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La película verde

Un cuento de Graham Greene

Una pareja grande, de vacaciones. Una esposa aburrida. Un paseo por el lugar que los va a llevar mucho más lejos que sus pisadas. Tomado de los Cuentos selectos por Guillermo Piro que acaba de publicar Edhasa.

Por Graham Greene.

 

–Otra gente se divierte –dijo misses Carter.

–Bueno –repuso su esposo–, hemos visto...

–El Buda reclinado, el Buda de esmeraldas, los mercados flotantes –interrumpió misses Carter–. Cenamos y nos vamos a casa, a la cama.

–Anoche fuimos a Chez Eve…

–Si no estuvieras conmigo –volvió a interrumpir misses Carter–, encontrarías…, bueno, ya sabes a lo que me refiero: lugares.

Eso era cierto, pensó Carter, mirando a su esposa por encima de las tazas de café: sus brazaletes tipo esclava tintinearon al mismo tiempo que su cucharilla de café; había llegado a esa edad en que la mujer satisfecha está en el máximo esplendor de su belleza, pero las arrugas del descontento ya se han formado. Le miró el cuello y recordó lo difícil que era desatar a un pavo. Se preguntó si era culpa suya o de ella, o si sería un defecto de nacimiento, alguna deficiencia glandular, alguna característica heredada. Era triste que en la juventud uno confundiera tan a menudo las señales de la frigidez con una especie de distinción.

–Me prometiste que fumaríamos opio –dijo misses Carter.

–Aquí no, querida. En Saigón. Aquí no se hace eso.

–Qué convencional eres.

–Los locales que hay son de la peor categoría. Llamarías la atención. Te mirarían. –Jugó la carta ganadora–. Hay cucarachas.

–Si no estuviera aquí con un marido me llevarían a muchos sitios.

Míster Carter sugirió sin grandes esperanzas:

–Los striptease japoneses…

Pero ella ya lo sabía todo de ellos y le interrumpió:

–Mujeres feas en sostenes.

La irritación de él iba en aumento. Pensó en el dinero que le había costado llevarse a su mujer para tranquilizar su conciencia; se había ido de viaje demasiadas veces sin ella, pero no hay peor compañía que la de una mujer a la que no se desea. Trató de tomarse el café tranquilamente: mordió el borde de la taza.

–Has derramado el café –dijo misses Carter.

–Lo siento. –Se levantó bruscamente y dijo–: Está bien. Buscaré algo. Quédate aquí. –Se apoyó en la mesa, acercándose a su mujer–. Prepárate y no te sorprendas. Tú lo has pedido.

–No creo ser yo la que se sorprende –repuso misses Carter con una leve sonrisa.

Carter salió del hotel y se encaminó hacia New Road. Un muchacho se puso a su lado y le preguntó:

–¿Una chica joven?

–Tengo a mi propia mujer –respondió Carter sobriamente.

–¿Un chico?

–No, gracias.

–¿Películas francesas?

Carter se detuvo y preguntó:

–¿Cuánto?

Estuvieron regateando un rato en la esquina de la calle. Con el taxi, el guía, las películas, iba a costarle casi ocho libras; pero valía la pena, pensó Carter, si servía para taparle la boca a su esposa y que no volviera jamás a pedirle «lugares». Regresó al hotel a recoger a misses Carter.

Fueron en coche durante un buen rato y se detuvieron junto a un puente de un canal, una oscura zona llena de olores indeterminados.

–Síganme –indicó el guía.

Misses Carter cogió a su esposo del brazo.

–¿No hay peligro? –preguntó.

–¿Cómo quieres que lo sepa? –respondió, poniéndose tenso.

Caminaron unos cincuenta metros mal iluminados y se detuvieron junto a una verja de bambú. El guía llamó varias veces.

Cuando les abrieron, les hicieron pasar a un diminuto patio con piso de tierra y a una cabaña de madera. Había algo –presumiblemente humano– agazapado en la oscuridad bajo una tela mosquitera. El propietario les condujo hasta una pequeña y mal ventilada habitación en la que había dos sillas y un retrato del rey. La pantalla tenía aproximadamente el tamaño de un folio.

La primera película fue particularmente aburrida, y mostraba el rejuvenecimiento de un anciano en manos de dos rubias masajistas. Por el peinado de las mujeres podía verse que la película había sido rodada a finales de los años veinte. Carter y su esposa la contemplaron con cierta turbación.

–No es muy buena –comentó Carter, como si fuera un gran experto.

–Así que esto es lo que ellos llaman una película verde –dijo misses Carter–. Fea y nada excitante.

Les proyectaron otra película.

Había muy poco argumento en ésta. Un hombre joven –no se le podía ver el rostro porque llevaba el sombrero típico de la época– recogía a una chica en la calle (su sombrero ajustado a la cabeza la ocultaba como un envoltorio de carne) y la acompañaba a su habitación. Los actores eran jóvenes: la película poseía cierto encanto y excitación. Cuando la chica se quitó el sombrero, Carter pensó que conocía aquel rostro, y en su mente se agitó un recuerdo que había estado oculto durante más de un cuarto de siglo. Una muñeca sobre un teléfono, la fotografía de una chica sobre la cama doble. La muchacha se desnudó, doblando la ropa con gran cuidado; se inclinó para arreglar la cama, exhibiéndose ante la cámara y el hombre joven: éste mantenía la cabeza apartada. Después, ella le ayudó a quitarse la ropa. Entonces fue cuando recordó; aquel modo concreto de juguetear, confirmado por la marca de nacimiento en el hombro del joven.

