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La Niania: un cuento de Irène Néimirovsky

Edhasa publica una selección de relatos de la autora nacida en Ucrania y fallecida en Auschwitz a los 39 años.

Por Irène Néimirovsky. Traducción de Lucía Dorin.


Había tenido su propio nombre, como todo el mundo, pero desde hacía mucho tiempo, había quedado en el olvido… La llamaban “la Niania”, que significa “mi criada” en ruso, por la palabra afectuosa que tres generaciones de niños, habían balbuceado uno tras otro con sus dulces voces torpes. Los había criado a todos, cuidado cuando estaban enfermos; había consolado sus penas contándoles viejas historias, cantándoles viejas canciones. Habían crecido; se habían transformado en hombres y mujeres; muchas cosas se habían borrado de sus memorias; el luminoso universo infantil se había oscurecido ante sus ojos, pero las palabras, los gestos, las leyendas y las canciones de la Niania habían permanecido vivas en sus corazones. Y luego, unos habían muerto, otros se habían ido lejos, y algunos se habían quedado en la antigua casa familiar; se habían casado; les tocaba a ellos, ahora, sus hijos dormían, acunados por la mano arrugada de la Niania, en las camitas que habían albergado el sueño de sus padres antes que ellos.

La Niania era muy anciana, tan anciana que ya no cambiaba desde hacía años. Parecía inmutable, como el castillo, como el parque centenario, como el estanque silencioso donde se balanceaban grandes nenúfares, muy rosas al sol poniente.

Ella pasaba entre los paisajes familiares, pequeña y delgada, encorvada sobre su bastón; sus ojos pálidos parecían gastados por todas las visiones que habían reflejado, por todas las lágrimas que habían derramado.

Se la quería justamente por los recuerdos inscriptos en las arrugas de su rostro, como sobre las páginas de un libro, porque ella se acordaba de las existencias desaparecidas, porque guardaba en ella, como un antiguo cofre, la juventud y la alegría de todos esos seres que la vida había vuelto viejos y tristes.

Y parecía tan imposible ver morir a la Niania como ver desvanecerse el castillo, el parque y el estanque.

Sin embargo, un buen día, todo eso quedó destruido —siglos de grandeza, hombres buenos o malos y viejas cosas anticuadas y encantadoras—, todo el pasado. La Revolución que nunca se espera, no más que la muerte se había abatido sobre Rusia. Muchos hogares fueron dispersados por los cuatro rincones del mundo; el castillo fue quemado; en el parque, los robles cayeron bajo el hacha de los campesinos rebeldes; cortaron los tilos, y sus ramas y sus troncos, durante el invierno, mantuvieron el fuego de las isbas, en desorden junto a las telas poco comunes y los valiosos muebles del castillo.

En el estanque, una noche, se tiraron cadáveres todavía calientes, y, entre ellos, los de dos de los hijos mayores; el agua melancólica y sombría, como un espejo desteñido, ya no reflejó más que el esqueleto ennegrecido de la casa, una planicie calcinada y una vieja barca abandonada que se pudría entre los nenúfares blancos.

Sin embargo, el resto de la familia se salvó; el padre, la madre, la tía Sonia, los hijos menores, Georges, Vassili y André, Natacha que no tenía más que dieciséis años y que todavía reía, y la Niania escaparon de la tormenta; con ellos llevaban algunos diamantes, el samovar de plata y las imágenes religiosas. Era todo lo que les quedaba de las riquezas de antaño, pero como habían conservado la vida, no pensaban quejarse.

Y una hermosa mañana, una mañana polvorienta y pesada de julio, desembarcaron en París.

*

Vivían en el quinto piso, cerca de Ternes, un departamento minúsculo, que olía a fritanga y a estufa, en lo alto de un feo edificio gris.

Sin embargo, no eran infelices.

Es cierto, no olvidaban la Rusia lejana, las iglesias de cúpulas bulbosas rosas o verdes, ni los canales estrechos de San Petersburgo donde corre, entre los puentes de granito, el negro Nevá; no olvidaban el vuelo silencioso de los murciélagos en las noches de Crimea, por encima de los blancos pueblos tártaros dormidos bajo la luna. Solamente, todo eso se borraba en sus memorias como se difumina y se decolora una imagen antigua, como la visión de las horas sangrientas de la Revolución, los espectros del hambre, del frío, del miedo.

