocara con su espuma. Me tendí a pocos pasos. No llegó enseguida. Era la hora de la marea. Al principio, no se fijó en eso que se mantenía recostado allí, en la playa. Luego la vi, ingenuamente, asombrarse hasta resoplarme. En fin, deslizó su dedo frío entre mis cabellos.
Entré en el mar hasta el lugar donde la ola estalla. Era preciso atravesar ese muro curvado como una mandíbula lisa, un paladar que deja ver un hocico atrapando, todavía sin cerrar. La ola mide apenas menos que un hombre. Pero la ola no se inclina; hay que combatir con esa altura que combate sin cabeza y sin dedos. Ella te asirá por encima y te arrastrará por el fondo a treinta kilómetros de allí, te hará dar vueltas y te tragará. El momento en que uno atraviesa; uno surge con un miedo desnudo, el universo del miedo. La cresta de la ola te abofetea, los ojos son dos agujeros ardientes, los pies y las manos están fundidos en el agua, imposible alzarlos, están ligados al agua con nudos, perdidos, y sin embargo queriendo encontrarse, como los de la inocencia misma (ellos, que te han servido para tus caminatas, tus fugas, tus hurtos, gritan: no hice nada, no hice nada…). Está muy negro, no ve nada más que calma en luces. Por primera vez, uno está con los ojos en los ojos del mar. De una sola mirada, uno sabe con los ojos. El mar te quiere inmediatamente, rugiente de deseo. Él es tu muerte propia, tu vieja guardiana. ¿Es ella, pues, quien desde tu nacimiento te sigue, te espía, duerme taimadamente a tu lado y quien ahora se muestra con ese impudor, con esos aullidos?
Es preciso avanzar con la última fuerza, aquella que te queda una vez que la respiración misma se te ha ido; con una fuerza de pensamiento.
Después de la ola está calmo, es allí donde el mar todavía parece ignorar que se detiene. Cara al cielo, uno reencuentra el aire, su peso. Uno es un animal apacible con pulmones respirantes, con ojos resbaladizos que leen el cielo de un horizonte al otro sin siquiera mirarlo. Treinta metros de agua te separan de todo: de ayer y de mañana, de los otros y de ese sí mismo que uno reencontrará en su cuarto dentro de un momento. Uno es solamente un animal viviente con pulmones respirantes. Poco a poco, esto que piensa se moja, se embebe de opaco, de un opaco cada vez más mojado, más calmo y más danzante. Uno es agua del mar.
Pero muy pronto, y súbitamente, el pensamiento. El pensamiento regresa, ahoga de miedo, golpea contra la cabeza, vuelto tan grande (tan grande que el mar cabría en él); de golpe tiene miedo de encontrarse en un cráneo muerto. Entonces uno mueve sus pies y sus manos de nuevo amigos. Uno se desliza inteligentemente con el mar hasta ser vertido en la playa.
El presente extracto fue tomado de La vida tranquila, de Marguerite Duras, traducido por Alejandra Pizarnik (Mardulce, Buenos Aires, 2016). Agradecemos al sello el permiso de publicación.