La mujer más pequeña del mundo
Un cuento de Clarice Lispector
Martes 25 de mayo de 2021
"Allí estaba una mujer que ni la glotonería del sueño más refinado habría podido imaginar jamás". Con traducción de Paula Abramo, compartimos uno de los cuentos más increíbles de Lazos de familia, ahora en los Cuentos completos del Fondo de Cultura Económica.
Por Clarice Lispector. Traducción de Paula Abramo.
En las profundidades del África Ecuatorial, el explorador francés Marcel Pretre, cazador y hombre de mundo, se topó con una tribu de pigmeos de una pequeñez sorprendente. Mayor fue, pues, su sorpresa cuando le infor- maron que existía un pueblo aún más pequeño allende selvas y distancias. Entonces se internó más a fondo.
En el Congo Central descubrió en verdad a los pigmeos más pequeños del mundo. Y —como una caja dentro de una caja dentro de una caja— entre los pigmeos más pequeños del mundo estaba el más pequeño de los pigmeos más pequeños del mundo, obedeciendo quizá a la necesidad que tiene a veces la Naturaleza de excederse a sí misma.
Entre mosquitos y árboles tibios de humedad, entre las hojas ricas del verde más perezoso, Marcel Pretre se halló frente a una mujer de cuarenta y cinco centímetros, madura, negra, callada. “Oscura como un mono”, informaría a la prensa, y que vivía en la copa de un árbol con su pequeño concubino. En los cálidos humores silvestres, que redondean pronto las frutas y les dan una dulzura casi intolerable al paladar, la mujer estaba encinta.
Así que allí, de pie, estaba la mujer más pequeña del mundo. Por un instante, en el zumbido del calor, fue como si el francés hubiera llegado inesperadamente a la conclusión última. Sin duda sólo gracias al hecho de que no estaba loco su alma no desvarió ni perdió los límites. Con una necesidad inmediata de orden y de nombrar lo que existe, le puso el apodo de Pequeña Flor. Y, para poder clasificarla entre las realidades reconocibles, se puso de inmediato a reunir datos sobre ella.
Su raza de gente está siendo poco a poco exterminada. Quedan unos cuantos ejemplares humanos de esa especie que, de no ser por el taimado peligro de África, sería un pueblo extenso. Además de la enfermedad, el hálito infecto de las aguas, la comida deficiente y las fieras que los rondan, el peor peligro para los escasos likoualas son los salvajes bantús, una amenaza que los rodea silenciosa como en las madrugadas de batalla. Los bantús los cazan con redes, como a los monos. Y se los comen. Así: los cazan con redes
y se los comen. Esa pequeña raza de gente, siempre retrocediendo y retrocediendo, terminó por acuartelarse en el corazón de África, donde el explorador afortunado la descubriría. Como medio estratégico de defensa, viven en los árboles más altos. De allí bajan las mujeres para cocinar el maíz, mo- ler la mandioca y cosechar verduras; los hombres, para cazar. Cuando nace un hijo, se le da libertad casi de inmediato. Cierto es que con frecuencia el niño no gozará durante mucho tiempo de esta libertad entre fieras. Pero también es cierto que por lo menos nadie lamentará que, en tan corta vida, el trabajo haya sido largo. Porque incluso el lenguaje que aprende el niño es breve y sencillo, únicamente esencial. Los likoualas usan pocos nombres, llaman las cosas mediante gestos y ruidos animales. Como evolución espiritual, tienen un tambor. Mientras bailan al son del tambor, una pequeña hacha permanece en guardia contra los bantús, que llegarán no se sabe de dónde.
Fue así, pues, como el explorador descubrió, toda de pie y a sus pies, a la cosa humana más pequeña que existe. Le palpitó el corazón porque no había esmeralda tan extraordinaria. Ni las enseñanzas de los sabios de la India eran tan extraordinarias. Ni el hombre más rico del mundo había puesto jamás los ojos en tanta extraña gracia. Allí estaba una mujer que ni la glotonería del sueño más refinado habría podido imaginar jamás. Fue entonces cuando el explorador dijo, tímidamente y con una delicadeza de sentimientos de la que su esposa nunca lo creería capaz:
—Tú eres Pequeña Flor.
En ese instante Pequeña Flor se rascó donde una no se rasca. El explorador —como si estuviera recibiendo el más alto premio de castidad a que un hombre, siempre tan idealista, osaría aspirar—, el explorador, tan experimentado, desvió los ojos.
La fotografía de Pequeña Flor se publicó a colores en el suplemento do- minical de los periódicos, donde cupo en tamaño natural. Envuelta en una tela, con la barriga ya en un estado avanzado. La nariz chata, la cara negra, los ojos hundidos, los pies dilatados. Parecía un perro.
Ese domingo, en un departamento, una mujer, al ver en el periódico abierto el retrato de Pequeña Flor, no quiso mirarlo por segunda ocasión “porque me da ansias”.