Ellos se disponían a amar su azarosa morada y la hospitalaria Francia.

El padre caminaba a lo largo de los bulevares, al anochecer, a paso vivo y alegre, y buscaba la ubicación de los viejos cafés donde, hacia el año 1900, había cenado con compañeros jocosos y hermosas mujeres. Delante de él en la noche incipiente, corrían futuras modistas con sus grandes carpetas de dibujo bajo el brazo, y se acordaba, y sonreía, y se erguía un poco más, sintiendo en el aire el perfume de las conquistas de otros tiempos.

La madre y la tía Sonia iban a la iglesia ortodoxa de lacalle Daru, y luego a conciertos de beneficencia, en casa de otros rusos que encontraban consuelo, ellos también, y tiraban por la ventana los pocos ahorros que les quedaban, con la misma gracia desenvuelta que sus millones de rublos, en épocas lejanas.

Natacha estudiaba en la Sorbona.

Georges soñaba con la isla Saint-Louis y escribía versos sobre todas las barras de todos los bares de la orilla izquierda del Sena.

Vassili se perfeccionaba en el estudio de la lengua francesa con una amable joven rubia de la calle Lepic. En cuanto a André, de doce años, alumno del liceo Janson, se parecía a los pequeños parisinos de su edad y manejaba a la perfección todas las finezas del argot; ganaba todos los premios de la clase; boxeaba; montaba a caballo y andaba en bicicleta. Ya cometía errores en ruso, al hablar.

Todos encontraban consuelo.

Solo la anciana Niania no lo encontraba. No olvidaba nada, y no era feliz.

En la lavandería, un pequeño cuarto sombrío, hacia el que subían todos los ruidos del patio, se quedaba inmóvil en su sillón o bien remendaba medias; una lámpara de noche, encendida noche y día delante de las imágenes religiosas, brillaba en la sombra como un rubí. Suspiraba y se callaba; cuando levantaba la cabeza, veía un patio profundo y estrecho como un embudo, ventanas descoloridas, y rostros extranjeros, hostiles, que se inclinaban en los balcones polvorientos adornados con flores enfermizas en macetas de barro. Por encima de ella, el cielo era inmutablemente azul; un cielo brillante, implacable de verano; y después llegaba la noche, y una luz púrpura latía allí; eran las luces de la ciudad, en las veladas, como reflejos de un incendio. Y siempre, siempre el ruido de París que hacía temblar los vidrios.

La Niania decía:

“En casa, ahora, es tiempo de cosecha…”.

Decía:

“En casa, cuando los cerezos estaban en flor…”, pero la interrumpían alzando los hombros:

“Ya pasó todo eso, mi pobre vieja. Ya no volverá…”.

Pero ella no lo podía creer. ¿Qué hacía ella en esa ciudad inmensa, entre esa gente que no hablaba su lengua, que eran inquietos y alegres, que se daban vuelta y se reían cuando ella se persignaba al pasar delante de las iglesias? Esa avalancha, ese bullicio, ese olor a petróleo y a cloaca… Se ahogaba en esas calles, repletas de gente, donde las casas amontonadas la una sobre la otra parecían disputarse el poco aire respirable. En los departamentos, los techos eran tan bajos que daban la impresión de quedar aplastados por ellos. Afuera también se sentía la estrechez, como estar aprisionado dentro de cuatro paredes. Pensaba en su melancólico terruño, en los bosques profundos, en los horizontes sin límites y en las planicies infinitas que, durante leguas y leguas, llegan a perderse de vista; ¡ahí se entendía lo que era el espacio! Para el alma de esta humilde criada, la Europa empobrecida era demasiado pequeña.

Sin embargo, el verano iba pasando.

