La vida ama incluso a los que no la ven: tres poemas de Elvio Gandolfo
Reúnen la poesía del autor rosarino
Miércoles 30 de marzo de 2022
Tengo ganas de risas raquel de Elvio Gandolfo es la poesía reunida que acaba de lanzar Eduner. De ese tomo compartimos tres piezas.
Foto de Panta Astiazarán.
Tengo ganas de risas raquel reúne por primera vez la obra poética de Elvio E. Gandolfo, desde los poemas aparecidos en los setenta en las obras colectivas De lagrimales y cachimbas, Poesía viva de Rosario y La huella de los pájaros hasta los dos primeros trimestres de El año de Stevenson.
"Como si fuera un arqueólogo de su tiempo, Elvio se permite ser un observador de lo que le pasa, de lo que le ha pasado, de lo íntimo casi inconfesable, y a la vez de los sucesivos estallidos que los libros y las películas pueden producir en la escritura. Todo puede ser: cualquier asunto, por trivial que parezca, por doloroso que sea, pasa por estos poemas. En la lectura, calma o veloz, el asombro recorre estas páginas. El asombro, pero también la sonrisa", escribió Roberto Appratto en el prólogo.
La vida ama incluso a los que no la ven
Mientras seres de sienes plateadas por tristezas rigurosas
y exclusivamente poéticas escriben tiradas interminables
sobre la Vida,
la vida resbala por las escaleras y las calles y golpea en
sus ventanas
porque la vida ama incluso a los que no la ven.
Llama a sus ventanas
pero ellos no gustan de la sangre
y cierran los postigos.
No cesa de golpear y oleada tras oleada trata de llenarlos
de hojas y caras y manos
pero ellos desprecian los sucios dolores
y siguen aquejados de lánguidas tristezas poéticas
acompañados por mujeres grises
e inmóviles como transatlánticos.
La vida no se va y sigue golpeando
riendo a carcajadas
y pegando puñetazos en el roble de la puerta.
Pidiéndoles por favor
que ayuden a defenderla
de la bomba y las personas con gorra y los ascensores.
Ellos bostezan.
Por la noche prenden las estufas
y escriben largas estrofas
sin aire ni pájaros.
Tanto insisten que al fin la muerte
comienza a condecorarlos.
Llueven los premios nacionales, los cócteles,
las conferencias sobre
la mejor manera de morir sin dejar de respirar.
La vida deja de reír y llora
porque ama incluso a los que no la ven.
Rasca con su dedo ya flaco la puerta.
Los hombres preparan en sus piezas
muchas ars poéticas.
La vida se calienta y se va al diablo,
a reunirse con los conductores de ómnibus y
las estudiantes violetas enamoradas.
Adentro y afuera
Sobre todo
salir de la página,
alejarse del escritorio
y la computadora.
Uno mismo en otros lugares,
gente, familiares, paisajes
que desfilan tras una ventanilla
en movimiento,
vidas y muertes, gente que
se muda o exilia, que vuelve
y vuelve a irse.
Incluso caer hacia adentro,
eso que empezó a pensarse
hace tres o cuatro días.
O rescatar algún viejo
pensamiento o frase
(«alguien que no sea yo
debería hacer algo»).
Y al ir acomodándolo,
de vuelta en la computadora
y el escritorio, meterlo
sobre la página en blanco.
Lograr a veces la lenta
liberación de un peso,
o de un tema que preocupaba,
de un rostro que se repetía
sin decir por qué,
o, en la otra dirección
ir precisándolo, dándole forma
literalmente, viéndolo mejor.
Cuando escribías
Te acostabas
sobre el vientre,
la grupa doblada,
cómoda.
Mirabas el renglón,
apoyabas la punta
del lápiz
y lo movías
rápido, leve.
La punta
debía tener
un grado exacto
de grosor.
La afilabas
con la valijita
de plástico amarillo
que guardaba la madera
molida en su interior.
Sin cambiar
de posición
(el vientre,
la grupa,
el codo)
tomabas la goma
de papa
y el trazo gris
en vez de fluir
no estaba.
Te miré
escribir
dos o tres veces.
Algo me
nacía:
gratis,
generoso,
regalado.
La mirada
no te interrumpía,
hasta podías
mirarme
y después
volver a
caer entera
a las palabras.
Mirarte escribir
era para los dos
un dulce agobio
adicional
de aquellos días.
2/3/1997