En otro departamento, una señora sintió tanta perversa ternura ante la pequeñez de la mujer africana que —puesto que es mucho mejor prevenir que lamentar— no habría que dejar nunca a Pequeña Flor sola a merced de la ternura de esa señora. Quién sabe a qué oscuridades de amor puede llegar el cariño. La señora pasó el día alterada, se diría que asaltada por la nostalgia. Era primavera, por cierto; había una bondad peligrosa en el aire.
En otra casa, una niña de cinco años de edad se sorprendió al ver el retrato y escuchar los comentarios. En esa casa de adultos, aquella niña había sido hasta entonces el más pequeño de los seres humanos. Y, aunque ésa era la fuente de las mejores caricias, era también la fuente de este primer miedo del amor tirano. La existencia de Pequeña Flor hizo que la niña sintiera —con una vaguedad que sólo se concretaría en pensamiento años y años después, por motivos bien distintos—, hizo que la niña sintiera, en una primera sabiduría, que “la desgracia no tiene límites”.
En otra casa, durante la consagración de la primavera, una joven novia tuvo un éxtasis de piedad:
—Mamá, mira su foto, ¡pobrecita! ¡Mira qué tristita está!
—Pero —dijo la madre, dura y derrotada y orgullosa—, pero es una tristeza de animal, no es una tristeza humana.
—¡Ah, mamá! —dijo la joven desanimada.
Fue en otra casa donde a un niño malicioso se le ocurrió una idea maliciosa:
—Mamá, ¿y si pusiera a esa mujercita africana en la cama de Paulito mientras está dormido? Qué susto al despertarse, ¿no? ¡Qué grito al verla sentada en la cama! ¡Y jugaríamos mucho con ella! Sería nuestro juguete, ¿no?
En ese instante, la madre del niño estaba rizándose el pelo frente al espejo del baño y se acordó de lo que una cocinera le había contado sobre sus tiempos en el orfanato. Como no tenían muñecas con que jugar, y la maternidad ya pulsaba terrible en el corazón de las huérfanas, las niñas astutas le ocultaron a la monja la muerte de una de sus compañeras. Guardaron el ca- dáver en un armario hasta que se fue la monja y jugaron con la niña muerta, la bañaron y le hicieron la comidita, la castigaron sólo para después poder besarla y consolarla. Eso fue lo que recordó la madre en el baño, y dejó caer las manos llenas de pasadores. Y consideró nuestra cruel necesidad de amar. Consideró la malignidad de nuestro deseo de ser felices. Consideró la ferocidad con que queremos jugar. Y el número de veces que mataremos por amor. Entonces miró a su hijo malicioso como si mirara a un peligroso extraño. Y sintió horror de su propia alma que, más que su cuerpo, había engendrado a aquel ser apto para la vida y la felicidad. Así vio, con mucha atención y un orgullo incómodo, a ese niño al que ya le faltaban dos dientes delanteros, la evolución, la evolución sucediendo, dientes que caen para que nazcan los que mejor muerden. “Le voy a comprar un traje nuevo”, decidió mirándolo absorta.
Obstinadamente engalanaba a su hijo desdentado con ropa fina, obstinadamente lo quería muy limpio, como si la limpieza pusiera en relieve una superficialidad tranquilizadora, obstinadamente perfeccionando el lado cortés de la belleza. Obstinadamente alejándose, y alejándolo, de alguna cosa
que debía ser “oscura como un mono”. Entonces, mirando el espejo del baño, la madre sonrió intencionalmente fina y cortés, colocando, entre su cara de líneas abstractas y la cara cruda de Pequeña Flor, la distancia insuperable de milenios. Pero, con años de práctica, sabía que ése sería un domingo en el que tendría que disimular frente a sí misma la ansiedad, el sueño, y milenios perdidos.
En otra casa, junto a una pared, se dieron al alegre trabajo de calcular con cinta métrica los cuarenta y cinco centímetros de Pequeña Flor. Y allí mismo, con deleite, quedaron sorprendidos: era aún más pequeña de lo que podría inventar lo más agudo de la imaginación. En el corazón de cada miembro de la familia nació, nostálgico, el deseo de poseer esa cosa chiquita e indomable, esa cosa a salvo de que se la comieran, esa fuente permanente de caridad. El alma ávida de la familia quería entregarse a la devoción. Y, la verdad, ¿quién no ha querido tener un ser humano para sí solo? Cosa que, en realidad, no siem- pre sería cómoda, hay horas en las que uno no quiere tener sentimientos:
—Seguro que, si viviera aquí, la cosa acabaría en pleito —dijo el padre sentado en el sillón, pasando definitivamente la página del periódico—. En esta casa todo acaba en pleito.
—Tú siempre tan pesimista, José —dijo la madre.
—Mamá, ¿ya pensaste de qué tamaño va a ser su bebito? —dijo ardiente la hija mayor, que tenía trece años.
El padre se movió detrás del periódico.