La Niania recordaba los inviernos de allá, del buen frío vivo y seco que azota las mejillas y congela las orejas, las calles de Moscú tan heladas, los caballos que piafan y resoplan humo por el hocico, el sol sobre los techos blancos, los faroles a gas como recubiertos de un espeso manto de huata, y la nieve que cae, que cae, que cae…

La nieve… El vuelo silencioso de los grandes copos blancos, la calma mágica del campo bajo la nieve… 


Miraba el calendario que marcaba el fin de octubre; las hojas secas que crujían en el viento agrio y mojado del otoño. Ella esperaba con una impaciencia febril la  primera nieve. 

Cuando la viese arremolinarse en el aire y cubrir las veredas con su alfombra clara, eso le haría mal y bien al mismo tiempo… Sería de verdad un poco de la Rusia recobrada… Y todas las mañanas, miraba con amistad el cielo, cada día más gris.

Pero la nieve no caía.

En cambio, llovía. Desde el alba hasta el atardecer, la lluvia se escurría a lo largo de los vidrios, golpeteaba sobre el borde de las ventanas, gorgoteaba en las canaletas, recaía con estrépito sobre los techos vecinos. Y afuera chapoteaba la gente con grandes “plaf” por los botines mojados y los taxis hacían salpicar el barro en chorros oscuros a la cara de los transeúntes, y un ejército de paraguas brillantes cubría las calles, y siempre, siempre el ruido de París como una queja sorda.

 —¿El invierno no llegará nunca? —murmuraba la Niania.

Octubre había pasado, y las campanas melancólicas del Día de Todos los Santos sonaban entre la niebla. 

Un día que soñaba así con todo esto en voz alta, el pequeño André le dijo: —“Mi pobre Nianioutchka, nunca nieva en Francia”. Ella sacudió la cabeza, mirándolo por encima de los lentes redondos que tenía montados en la punta de su nariz.

—No está bien burlarse así, André.

—Pero no me burlo —protestó el chico—: es verdad lo que te digo. Pregúntale a padre si no me crees.

—¿Nunca nieva?

—Tan poco al menos que no vale la pena hablar de eso.

La anciana levantó en el aire sus dos manos temblorosas.

—No lo creo. No lo voy a creer nunca.

El muchachito se fue riéndose, y esa misma noche le confió a su hermana su opinión: “la Niania se mudaba”. Sin embargo ella seguía esperando la nieve, y su deseo se volvía igual a una obsesión enfermiza. Cada mañana iba hasta la ventana y escrutaba por mucho tiempo los techos, pero no veía allí más que un poco de barro pegajoso, y se volvía suspirando.

Se volvía todavía más silenciosa, más pequeña, parecía, como encogida; sus ojos estaban enrojecidos de lágrimas contenidas; su boca ahondada musitaba palabras sin sentido que nadie podía entender. 

El invierno, justo, ese año, era insulso, pesado y la niebla pesaba sobre la ciudad como una espesa bruma amarilla. Los patrones huían tanto como podían del departamento oscuro. 

Estaban siempre apurados ahora, nerviosos, febriles… La Niania, sola de la mañana a la noche, remendaba medias bajo la lámpara roja del Ícono, pero a menudo sus manos caían sobre sus rodillas, y fijaba en el vacío sus ojos extraordinarios, profundos y vacuos. A menudo también la empujaban, la maltrataban.

Allá, en los palacios inmensos donde vivía todo un ejército de sirvientes, de protegidos, de parientes pobres, la vieja Niania no hubiera molestado a nadie aquí, en esas habitaciones minúsculas, se chocaban sin cesar con esa sombra de ojos tristes como un reproche. Además, su audición disminuía; había que llamarla tres veces antes de que ella se sobresaltara en su silla, y su mente parecía ausente o dormida; ahora tenía la manía del orden; pasaba todo el tiempo el dedo por los muebles para sacar los rastros de polvo; cepillaba interminablemente la ropa de André, ordenaba los objetos pequeños; veía por todas partes, sobre la alfombra, sobre las tinturas, ese polvo imaginario que se acumulaba según ella, la atormentaba, torturaba su pobre cerebro debilitado. Los niños nerviosos, impacientes, a veces la mandaban de vuelta a su habitación; bajaba entonces la cabeza y se alejaba sin decir palabra. Querían retenerla, pero una especie de vergüenza malsana se los impedía; la dejaban irse, tan débil, tan pequeña, como encorvada ya hacia la tumba.