Misses Carter cambió de postura en la silla.

–Me pregunto cómo encuentran a los actores –dijo roncamente.

–Prostitutas –respondió él–. Es un poco cruda, ¿no? ¿No quieres que nos vayamos? –sugirió, esperando a que el hombre volviera la cabeza.

La chica se arrodilló en la cama y abrazó al joven por la cintura; no podía tener más de veinte años. No, calculó Carter, veintiuno.

–Nos quedaremos –dijo misses Carter–. Hemos pagado. –Y apoyó una mano seca y caliente en la rodilla de su marido.

–Estoy seguro de que podríamos encontrar un lugar mejor.

–No.

El joven de la película estaba tumbado de espaldas y la chica se apartó de él un momento. Brevemente, como por accidente, el hombre miró hacia la cámara. La mano de misses Carter se estremeció sobre la rodilla de su esposo.

–¡Santo cielo –exclamó–, pero si eres tú!

–Era yo –dijo Carter–, hace treinta años.

La chica estaba volviendo a la cama.

–Es repugnante –repuso misses Carter.

–Yo no lo recuerdo así –replicó Carter.

–Supongo que os lo pasasteis bien viendo la película, los dos.

–No, yo no llegué a verla.

–¿Por qué lo hiciste? No puedo mirarte. Es vergonzoso.

–Te he pedido que nos marcháramos.

–¿Te pagaron?

–Le pagaron a ella. Cincuenta libras. Necesitaba el dinero.

–¿Y tú te divertiste por nada?

–Sí.

–Jamás me hubiera casado contigo si lo hubiera sabido. Jamás.

–Eso ocurrió mucho tiempo después.

–Todavía no me has dicho por qué lo hiciste. ¿No tienes ninguna excusa?

Se detuvo. Carter sabía que estaba mirando la película, inclinada hacia delante, inmersa en el calor de aquel clímax de hacía más de un cuarto de siglo.

–Era el único modo en que yo podía ayudarla –explicó Carter–. Ella nunca había actuado en una película de éstas. Quería hacerlo con un amigo.

–Un amigo –repitió misses Carter.

–La quería.

–No podías querer a una chica así.

–Oh, sí. De eso no hay ninguna duda.

–Hiciste cola para tenerla, supongo.

–Lo presentas de una manera muy cruda –replicó Carter.

–¿Qué fue de ella?

–Desapareció. Siempre desaparecen.

La chica se inclinó sobre el cuerpo del joven y apagó la luz. Así terminó la película.

–La semana que viene tendré películas nuevas –dijo el siamés, haciendo una gran reverencia.

Carter y su esposa siguieron al guía por el oscuro callejón hasta el taxi.

En el taxi, misses Carter preguntó:

–¿Cómo se llamaba ella?

–No me acuerdo. –Era más fácil mentir.

Cuando llegaron a New Road, ella volvió a romper su amargo silencio.

–¿Cómo pudiste llegar a…? Es tan degradante. ¿Y si te reconociera alguien, alguna relación de negocios?

–La gente no cuenta que ha visto cosas como ésa. Además, en aquella época no estaba metido en negocios.

–¿Nunca te preocupó?

–Creo que no he pensado en ello ni una sola vez en treinta años.

–¿Durante cuánto tiempo te viste con ella?

–Doce meses, tal vez.

–Debe de estar bastante horrible ahora, si es que vive. Al fin y al cabo, incluso entonces era una chica vulgar.

–A mí me parecía adorable –dijo Carter.

Subieron a su habitación en silencio. Él se fue directamente al cuarto de baño y se cerró con llave. Los mosquitos se apiñaban alrededor de la lámpara y la gran jarra de agua. Mientras se desnudaba pudo verse a sí mismo en el pequeño espejo: los treinta años transcurridos no habían sido benévolos; sintió su propio grosor y su mediana edad. Pensó: «Espero por Dios que esté muerta. Por favor, Dios, haz que esté muerta. Cuando vuelva junto a ella, empezará a insultarme otra vez».

Pero cuando regresó al dormitorio, misses Carter estaba de pie junto al espejo. Estaba semidesnuda.

Sus delgadas piernas le hicieron pensar en una garza esperando un pez. Ella se acercó y le rodeó con los brazos: uno de los brazaletes le rozó el hombro.

–Había olvidado lo guapo que eras –dijo misses Carter.

–Lo siento. Uno cambia.

–No quería decir eso. Me gustas como eres.

Ella estuvo seca y caliente e implacable en su deseo.

–Sigue, sigue –dijo, y luego gritó como un pájaro furioso y herido. Después dijo–: Hace años que ocurrió eso. –Y siguió hablando con excitación durante lo que pareció una larga media hora.

Carter permaneció acostado en la oscuridad, en silencio, con una sensación de soledad y de culpa. Le parecía que, aquella noche, había traicionado a la única mujer a la que amaba.

 

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