—Ha de ser el bebé negro más chiquito del mundo —respondió la ma- dre, derritiéndose de gusto—. ¡Imagínatela nada más aquí en la casa, sirviendo la mesa! ¡Y con esa barriguita grande!
—¡Suficiente! —refunfuñó el padre.
—Habrás de convenir —dijo la madre inesperadamente ofendida— en que se trata de una cosa extraordinaria. El insensible eres tú.
¿Y la propia cosa extraordinaria?
Mientras tanto, en África, la propia cosa extraordinaria tenía en el corazón —quién sabe si negro también, pues en una Naturaleza que se ha equivocado una vez ya no es posible volver a confiar—, mientras tanto la propia cosa extraordinaria tenía en el corazón algo aún más extraordinario, algo así como el secreto del propio secreto: un hijo mínimo. Metódicamente el explorador examinó con la mirada la barriguita del más pequeño de los seres humanos maduros. Y en ese instante el explorador, por primera vez desde que la había conocido, en lugar de sentir curiosidad o exaltación o victoria o espíritu científico, el explorador sintió malestar.
Es que la mujer más pequeña del mundo se estaba riendo.
Se estaba riendo, caliente, caliente. Pequeña Flor estaba gozando la vida.
La propia cosa extraordinaria estaba teniendo la inefable sensación de no haber sido comida aún. No haber sido comida era algo que, en otros momentos, le daba el ágil impulso para saltar de rama en rama. Pero, en este mo- mento de tranquilidad, entre las espesas hojas del Congo Central, no estaba aplicando ese impulso en una acción, y todo el impulso se había concentrado en la propia pequeñez de la propia cosa extraordinaria. Así que se reía. Era una risa como la que sólo puede reír alguien que no habla. Una risa que el explorador, turbado, no pudo clasificar. Y ella siguió disfrutando su propia risa suave, ella, que no estaba siendo devorada. No ser devorado es el sentimiento más perfecto. No ser devorado es el objetivo secreto de toda una vida. Mientras ella no estaba siendo comida, su risa bestial era tan delicada como la alegría. El explorador estaba confundido.
En segundo lugar, si la propia cosa extraordinaria se estaba riendo, era porque, dentro de su pequeñez, una gran oscuridad se había puesto en movimiento.
Es que la propia cosa extraordinaria sentía que le entibiaba el pecho algo que podría llamarse Amor. Amaba a ese explorador amarillo. Si supiera hablar y le dijera que lo amaba, él se inflaría de vanidad. Una vanidad que disminuiría cuando ella añadiera que también amaba mucho al anillo del explo- rador, y que amaba mucho a las botas del explorador. Y cuando éste se desinflara, desilusionado, Pequeña Flor no podría entender por qué. Pues ni de lejos su amor por el explorador —podría decirse incluso su “profundo amor”, ya que, a falta de otros recursos, estaba reducida a la profundidad—, pues ni de lejos su profundo amor por el explorador valía menos por el hecho de que amara también a sus botas. Hay un viejo equívoco sobre la pala- bra amor y, aunque muchos hijos nacen de ese equívoco, otros tantos se han perdido del instante único de nacer sólo por una susceptibilidad que exige que a quien quieras sea a mí, ¡a mí!, y no a mi dinero. Pero en la humedad de la selva no hay de esos refinamientos crueles, y el amor es no ser comido, el amor es pensar que unas botas son lindas, el amor es sentir atracción por el color extraordinario de un hombre que no es negro, el amor es reírse de amor por un anillo que brilla. Pequeña Flor parpadeaba de amor y se rio caliente, pequeña, encinta, caliente.
El explorador trató de sonreírle de vuelta, sin saber exactamente a qué abismo respondía su sonrisa, y entonces se turbó como sólo un hombre de gran tamaño puede turbarse. Lo disimuló acomodándose mejor el sombrero de explorador, se ruborizó púdico. Se volvió lindo, su color: de un rosa verdoso, como un limón en la madrugada. El hombre debía ser ácido.
Probablemente fue al acomodarse el casco simbólico, cuando el explorador se llamó a sí mismo al orden, recuperó severo la disciplina de trabajo y volvió a tomar notas. Había aprendido a entender algunas de las pocas palabras articuladas de la tribu y a interpretar sus signos. Ya era capaz de hacer preguntas.
Pequeña Flor le contestó que “sí”. Que era muy bueno tener un árbol suyo, verdaderamente suyo, donde vivir. Porque —y esto no lo dijo ella, pero sus ojos se pusieron tan oscuros que lo dijeron— porque es bueno poseer, es bueno poseer, es bueno poseer. El explorador parpadeó varias veces.
Marcel Pretre vivió varios momentos difíciles consigo mismo. Pero al menos se mantuvo ocupado tomando notas y notas. Los que no tomaron notas tuvieron que arreglárselas como pudieron:
—Pues mira —declaró de repente una vieja cerrando el periódico con decisión—, pues mira, yo sólo te digo una cosa: Dios sabe lo que hace.