*

Llegó la Navidad. Toda la familia festejaba en lo de amigos. 

Como los patrones no estaban, la joven criada se apresuró, ella también, para irse volando, y la Niania, se quedó sola una vez más.

En su habitación, después de una larga plegaria al pie de las imágenes religiosas, se acostó; su sueño era ligero e inquieto. Se despertaba con frecuencia, hacía el signo de la cruz, murmuraba plegarias y volvía a dormirse. Y sus sueños, extraordinariamente claros y precisos, resucitaban el pasado, con todos sus detalles, todos sus matices, y los sabores mismos del aire de “allá”. Al alba, nadie había regresado todavía.

Se levantó, dio una vuelta por el departamento lentamente, como el perro abandonado que merodea por la casa y busca a sus amos.

Y después, salió.

Salía rara vez a la calle, y nunca sola. Pero sentía que no soportaría más la tristeza de esas miserables habitaciones desiertas.

Afuera, la niebla era tan densa que entraba en la boca con gusto a yodoformo y a pantano; se respiraba como un pez insulso; algunos faroles de gas todavía encendidos luchaban con un día triste, enfermo, que no podía decidirse a salir, se diría.

Era la hora de los pobres, de todos los precarios que se apresuran, con la espalda redondeada, en el aterido crepúsculo de las mañanas. Nadie notaba a la anciana que se marchaba, rozando las paredes, sin sombrero, con el chal gris que cubría su pelo y caía en pliegues pesados alrededor de su cuerpo encorvado. Iba derecho hacia adelante.

Caminó por mucho tiempo. Cruzó calles, plazas, avenidas. 

Y después se encontró cerca de los muelles. El olor del agua le recordó a San Petersburgo. Por primera vez desde hacía mucho tiempo, una sonrisa vaga empezó a flotar alrededor de su boca. 

Sintió que estaba cansada. Se detuvo, se acodó en el parapeto de piedra.

Y de golpe su viejo corazón se estremeció y se puso a latir más fuerte. Allá, muy lejos, le pareció ver relucir una línea blanca: era el Sena que reflejaba una porción de cielo más clara. Pero ante los ojos cansados de la Niania, esa evasión de luz parecía una planicie, el comienzo de una de esas grandes landas cubiertas de nieve de “allá”. Se dispuso a avanzar de a pasos pequeños, y sus ojos extraños, un poco locos, estaban fijos en esa línea que emblanquecía siempre y que siempre retrocedía…

La empujaban, la insultaban, porque caminaba como una sonámbula sin desviarse de su camino.

Pero ella no escuchaba nada. En sus oídos sonaban como campanas, y cuando se callaban, era un silencio maravilloso, el silencio blanco de los campos enguatados de nieve; frente a sus ojos se arremolinaban llamas de todos los colores; y después se transformaron en grandes copos apretados que caían, caían… 

Seguía caminando.

“…N… de D…* ¡Eh! ¡allá!... ¿Está sorda, vieja?”

* N. de la T.: “En nombre de Dios”.

Seguía caminando derecho hacia delante, sin ver, sin escuchar. 

Los llamados desesperados de bocinas; el chirrido de un taxi que trata en vano de frenar; el grito agudo de una mujer que pasaba y que vio… Y un cuerpo menudo, apenas más grande que el de un niño, que rueda en el barro. Cuando la recogieron, ya no respiraba. Sus ojos pálidos y vacíos parecían mirar más allá de la vida de las cosas que vemos.

Así murió la vieja Niania, aplastada por un taxi, una mañana de niebla parisina, cerca de los muelles. Manos extranjeras cerraron sus párpados arrugados sobre sus ojos pálidos.

Y ese pequeño gesto destrozó para siempre todo lo que quedaba de toda una raza, —el castillo, el parque centenario, el estanque lleno de nenúfares rosas en el crepúsculo, los rastros de los muertos, y la juventud de los vivos—, todo eso que no había estado del todo muerto mientras el corazón fiel de una anciana hubiera guardado con sumo cuidado su imagen.

Así murió la Niania sin haber vuelto a ver bailar la nieve en las planicies de su país.


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